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Primer golpe: la Pasión
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María José Caldero

Los lirios de Astarté

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Primer golpe: la Pasión

Una ventana a la Pasión en una tierra de pasiones, sin gavilanes pero con vencejos. A Andalucía se le cambia la carita cuando la primavera viene asomando, y vamos a dar hasta el preámbulo del Domingo de palma

Foto: Prendimiento de Cristo, del taller de Luis de Vargas. (Museo de Bellas Artes de Sevilla)
Prendimiento de Cristo, del taller de Luis de Vargas. (Museo de Bellas Artes de Sevilla)

Se adivina antes el olor que la presencia atmosférica. Dejando atrás la turistificada plaza sevillana de El Salvador y embocando la calle Córdoba, la nube de incienso que emana de un incensario cocido en los hornos de la calle Alfarería de Triana justifica el sentido del olfato en quienes ralentizamos el paso ante el antiguo alminar de la mezquita de Ibn Adabbas para descubrir los tesoros aromáticos de la familia Fiances.

Una ventana a la Pasión en una tierra de pasiones, sin gavilanes pero con vencejos. Que a Andalucía se le cambia la carita cuando la primavera viene asomando, es tan cierto como que dos más dos son cuatro. Y no son cuatro, sino tres, los golpes de martillo que vamos a dar hasta el preámbulo del Domingo de palmas, de estreno y de infancias recuperadas.

“¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?”

La decepción más amarga modulan las palabras del que va a ser prendido en el Huerto de los Olivos. El pintor manierista sevillano Luis de Vargas plasma en 1562 en una pintura sobre tabla, pasada a lienzo posteriormente, el episodio que recoge el Evangelio de san Juan y que supone el inicio de la Pasión de Cristo. Como una coreografía perfectamente ensayada, los personajes se interrelacionan en una escena de ritmo dinámico, con una cadencia narrativa ajustada como un guante a los hechos que se suceden.

placeholder Santo Cristo de la Caridad. (Pedro Roldán)
Santo Cristo de la Caridad. (Pedro Roldán)

En un arrebato, san Pedro le corta la oreja a Malco, Judas corrompe todos los besos del mundo con su traición, Jesús se entrega sin resistencia, sabe la magnitud de lo que se le viene encima, el malva de su túnica será mancillado por manos manchadas de sangre inocente, la fuerza rotunda de los volúmenes de los soldados romanos contrasta con las formas delicadas y elegantes del Maestro. El huerto está oscuro, apenas iluminado por el destello de una antorcha y por los reflejos iridiscentes de los verdes, rosas y morados en una armonía cromática característica de la obra del artista.

Quince años en Italia, principalmente en Roma, le sirvieron a Luis de Vargas para empaparse del clasicismo de Rafael y de la monumentalidad de Miguel Ángel, sobre todo, a través de la obra de Pierino del Vaga, convirtiéndose en uno de los pintores más importantes del siglo XVI en España.

“Mira, ánima mía, cuál estaría allí aquél mancebo hermoso y vergonzoso... tan maltratado y tan avergonzado y desnudo. Mira cómo aquella carne tan delicada, tan hermosa como una flor de toda carne, es allí por todas partes abierta y despedazada”. Las palabras de fray Luis de Granada parecen dirigir nuestra mirada hacia Cristo contemplado por el alma humana de Velázquez, donde el que fue prendido ya ha conocido la hiel y el dolor físico en la piel castigada por la vara de abedul y el flagrum que aparecen en el primer plano de la escena.

Foto: La pintura que se subastará el próximo febrero en Nueva York. (Getty Images/Wiktor Szymanowicz)

Un ángel, que reproduce los tipos populares velazqueños, acompaña a la personificación del alma, un niño que dirige su mirada conmovida hacia un Cristo de cuerpo heroico y rostro doliente tras haber sufrido el castigo de la flagelación. Pilato sabe que es inocente y, queriendo evitarse líos, lo manda azotar, confía en que sea suficiente, pero hay un hambre que solo sacia la muerte ajena.

