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Iglesias, Montero y la niñez política
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Estefania Molina

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Iglesias, Montero y la niñez política

El Gobierno corre el riesgo de quedar sepultado bajo esa forma de proceder, que abandera la formación morada, en la que las formas del Estado aparecen como secundarias

Foto:  El líder de Unidas Podemos, Pablo Iglesias (i), y la portavoz del grupo parlamentario, Irene Montero. (EFE)
El líder de Unidas Podemos, Pablo Iglesias (i), y la portavoz del grupo parlamentario, Irene Montero. (EFE)

Lo que esconde la trifulca en Moncloa de esta semana a cuenta de la Ley de Libertades Sexuales es el hundimiento de esa visión bisoña de la política que anida en una parte de Podemos y que llevan abanderando desde su llegada al Congreso. Esa idea de que todo es posible si se desea, que la política va solo de voluntades, que ustedes no hacen esto porque no quieren, o porque son "machistas". Pero lo cierto es que con el Estado ha topado la facción podemista: contra un procedimiento legislativo, contra un 'savoir-faire' tecnocrático que, aún con sus pies de barro, salvaguarda y aporta garantías al Gobierno.

Pasa que el poder Ejecutivo está más cerca de la administración pública y de la gestión jurídica que del relato y la consigna. Son dos visiones muy diferentes de la política. Sin embargo, lo único que se sabe a día de hoy del anteproyecto de ley de la ministra Montero es que debía llegar al 8-M para hacer la proclama ante el movimiento feminista.

Ahora bien: su desarrollo técnico ha traído polémica y sigue aún en una especie de limbo. Y en democracia, eso invierte necesariamente medios y fines: el articulado de una ley es un objetivo en sí mismo, no una nueva forma de hacer la comunicación política.

Aunque tampoco se trata de conformarse con la distopía legal que ilustra Franz Kafka en su libro 'El Proceso'. Josep K, ese ciudadano que queda atrapado en la irracionalidad del derecho administrativo, en un entramado legal que cuando más avanza uno en él, más pierde el sentido. No se trata de volver a las esencias tecnocráticas obviando el proyecto, por lo que tanto se criticó al gobierno de Mariano Rajoy. Gobernar es un asunto tan elevado que, para hacerlo, hace falta tener la carga ideológica —en eso no escatima Podemos— pero sin confundir actos y hechos jurídicos con demás deslices políticos.

Foto: Primera reunión de la mesa permanente de seguimiento del acuerdo de coalición, el pasado 20 de febrero en el Congreso. (EFE)

Precisamente, esa visión es perniciosa si no asume que los tiempos y las limitaciones a veces son legales, no culpando al ministro de al lado, que me tiene manía. Todo era más sencillo cuando se trataba de parafrasear en abstracto a Laclau, filósofo del populismo. Pero gobernar no va de eso. Ser ministro consiste en gestionar los asuntos del día a día, en mostrar solvencia técnica, cuando no rodearse de un equipo con capacidad de aportársela a uno. Gobernar en España, irremediablemente, lleva el sello Aranzadi —editorial que publica manuales sobre derecho, muy conocida entre quienes estudian oposiciones—.

Obviar eso solo llevaría a una trampa de autoengaño contraproducente. En primer lugar, facilitar que la ley sea enmendada y ridiculizada en el Congreso. Segundo, abrirle camino a la oposición para que lleve el texto al Tribunal Constitucional —Vox y el Partido Popular ya pueden ir afilando los recursos—. Y, todo ello, a riesgo de confesar ante las bases que su relato de hace cuatro años era erróneo, porque el aparato gubernativo sí tiene sus diques y se aleja del 'todo es posible' del discurso populista. Lo sabe el ministro de Consumo, Alberto Garzón, que sintió el vértigo de ir más allá en su Ley del Juego.

"Obviar eso llevaría a una trampa de autoengaño contraproducente. En primer lugar, facilitar que la ley sea enmendada y ridiculizada en el Congreso"

Sin embargo, el gobierno de Pedro Sánchez corre el riesgo de quedar sepultado bajo esa forma de proceder que abandera la formación morada. Donde las formas del Estado aparecen como secundarias y cada cual puede interpretar el organigrama a su antojo. Qué importa la tarea económica concienzuda de ministros como José Luis Escrivá o Nadia Calviño o los esfuerzos del titular de Sanidad, Salvador Illa, si al final del día la polémica es que, nuevamente, la facción morada logra rellenar titulares y aparece la ministra Yolanda Díaz anunciando un manual sobre coronavirus, en medio del pánico de trabajadores y empresas.

Aunque la algarabía solo tiene sentido ante al pecado original de cómo se distribuyeron las competencias en el Gobierno de coalición. El vicepresidente del gobierno, Pablo Iglesias, entra a todos los temas, de un lado, como jefe político de su formación. Por otro, sucede que las competencias de la Agenda 2030 y el departamento de Derechos Sociales son difusas y dejan al vicepresidente en terreno confuso. Finalmente, a Podemos se le adjudicaron de los ministerios más golosos, con más carga ideológica y menos presupuesto. Así se cubrió la espalda Sánchez, ante los posibles terremotos de gestión.

"Sin embargo, el gobierno de Pedro Sánchez corre el riesgo de quedar sepultado bajo esa forma de proceder que abandera la formación morada"

Pero el temor atroz de Podemos a decepcionar no puede condicionar la normalidad de cómo funciona la administración pública y el Ejecutivo. No se puede bailar al son de paliar su desgaste gubernamental por el hecho de haber entrado a las instituciones. Porque la decisión de abandonar la oposición fue suya y la madurez política también pasa por asumir la responsabilidad por los aciertos propios, aunque también por los errores mismos. El riesgo de la niñez política.

Lo que esconde la trifulca en Moncloa de esta semana a cuenta de la Ley de Libertades Sexuales es el hundimiento de esa visión bisoña de la política que anida en una parte de Podemos y que llevan abanderando desde su llegada al Congreso. Esa idea de que todo es posible si se desea, que la política va solo de voluntades, que ustedes no hacen esto porque no quieren, o porque son "machistas". Pero lo cierto es que con el Estado ha topado la facción podemista: contra un procedimiento legislativo, contra un 'savoir-faire' tecnocrático que, aún con sus pies de barro, salvaguarda y aporta garantías al Gobierno.

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