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Estefania Molina

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Pablo Iglesias, y la jugarreta con Bildu

A Iglesias quizás no se le conocerá hazaña reseñable como gestor o ministro, pero si algo tiene es un olfato político capaz de manejar los tiempos para descarrilar adversarios

Foto: Pablo Iglesias consulta su teléfono desde su escaño del Congreso. (EFE)
Pablo Iglesias consulta su teléfono desde su escaño del Congreso. (EFE)

A Pablo Iglesias quizás no se le conocerá ninguna hazaña reseñable como gestor del Gobierno o ministro, pero si algo tiene el líder de Podemos es un olfato político capaz de manejar los tiempos afiladamente para descarrilar a sus adversarios. Aglutinó a los independentistas para que apoyaran a Pedro Sánchez en la moción de censura contra Mariano Rajoy en 2018; logró meterse en el Consejo de Ministros hace un año con la repetición de elecciones y el hundimiento de Albert Rivera; y esta semana ha sacudido el tablero en una jugada sin parangón con Bildu, sublevando a destacados barones del PSOE y anunciando la lucha de poder que se viene en España a medio plazo.

Y es que Iglesias parece haber asumido que solo si Sánchez depende excesivamente de los socios plurinacionales (Bildu, ERC…), Podemos tendrá algún sentido como necesario aglutinador de ese amalgama, alguna utilidad, en esencia, como partido menguado en la política española y la coalición gobernante. Eso pasa por mantener a la derecha lo más alejada del PSOE posible, y presentarse como el garante de ese parapeto, tal que los morados no acusen el desgaste de los giros centristas de Sánchez con Inés Arrimadas o Pablo Casado. Esto es, aceptar en beneficio propio la perpetuación de la doctrina de los bloques tan polarizados izquierda-derecha que habitan en el Congreso.

Foto: La ministra de Hacienda, María Jesús Montero (d, delante), recibe los aplausos de sus compañeros de partido en el Congreso. (EFE)

Sucede que a Iglesias le incomodaba profundamente Ciudadanos desde hace meses, cuando la formación naranja prometió diluir a los morados en su intervención en los pactos de gobierno. De ahí, que el líder morado se levantara la mañana en que se tramitaban los presupuestos a informar de que el partido de Arnaldo Otegi era parte de la "nueva dirección de Estado". Era cuestión de horas que una Arrimadas presionada internamente estallara hasta decir basta, frente a la matrioska presupuestaria que se estaba arremolinando en torno a la coalición de izquierdas, con 'topping' plurinacional, antimonárquico.

Pero eso no es todo. El mismo PP se ha empezado a convertir en una pieza muy incómoda para el podemismo ­—sorpresivamente—. Casado pilló a Podemos con el pie cambiado durante la moción de censura de Vox, al desmarcarse de Santiago Abascal. Existe la hipótesis incluso de que el PP podría empezar a cortejar al PSOE en un futuro no muy lejano. El intento podría poner contra las cuerdas a la izquierda, tras tanto aclamar esta que se prescindiera de Vox. Esa circunstancia resultaría temible para Podemos, y tanto es así, que la cercanía sobrevenida con Bildu ha tenido ya una primera consecuencia. El Partido Popular vuelve a dilatar la renovación del Consejo General del Poder Judicial ahora que se auguraban visos de pacto.

Si bien, la cuestión es por qué Sánchez no se planta públicamente. Es decir, si es que existe un ala del gobierno que no desea perder a Ciudadanos, o un ala del Ejecutivo tan incómoda con la jugarreta de Iglesias con Bildu. De un lado, porque Iglesias ha logrado elevar el coste de que el PSOE rompa con el pack plurinacional, que es un conjunto formado por demasiados partidos (BNG, Bildu, ERC, PDeCAT, PNV…). Si Sánchez decide romper en público, Podemos gana en su dominio de la escena, el fondo político, y la táctica. La evidencia fueron las elecciones del pasado 10-N, que demostraron que el PSOE no puede alejarse del flanco plurinacional y abrazarse a Cs, a riesgo de sangría electoral. La campaña patriótica del PSOE de 2019 distó de ser un éxito, pues perdió tres escaños e Iglesias se hizo con cinco ministerios.

