Una Cierta Mirada
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El sanchismo y el derecho, esa mezcla imposible
La praxis del sanchismo desde su acceso al poder ha consistido en ir desmontando la acción legislativa y judicial destinada a proteger al Estado constitucional de las agresiones de sus enemigos, a la vez aliados del Gobierno
Estamos abordando el debate de la amnistía con varios meses de retraso. La realidad no es solo que la amnistía está acordada desde el mes de agosto, como aclaró Junqueras en la puerta del Congreso. Es que, en la práctica, está consumada desde el funesto día en que el BOE publicó la norma subversiva que dejó la Constitución española desprotegida de los ataques no armados contra ella. El engendro legislativo que ahora se cocina entre la Moncloa y Waterloo solo servirá para formalizar y llamar de una vez por su nombre lo que es una realidad material desde que se suprimió el delito de sedición, único aplicable a sublevaciones institucionales como la que se produjo en Cataluña en el otoño de 2017.
Si mañana en el Parlamento catalán —o el vasco, o cualquier otro— celebraran una sesión como las del 6 y 7 de septiembre, derogaran la vigencia de la Constitución y del Estatuto de Autonomía y, a continuación, proclamaran la independencia de su territorio —y con ella, la mutilación de España—, los fiscales y los jueces estarían completamente desarmados para responder penalmente a esa actuación, por el simple hecho de que no existiría en el Código Penal ningún delito del que acusar a los responsables del desafuero.
No sería rebelión, puesto que no habría violencia. No existirían desórdenes públicos, puesto que no puede considerarse así a una sesión parlamentaria. Tampoco malversación, puesto que ni siquiera sería preciso desviar fondos públicos para organizar un referéndum ilegal (figura penal que tampoco existe en el vigente Código Penal). La nueva declaración de independencia encontraría su fundamento de legitimidad en la mascarada del 1 de octubre, que con la ley de amnistía que Sánchez se dispone verosímilmente a validar se convertiría en un acto democrático genuino reprimido brutalmente por un Estado opresor. Exactamente, la doctrina que Puigdemont pregona en Europa desde que se fugó escondido en el maletín de un coche, un acto granuja que los futuros libros de texto de las escuelas relatarán cono hazaña patriótica.
Así pues, en un escenario semejante —en absoluto inverosímil—, la enérgica reacción del poder judicial frente a la insurrección de 2017 sería inviable y los hechos quedarían forzosamente impunes. El único instrumento que le quedaría al Estado sería recurrir de nuevo al artículo 155, pero este es por definición transitorio, carece de contenido jurídico-penal y, sobre todo, le costaría al Gobierno de Sánchez dos cosas que no está dispuesto a asimilar: depender de la ayuda del PP en el Senado y verse en minoría en el Congreso por el abandono en masa de todo el bloque nacionalista.
La amnistía, repito, es un hecho desde que el Estado constitucional se desarmó con aquella reforma del Código Penal. Ella estableció en España el estado de impunidad para las asonadas contra la Constitución, siempre que no medie violencia física. Solo falta —y esa es la función de la amnistía que se negocia— poner un puente de plata para que el fugitivo Puigdemont entre bajo palio en Barcelona, se presente a las elecciones catalanas, construya una nueva mayoría independentista y proceda, cuando considere conveniente, a declarar la república catalana sin temor a ninguna reacción defensiva del Estado, previamente maniatado por sus propios gobernantes.
En ese momento, Sánchez explicará a la nación así mutilada que, finalmente, logró desinflamar por completo el contencioso catalán. A la desinflamación por la capitulación. Todo ello, por siete balas de plata, los siete escaños puigdemoníacos que garantizarán a Sánchez una legislatura más en el poder. El resto del precio del chantaje no serán los 450.000 millones que se ha inventado Puigdemont como deuda histórica: pero quiten un cero a esa cifra y no quedarán muy lejos de lo que Sánchez está dispuesto a pagar —con el dinero del resto de los españoles— por quedarse una temporada más en el sillón de la Moncloa, construyendo progresismo.
Es un ejercicio inútil reprochar machaconamente su cinismo a un cínico consumado y, precisamente por su virtuosismo en ese arte, exitoso. Es como reprochar a un ilusionista que sus números tienen truco. Personalmente, me irritan progresivamente los aspavientos de escándalo de quienes, a estas alturas, tienen derecho a todo menos a la sorpresa. Los "¡No me lo puedo creer!" y "A eso no se atreverá" de quienes, en el fondo, ya solo buscan coartadas para seguir uncidos a un carro que saben definitivamente putrefacto. Exhibir una y otra vez la hemeroteca del sanchismo es una forma estéril y, en cierto sentido, hipócrita, de perder el tiempo. Sí, el tipo es un embustero compulsivo con claros rasgos psicopáticos en su relación con el poder. No es el primero ni será el último en la historia.
