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Un país excéntrico y estrafalario
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Mariano Vergara

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Un país excéntrico y estrafalario

Gente como Samuel Johnson representan la excentricidad de un país como Escocia. Decía que "un hombre jamás consentirá en alejarse de Londres", porque entonces será que "está harto de la vida". Luego, vino el Brexit

Foto: La famosa portada de Jamie Reid del single de Sex Pistols 'God save the Queen'
La famosa portada de Jamie Reid del single de Sex Pistols 'God save the Queen'
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Eran las siete de la mañana, yo tenía 20 años y era mi primer día en la residencia en Hampstead, zona de extravagantes intelectuales, artistas famosos y ricos judíos cultos al noroeste de Londres. Sentado a la mesa del aséptico comedor, me encontraba paralizado ante la visión del plato que tenía ante mí. Un arenque tieso y seco como una estaca y una rebanada de pan de molde. También seca. Y un vaso de plástico con té hirviente extraído de una complicada máquina. “Highly sophisticated system”, decía un letrero de latón adosado a la curvatura del pequeño bidón de cristal.

La pomposidad del inglés para nombrar o describir cualquier banalidad es admirable. E irritante. Hay que ser muy raro para pensar que eso puede ser el desayuno de un ser humano normalmente constituido. Quiero decir que en Hampstead vivieron John Keats, Agatha Christie, Freud, Walter Gropius, Henry Moore y gente así. Desconozco cuál sería su desayuno, pero ante la perspectiva de varias horas de estudio y clases por delante, me comí el arenque y el Bimbo y me bebí dos tazas de aquel brebaje. Confieso que me gustó, a pesar de la hora.

Foto: Los ecologistas del grupo Just Stop Oil rompen el cristal que cubre la pintura. (EFE)

Teniendo en cuenta la desconcertante lógica inglesa, aquello debía ser consuetudinario. A los pocos días me ocurrió algo bastante más hilarante a los ojos y la boca de un latino. Me pusieron una extraña tortilla, con algo rojo en su interior. Pregunté qué era y me contestaron con absoluta normalidad que tortilla con mermelada de fresa. Mi cara de asombro, lindando con el pavor, llevó a la camarera a decirme que si me gustaba la tortilla y la mermelada de fresa, forzosamente tenía que gustarme aquella mezcla disparatada. Confieso que me gustó.

Lo cual no implica que la cocina inglesa no sea algo tan inexistente como el toreo finlandés, por mucho que me gusten el salmón ahumado y el roastbeef, que yo mismo he aprendido a hacer con relativo éxito gracias a internet. En cuanto a la lógica británica, es aún más difícil de asimilar que su cocina, sin tener que descender a los infiernos del pastel de riñones, o el abominable porridge.

Ser anglófilo

La tan ensalzada elegancia y puntualidad británicas se han visto muy afectadas en cantidad y calidad hace ya años y el chándal de Maduro es similar al que usa el noventa por ciento de ululantes cerveceros anglosajones, que vienen a España exclusivamente a emborracharse. La nariz del despreciativo olor a ajo ha subido unos centímetros en relación con la de los viajeros románticos del XIX. Hasta el amarillo chillón de los vestidos reales ha desaparecido tras la Reina. La ajada peluca del “speaker” de los Comunes continúa inalterable.

Tengo que reconocer que soy anglófilo, sin llegar a los extremos de Camba. Determinadas costumbres, normas de conducta, pautas de comportamiento y especialmente la extendida débil educación británica, aunque digan sorry, o excuse me cada cincuenta segundos, me producen un infinito hastío. No comprendo el porqué de las expresiones “hacerse el sueco”, o “despedirse a la francesa”, cuyo origen desconozco y tan extendidas en español. Lo lógico y normal en los dos casos sería referirlas a un inglés, que sabe escabullirse en ambos sentidos mejor que nadie. La altanería y la indiferencia típicas de cualquier inglés de medio pelo hacia cualquier ser humano, que no haya tenido la inmensa dicha y el alto honor de haber nacido detrás de los acantilados de Dover son bastante exasperantes.

placeholder Personas se sirven cerveza en el Great British Beer Festival en Londres, Gran Bretaña. (EFE/NEIL HALL)
Personas se sirven cerveza en el Great British Beer Festival en Londres, Gran Bretaña. (EFE/NEIL HALL)

Aunque ciertamente es encomiable el desarrollo industrial, financiero y comercial al que ha llegado una isla que solamente producía carbón, césped y patatas. El nivel intelectual, literario y artístico es otro cantar. La quintaesencia de la excelencia, la brillantez de ideas, el entusiasmo creador, la belleza de sus universidades y colegios, el mundo intelectual y la deslumbrante literatura británica son realmente islas de civilización. Nunca mejor dicho. Y el coro del King's College, siglo tras siglo, entona El Mesías en Navidad. Hace años llegué a conocer aceptablemente bien a esta excéntrica y extravagante nación.

¿Supremacía imperial?

No podría decir lo mismo ahora, porque mi interés hacia “lo inglés” ha descendido notablemente. No entiendo la ridícula supremacía imperial por algo que no existe más que en la interesada simbiosis con los países de la cada vez más exigua Commonwealth. No entiendo el torpe Brexit en el siglo XXI, llevado a cabo por los habitantes de tez color rosa de la “Little Merry England”, que continúan en su mundo de cretonas, barbour y Sunday roast, aunque el campo inglés siga siendo uno de los más hermosos del mundo y el cuidado de los jardines una entretenida y culta forma de pasar las tristes tardes del domingo, sin otra perspectiva heroica que levantarse el lunes por la mañana.

