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Cuando la IA no basta: la inteligencia emocional como ventaja competitiva
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Sonia Pardo

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Cuando la IA no basta: la inteligencia emocional como ventaja competitiva

No podemos seguir fingiendo que todo está bien mientras todo se va vaciando. No podemos seguir contratando talento si no sabemos cuidarlo. Necesitamos una revolución emocional

Foto: La inteligencia emocional como estrategia empresarial. (iStock)
La inteligencia emocional como estrategia empresarial. (iStock)

Elena no está en su puesto de trabajo. No es que se haya ido. No oficialmente. No dejó una carta de despedida, ni un discurso emotivo en la sala de reuniones. Simplemente —un día— dejó de aparecer. No está. Pero su nombre sigue en el organigrama. Su silla, intacta. Su correo, activo. Su ausencia, muda. Hay quien dice que se fue de baja. Que tenía ansiedad, o algo así. Que un día le costó respirar en medio de una videollamada. Que lloraba antes de entrar a la oficina, y también después. Pero nadie pregunta mucho. Por pudor. O por miedo a verse reflejado.

La llaman baja psicológica. Como si el cerebro tuviera licencia para desaparecer cuando ya no puede más. Como si fuera culpa del cuerpo. O del clima. Como si no fuera culpa de todos. En España, estamos en máximos históricos de dimisiones voluntarias. Más de 410.000 en lo que va de año. Silenciosas. Progresivas. Implacables.

Y en el mundo, según la OMS, se pierden más de 12.000 millones de días de trabajo al año por ansiedad, depresión y estrés laboral. Esto nos cuesta como sociedad más de billón de dólares anuales. Un ejército de fantasmas que se han rendido sin disparar. La propia OMS aporta un dato demoledor: “Por cada dólar invertido en salud mental, se recuperan cuatro en bienestar y productividad.”

Pero todo sigue. El sistema funciona. El Excel se actualiza. Las reuniones se celebran. El negocio se reporta en indicadores. Solo que Elena no está. Y quizás tú, que estás leyendo esto, tampoco estás del todo. Ahora nos inunda el relato de la Inteligencia Artificial. De la automatización, del dato, del indicador, de la transformación digital. Pero nadie —o casi nadie— habla de la inteligencia emocional. La de verdad. La que no se pronuncia con solemnidad en conferencias. Sino la que se practica. Porque no sirve de nada hablar de liderazgo si nadie sabe leer una cara triste. Si nadie sabe pedir perdón. Si nadie sabe decir: “te comprendo”.

Las empresas emocionalmente inteligentes tienen un 40% más de colaboración

McKinsey lo ha documentado: las empresas emocionalmente inteligentes tienen un 40% más de colaboración, mejores índices de retención y entornos que no se derrumban cuando hay incertidumbre. En su informe It’s cool to be kind de 2024, lo deja claro: “La amabilidad no es una concesión. Es estrategia.” Las empresas emocionalmente inteligentes logran:

  • Un 40% más de colaboración.
  • Equipos más estables y comprometidos.
  • Culturas más resilientes y adaptativas.

En cambio, los entornos tóxicos generan:

  • Un aumento del 37% en absentismo.
  • Un 60% más de errores.
  • Una rotación constante.
  • Costes ocultos que ninguna hoja de cálculo puede prever.

En este mismo sentido, un artículo del World Economic Forum destaca que las organizaciones lideradas por individuos con alta inteligencia emocional pueden experimentar hasta un 20% más de rentabilidad, subrayando la importancia de la empatía como variable clave, sobre todo en equipos de alto conocimiento. En cambio, en muchas empresas se siguen premiando a quienes cumplen objetivos, aunque incumplan vínculos. A quienes entregan informes, pero rompen personas. Y mientras tanto, las bajas aumentan. Las dimisiones aumentan. Y el entusiasmo —esa emoción fundamental— se va por la puerta de atrás sin saludar.

Podemos tener la mejor tecnología, el mejor sistema de gestión, el software más puntero… Pero si no sabemos mirar, escuchar o cuidar, todo lo demás se desploma. Porque la esencia de una empresa no es la tecnología, ni siquiera el producto. Es la relación entre las personas que la hacen funcionar, sus mentes conectadas, emocionalmente activas para crear.

Podemos tener la mejor tecnología, el mejor sistema de gestión, el software más puntero… Pero si no sabemos mirar, escuchar o cuidar, todo lo demás se desploma

Por eso el problema no es la inteligencia artificial. Sino la falta de inteligencia emocional. Y lo que eso arrastra: ansiedad, rotación, desconexión, talento fugado, creatividad apagada, innovación frenada. Y lo peor: esa sensación generalizada de que nadie escucha, nadie cuida, nadie importa. Por eso, no basta con presentar el problema. Hay que enfrentarlo. Y para eso hacen falta actos. Pequeños. Concretos. Humanamente poderosos.

