Los lirios de Astarté
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La isla de nuestro tesoro
La historia del rubí de La Alhambra que terminó engastado en la corona de los monarcas británicos
Sonaban las gaitas tras el féretro con los restos mortales de Isabel II de Inglaterra en su traslado hasta la Abadía de Westminster, imponente gótico inglés de naves que se disparan al cielo. Sobre el suelo ajedrezado de la abadía, la reina caída en el jaque inevitable de la muerte.
Entierran a Isabel II en la Capilla de San Jorge del Castillo de Windsor, considerada la segunda residencia real en uso más antigua de Europa tras el Real Alcázar de Sevilla. Lugar de retiro, de refugio, de escapada. Unos tienen un apartamento en Chipiona y otros un castillo en Balmoral y otro en Windsor. Este último con 900 años de historia que arrancan tras la conquista normanda en el siglo XI y levantado para defensa y dominio estratégico en torno a Londres.
De atalayas estratégicas y lugares de retiro podía presumir Pedro I de Castilla, desde el Alcázar de Carmona, en el punto más alto de la comarca de los Alcores. Mirador medieval, ojos entornados, perdidos en la inmensidad de la campiña sevillana. Atraído por las bondades de un enclave privilegiado, ordenó el rey restaurar en el siglo XIV una fortificación anterior de posible origen almohade de la que no quedan vestigios arqueológicos. Un siglo después, otra Isabel, católica y no anglicana, ordenó construir en el mismo recinto el cubete, el primer espacio dedicado a la artillería levantado en la Península Ibérica.
La fortificación carmonense se restauró siguiendo el modelo del palacio mudéjar que el rey había levantado en el Real Alcázar sevillano. Arquitectura simbólica que legitima el poder de un rey amenazado, amigo y aliado de otro monarca acorralado, afincado en otra fortaleza legendaria y depuesto de su trono nazarí. Muhammad V y Pedro I, viejos inquilinos de esta columna.
Otro Muhammad, el Bermejo, pelirrojo de piel blanquísima cual inglés que llora la pérdida de la reina Isabel, la anglicana y no católica, había utilizado el manual de las malas artes para erigirse como rey en la Granada nazarí. Pero la gloria terrenal es efímera y el Bermejo pronto se vio pagando caro desmanes y tropelías. Buscando con desesperación la alianza de Pedro I, echó mano del tesoro que guardaban los muros de La Alhambra y encaminó sus pasos a Sevilla dispuesto a comprar la voluntad del rey castellano a base de rubíes. Ingenuo el nazarí pelirrojo, pensaba que aquel al que apoyaban el Cruel o Justiciero, iba a quedar cegado por el brillo líquido de las joyas granadinas y pasar por alto lo de la golfada a su colega.
Llegó el Bermejo al Real Alcázar y allí mismo mandó el monarca prenderlo junto al séquito que le acompañaba. Alanceado y decapitado por el propio Pedro I en los campos de Tablada, cerca de donde quinientos años antes se había enfrentado el emir de Córdoba con un ejército de vikingos. Su cabeza fue enviada a Granada como obsequio y prueba de muerte a Muhammad V, ya repuesto en el trono. Volvió la cabeza bermeja, pero no lo hizo el tesoro, que quedó custodiado entre azulejos y yeserías mudéjares del Real Alcázar esperando un nuevo destino.
Tesoros que pagan favores y ejércitos como el de Eduardo de Woodstock, el Príncipe Negro de negra armadura, que acudió a la llamada del rey castellano que se enfrentaba a su hermanastro Enrique de Trastámara. Como pago a sus servicios (cumplió el inglés en la Batalla de Nájera), se acordó Pedro I del tesoro nazarí requisado de manera poco ortodoxa. De entre todas las joyas del cheque al portador, una espinela con alma de rubí fue rebautizada como el rubí del Príncipe Negro, el primer príncipe de Gales que no llegó a ser rey de Inglaterra y al que casi emula Carlos, III de su casa, a quien le llega la corona con edad para un retiro dorado junto a Camila. Vaya papeleta a estas alturas, Charles.
Corona en la que se engastó el rubí de La Alhambra en tiempos de la reina Victoria y que pasó por la testa de distintos monarcas británicos hasta descansar sobre el estandarte real de Isabel II, bajo el cielo abovedado de Westminster, en su último servicio a Her Majesty.
Tesoros que son guardianes de la Historia. En Londres o en el “Campo de las Canteras” de Carmona, en la tumba de Servilia, la hija de un prefecto romano que construyó para honrar la memoria de su niña el mejor recinto funerario en la Hispania romana. Allí, en el último lugar de descanso de la pequeña de los Servilios, que no era reina pero su tumba era digna de serlo, el hallazgo de un tesoro de monedas de Pedro I cierra el círculo desde lo alto de la acrópolis carmonense, en un atardecer de reflejos rubíes y ecos lejanos de gaitas.
Sonaban las gaitas tras el féretro con los restos mortales de Isabel II de Inglaterra en su traslado hasta la Abadía de Westminster, imponente gótico inglés de naves que se disparan al cielo. Sobre el suelo ajedrezado de la abadía, la reina caída en el jaque inevitable de la muerte.