Foto: El líder del Partido Laborista británico, Keir Starmer, habla durante el turno de preguntas al Primer Ministro, en la Cámara de los Comunes en Londres. (Reuters)

Esto último es también el panorama desolador de cualquier europeo en este mundo estúpido y pequeño que tanto odiaba Chesterton. Yo llegué a amar aquel campo cuando pasé una temporada en una preciosa finca cerca de Norwich y navegábamos en un velero, en el que se comían sándwiches de pepino y huevos duros y que quedaba fondeado en la costa. Por la mañana estaba sobre el fango que las grandes mareas del mar del Norte dejaban al descubierto en una inmensa playa, con olor a algas y estridentes graznidos de gaviotas, al borde de la hierba verde que rodeaba la casa Tudor en la que vivían los Davies.

Claro que la primera vez que la señora Davies me dio un huevo con cáscara, no sabía si pretendía que me lo comiera crudo. Me indicó que estaba cocido. Le quité la cáscara y me lo comí. No dejaba de tener su encanto. Nunca había comido un huevo cocido a bocados y sin mayonesa. Los continentales europeos somos excesivamente refinados. Pero llegué a amar a ese país. Y sus instituciones. Y su democracia, que me hacía sentir vergüenza cuando en la BBC aparecían imágenes de la España de entonces con concentraciones falangistas brazo en alto y los ingleses nos miraban con caras de impasible desprecio.

Foto: Micrófono de la BBC. (Reuters)

Desprecio que continúa ahora. Ellos son engreídos y cursis en un país que no es ni sombra de lo que era, como el nuestro tampoco lo es. Cuando en España se atemorizaba a la juventud con el sexto mandamiento y sus infernales consecuencias y el domingo era un revuelo de misales, velos y pasteles - qué extraño era el maridaje de la misa con los pasteles de merengue - en la BBC el cardenal Hume hablaba del sexo con absoluta naturalidad. Yo me quedaba perplejamente maravillado. Y soñaba con una España así. Que no es esta. Y amaba el cine, que aquí no podía ver, gracias al celo de los censores cuidando nuestras virginales mentes. Y el teatro, que alcanzaba en la televisión franquista unos niveles ahora impensables en pleno sanchismo.

Entonces era posible ver Julio Cesar, o Calígula en Estudio Uno de TVE, con grandes actores que vocalizaban con absoluta perfección y engarzaban los versos, sin esos espacios muertos de los lindos actores de este país de hoy. La primera vez que fui al teatro en Londres fue al Haymarket, en el West End, a ver Adriano VII del también extravagante Barón Corvo, inglés transterrado a Venecia, que quiso ser Papa entre efebo y efebo y que tan apreciado fue por D.H.Lawrence y Graham Greene. Todavía sonaba el “God save the Queen” al acabar la función.

placeholder Samuel Johnson, poeta y ensayista inglés. (iStock)
Samuel Johnson, poeta y ensayista inglés. (iStock)

Londres de Charles Lamb, de Coleridge, de Byron, de Wilde, de Virginia Wolf, de Chesterton y hasta de Julio Camba. Y del caliente “swinging London”. Añorar algo que se ha llegado a detestar, con la nostalgia que ahora siento, es también extraño. Debe ser una vena excéntrica. Esto es contagioso. Sobre todo los modos imperiales del “Rule Britannia”. Mi tía María Heaton solía decirle a una de sus sobrinas “ponte detrás de la puerta y oirás la que voy a organizarle a tío Ruperto” y cuando la otra le decía “¿pero por qué, si no ha hecho nada?” la perversa tía contestaba “para que no olvide quién manda.”

Hace no mucho tiempo leí la interminable biografía del Doctor Johnson, escrita por James Boswell, su inseparable amigo incluso en el disparatado viaje a las Hébridas, rodeando Escocia. Samuel Johnson es un claro ejemplo de la excentricidad de ese país, personaje siempre presente en el mundo intelectual inglés, a pesar de que su más excelsa obra no sea suya, sino de su incansable amigo Boswell, que pasó la vida anotando los cientos de miles de palabras que el doctor pronunciaba sobre cualquier asunto, supiera o no de él. Decía Johnson que “un hombre, por pocas pretensiones espirituales que tenga, jamás consentirá en alejarse de Londres. Cuando un hombre está harto de Londres, está harto de la vida, porque allí se encuentra todo lo que la vida puede dar”.

Eran las siete de la mañana, yo tenía 20 años y era mi primer día en la residencia en Hampstead, zona de extravagantes intelectuales, artistas famosos y ricos judíos cultos al noroeste de Londres. Sentado a la mesa del aséptico comedor, me encontraba paralizado ante la visión del plato que tenía ante mí. Un arenque tieso y seco como una estaca y una rebanada de pan de molde. También seca. Y un vaso de plástico con té hirviente extraído de una complicada máquina. “Highly sophisticated system”, decía un letrero de latón adosado a la curvatura del pequeño bidón de cristal.

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