Sánchez ha construido gran parte de su poder de la forma que pedía Sabina: que sus mentiras parezcan mentira sin que —añado yo— ello importe gran cosa. En esta fase, lo más peligroso, a mi juicio, es esa práctica, cada vez más acentuada, de transformar sus sucesivas contorsiones tácticas en doctrina política. Doctrina de chatarra, si quieren, pero altamente nociva en la medida en que existe un ejército de corifeos y apóstoles disponibles para difundirla como la verdad revelada.
“Una crisis política nunca debió derivar en una acción judicial” es, si se toma seriamente, una de las frases más peligrosas pronunciadas por alguien acostumbrado a coquetear con el peligro. No perdamos un segundo recordando todas las afirmaciones en contrario del mismo sujeto en el pasado recentísimo, ni nos tranquilice la certeza de que esta, como todas las suyas, vale tanto como el tiempo que tarda en salir de su boca. Si hubiera nuevas elecciones, con la misma campanudez sostendría exactamente lo contrario en función de su estrategia de campaña.
Pero ello no resta un gramo de gravedad al disparate. La praxis del sanchismo desde su acceso al poder ha consistido en ir desmontando, pieza por pieza, la acción legislativa y judicial destinada a proteger al Estado constitucional de las agresiones de sus enemigos, a la vez aliados del Gobierno. El siguiente paso es elevar un conjunto de recursos tácticos de supervivencia a la categoría de doctrina política de validez universal.
“Desjudicializar la política”, enunciado como axioma, es sinónimo de deslegalizarla; si lo prefieren, de desconectar el ejercicio del poder del principio de legalidad, haciendo prevalecer el primero sobre el segundo. Es establecer un espacio de excepcionalidad jurídica, en el cual todo aquello que se hiciera en el ámbito de la política quedaría exento de reproche penal (siempre y cuando, por supuesto, el delito lo cometiera el administrador del dogma o sus aliados: en caso contrario, la presunción de culpabilidad y la exigencia de castigo ejemplar caería como un pilón sobre el opositor).
“Un problema político se resuelve en la política”. Bella idiotez. Un problema médico se resuelve en la medicina, salvo si en su curso se producen hechos criminales. Una operación quirúrgica es un mero acto médico; pero si el cirujano se dedica a destripar a sus pacientes, digo yo que algo tendrán que hacer al respecto la policía y los jueces, y solo un imbécil o un golfo protestarían por “la judicialización de la medicina”.
Con la llamada “desjudicialización de la política” (es decir, con la expulsión del imperio de la ley del ámbito de la acción política y la resolución de los conflictos derivados de ella) se compran íntegramente los discursos de raigambre populista y vocación autoritaria que corroen desde la raíz los fundamentos del Estado de derecho, que es la cosa más civilizada que ha inventado el ser humano en muchos siglos. La política no es otra cosa que la aplicación práctica de la ley en beneficio del interés colectivo. Si a la acción política se le quita la red de la cobertura de la ley, administrada por una Justicia independiente, estamos en la barbarie, donde siempre se imponen los poderosos. Es una idea injusta, primitiva y retrógrada, y repugna escucharla a quien se intitula progresista.
Una cosa es trajinar un pacto político de supervivencia recíproca con un presunto delincuente como Puigdemont, apadrinado por la ultraderecha supremacista europea, y otra justificarlo teorizando enormidades reaccionarias, que no lo son menos por ampararse bajo una sigla que, para algunos, posee propiedades higiénicas universales, capaces históricamente de amparar causas nobles, pero también de ennoblecer auténticas bellaquerías. Como es el caso.
Entre el sanchismo y el derecho, me quedo con el derecho. Entre la sigla y la razón, apuesto por la razón. Cuando la discrepancia deja de afectar a la táctica o la estrategia y afecta a los principios, la supuesta lealtad pasa a ser complicidad. A partir de ahí, que cada uno haga lo que le deje más tranquilo. No más tranquilo con su biografía, sino con su conciencia y su sentido cívico, aquí y ahora.
Estamos abordando el debate de la amnistía con varios meses de retraso. La realidad no es solo que la amnistía está acordada desde el mes de agosto, como aclaró Junqueras en la puerta del Congreso. Es que, en la práctica, está consumada desde el funesto día en que el BOE publicó la norma subversiva que dejó la Constitución española desprotegida de los ataques no armados contra ella. El engendro legislativo que ahora se cocina entre la Moncloa y Waterloo solo servirá para formalizar y llamar de una vez por su nombre lo que es una realidad material desde que se suprimió el delito de sedición, único aplicable a sublevaciones institucionales como la que se produjo en Cataluña en el otoño de 2017.
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