Con todo, la forma de arrastrar los pies del presidente del Gobierno, el silencio en este asunto, haría sospechar que en —cierto modo— la normalización de Bildu en los pactos beneficia implícitamente a Sánchez de cara a la repartición de cuotas de poder a largo plazo. Con Ciudadanos eso no es posible, puesto que Arrimadas no ha proporcionado ningún poder territorial al PSOE. Ferraz siquiera logró hacerse con la Comunidad de Madrid a través de una posible moción de censura a Isabel Díaz Ayuso. Quizás eso le habría dado puntos a Arrimadas para cerrar un acuerdo entero para los presupuestos, como comenté hace unas semanas. Por otra parte, el hundimiento notorio de Ciudadanos es un potencial caladero de voto para PP y PSOE.

La realidad es que el ala plurinacional tiene más capacidad de multiplicar poder territorial para la izquierda. En Navarra, porque la abstención de Bildu dio la presidencia a María Chivite en 2019. En Euskadi, se ha rumoreado con la posibilidad de un tripartito de izquierdas, aunque la geometría ha devuelto el gobierno al PNV junto a los socialistas vascos. En Cataluña, la única forma de apartar a Junts per Catalunya y a Carles Puigdemont del control de la Generalitat es que Esquerra Republicana gane las elecciones y pueda gobernar en solitario con apoyo externo de Comunes o PSC. En Extremadura o Castilla-la Mancha, el desmarque de los barones Page y Vara también es una forma de reafirmar su distancia con la línea de Moncloa.

Asimismo, consolidar el eje plurinacional reduce las posibilidades de que la derecha gobierne en muchos años. De un lado, porque la adhesión al bloque se vuelve por un motivo identitario frente a populares y voxitas. No hace falta que Sánchez ceda ya demasiado para que Gabriel Rufián, o el PDeCAT decidan que, o se está con la amalgama plurinacional, o con la amalgama de PP-Vox. La derecha queda así acorralada ante la incapacidad de ampliar sus apoyos con partidos como Junts per Catalunya, la antigua Convergencia, pasada por el tamiz del 'procés' independentista —cobijo que sí puede encontrar Sánchez con un buen número de nacionalistas—.

Foto: La presidenta de Ciudadanos, Inés Arrimadas. (EFE) Opinión
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Ese elemento es crucial, porque España vive una especie de fenómeno neocantonalista, en que los partidos regionalistas, independentistas, nacionalistas, cada vez son más importantes en el peso de la gobernabilidad. Se aprecia en el Congreso, se apreció en el mapa autonómico de elecciones vascas y gallegas. El BNG crece en Galicia frente a Podemos, el propio Bildu crece frente a Podemos en el País Vasco.

Por consiguiente, la derecha tiene un serio problema para recuperar el poder en solitario y sin los nacionalistas, más allá de contar con formaciones como Foro Asturias, Unión del Pueblo Navarro, y quién sabe si el PNV alguna vez. Un PNV que además, ve laminado su poder exclusivo en el Congreso, con el protagonismo recientemente adquirido por Bildu para futuros pactos.

A fin de cuentas, Pablo Iglesias no da puntada sin hilo, y la jugarreta parece ir ya más allá del tuit del vicepresidente en la fría mañana presupuestaria.

A Pablo Iglesias quizás no se le conocerá ninguna hazaña reseñable como gestor del Gobierno o ministro, pero si algo tiene el líder de Podemos es un olfato político capaz de manejar los tiempos afiladamente para descarrilar a sus adversarios. Aglutinó a los independentistas para que apoyaran a Pedro Sánchez en la moción de censura contra Mariano Rajoy en 2018; logró meterse en el Consejo de Ministros hace un año con la repetición de elecciones y el hundimiento de Albert Rivera; y esta semana ha sacudido el tablero en una jugada sin parangón con Bildu, sublevando a destacados barones del PSOE y anunciando la lucha de poder que se viene en España a medio plazo.

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