Las organizaciones se rompen por las costuras de su cultura. Por las conversaciones que no se tienen. Por los egos que pisan la confianza. Por los jefes que no saben decir “gracias” o “lo siento”. En definitiva, la inteligencia emocional no es blanda. Es el único músculo que te sostiene cuando todo tiembla. Es la capacidad de decir: “no sé”; “necesito ayuda”; “te comprendo”; “te creo”; “gracias”.

No podemos seguir fingiendo que todo está bien mientras todo se va vaciando. No podemos seguir contratando talento si no sabemos cuidarlo. Necesitamos una revolución emocional. Pero no como un discurso o una frase en la pared. Sino como una estrategia. Porque la inteligencia emocional no es un lujo. Y si el dato dice que la gente se va, nos toca aprender a reconstruir el lugar al que vale la pena quedarse.

Porque no hay Excel que recoja una conversación que no ocurrió. Ni PowerPoint que mida la falta de sentido. Ni indicador que anticipe la renuncia silenciosa de alguien que sigue viniendo… pero ya no está. La IA no basta. Y no bastará nunca. Es útil. Muy útil. Pero la verdadera pregunta no es qué puede hacer la IA. Es qué tipo de seres humanos quedarán detrás de ella. Porque ningún algoritmo puede sostener una conversación difícil, ni detectar que alguien se está rompiendo por dentro, ni mirar a los ojos y decir: “Gracias por quedarte incluso cuando todo estaba patas arriba.”

Pero la verdadera pregunta no es qué puede hacer la IA. Es qué tipo de seres humanos quedarán detrás de ella

La IA te puede decir qué artículos lee más tu equipo. Pero no puede detectar que una persona lleva tres semanas sonriendo por inercia. La IA te puede predecir patrones de rendimiento. Pero no puede sostener una conversación incómoda, ni frenar un conflicto antes de que estalle. La IA te puede recomendar estrategias. Pero no puede mirar a alguien a los ojos y decirle: “Te veo. Y me importas.”

No sé en qué momento empezamos a llamar "blanda" a la única habilidad que te salva en una crisis. Es curioso: nos preparamos para liderar en la complejidad, pero no para liderar cuando alguien llora en una videollamada. El estrés no es una medalla. Es una señal de alarma. Necesitamos líderes que den ejemplo: que frenen cuando tienen que frenar, que muestren pausa, que practiquen la calma como herramienta de gestión. “La serenidad es nuestro tronco”, como escribo en mi libro Reinícia(te). Y ese tronco —esa estabilidad emocional— sostiene toda la cultura que vendrá: la propia ventaja competitiva.

Por todo ello, me gustaría acabar con 6 ideas fuerza:

1.- La tecnología es una herramienta, no liderazgo.
Podemos tener el mejor avión (IA, automatización, algoritmos…), pero si no tenemos un buen piloto (humanidad, juicio, empatía, intuición), el resultado será catastrófico.

2.- Los entornos complejos no se gestionan con lógica matemática.
En la vida real no hay jugadas perfectas como en el ajedrez. Hay emociones, intuiciones, egos, silencios, decisiones que no encajan en una hoja de cálculo.

3.- La productividad real no está en los datos. Está en las mentes que los interpretan.
Equipos de talento extremo solo funcionan si existe una orquestación emocional, relacional y cognitiva de altísimo nivel.

5.- La empatía y el cuidado son elementos estratégicos.
La vida real es incertidumbre, emoción, intuición, y confianza compartida. El mayor error es pensar que se puede liderar talento sin tener talento emocional para gestionarlo.

6.- El reto no es la tecnología, es la complejidad humana.
Lo que hace funcionar a una empresa no es su software, sino la calidad de sus relaciones. Y eso se construye con escucha, humildad, visión y propósito compartido.

Es hora de que hablemos de inteligencia emocional con el mismo fervor con el que hablamos de inteligencia artificial. Porque nuestra salud, nuestra creatividad, nuestra capacidad de liderar, no se juega en una pantalla. Se juega en lo que sentimos. Y en lo que nos atrevemos a cambiar.

*Sonia Pardo, periodista y fundadora de El Arte de Crear, espacio de comunicación humanista de las empresas y autora de Reinícia(te)

Elena no está en su puesto de trabajo. No es que se haya ido. No oficialmente. No dejó una carta de despedida, ni un discurso emotivo en la sala de reuniones. Simplemente —un día— dejó de aparecer. No está. Pero su nombre sigue en el organigrama. Su silla, intacta. Su correo, activo. Su ausencia, muda. Hay quien dice que se fue de baja. Que tenía ansiedad, o algo así. Que un día le costó respirar en medio de una videollamada. Que lloraba antes de entrar a la oficina, y también después. Pero nadie pregunta mucho. Por pudor. O por miedo a verse reflejado.

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