“Y salió Jesús, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: ¡He aquí el hombre!”. Y el hombre había transmutado su materia en madera policromada de un taller granadino del siglo XVII. El bastetano José de Mora, gloria de la escultura barroca granadina, lo ha revestido con la túnica púrpura que sirvió para burla, la soga sigue colgando del cuello surcado por regueros de sangre, una sangre que se agolpa en la frente amplia que porta la corona de espinas, sangre que asoma por la comisura de la boca entreabierta y alcanza la barba bífida de un rostro anguloso de largas cejas enarcadas, la mirada baja, la nariz larga y afilada y los ojos hundidos bajo el peso de todos los males del mundo.

Sabemos que el Ecce Homo de Mora ha sufrido lo que no está en los Escritos, pero no es la realidad del castigo físico lo que proyecta José en su obra. Se aleja del naturalismo para acercarse a la idealización de su maestro Alonso Cano buscando llevarnos al terreno de lo místico y, quizá, proyectar en la melancolía de sus imágenes un mundo interior de emociones reprimidas.

Emociones que no reprimió la turba que reclamaba a Pilato la crucifixión del que se autoproclamaba Hijo de Dios.

Foto: Detalle del 'Cristo crucificado' de Velázquez.

“Entonces Pilato, viendo que nada adelantaba, sino que más bien se promovía tumulto, tomó agua y se lavó las manos delante de la gente diciendo: Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis".

No hay nada que hacer. El agua cae de las manos de Pilato al suelo del pretorio y comienza el camino sin retorno. Cristo abraza la Cruz por el stipes, los bajos de la túnica blanca, le llamaban loco, se arrastran por la tierra de la Vía Dolorosa. Luis de Vargas, otra vez el bueno de Luis, ha pintado el fresco para la pared de la capilla de la hermandad del Sagrario en las gradas de la Catedral de Sevilla. El pueblo empezará a llamarle el “Cristo de los ajusticiados” porque a él dirigían sus últimos rezos y súplicas los reos condenados a muerte que, en un carro escoltado por la guardia, pasaban ante su mirada compasiva de camino a la Plaza de San Francisco, donde esperaban los verdugos.

placeholder Feligreses participan en una representación de la pasión de Cristo. (EFE/Francisco Guasco)
Feligreses participan en una representación de la pasión de Cristo. (EFE/Francisco Guasco)

En la plaza mayor de la ciudad terminaba la Vía Dolorosa de estos reos y en el Monte Gólgota la de Cristo. Tres caídas durante el trayecto le han destrozado las rodillas, ha escuchado el llanto desconsolado de su madre y del resto de mujeres que le seguían. “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos”.

Cuando llega al lugar elegido para el final, extramuros y de frecuente paso para que sirva de escarnio, liberado momentáneamente del peso de la Cruz, Jesús clava sus descarnadas rodillas en la tierra del Gólgota. Pedro Roldán ha realizado a golpes profundos de gubia la obra de mayor dramatismo de su producción, el Santo Cristo de la Caridad. La soga, de Mora a Roldán, sigue asida a su cuello y maniata unas manos que se unen en un gesto implorante. Eleva la cabeza y los ojos van en busca del Padre. La encarnadura muestra lo inhumano del castigo, la sangre tiñe el sudario de cortes profundos de gubia y claroscuros que acentúan el patetismo de la imagen.

Llega la hora. Están preparados los clavos de herrero y la madera de pino de la Cruz redentora. Solo queda esperar el segundo golpe.

Se adivina antes el olor que la presencia atmosférica. Dejando atrás la turistificada plaza sevillana de El Salvador y embocando la calle Córdoba, la nube de incienso que emana de un incensario cocido en los hornos de la calle Alfarería de Triana justifica el sentido del olfato en quienes ralentizamos el paso ante el antiguo alminar de la mezquita de Ibn Adabbas para descubrir los tesoros aromáticos de la familia Fiances.

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