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Joan Tapia

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Rajoy paga el teatro y Mas lo llena

El separatismo quería hacer del juicio a Artur Mas el pistoletazo de salida del referéndum. Lo está consiguiendo

Foto: El expresidente catalán Artur Mas, junto a las 'exconselleras' Joana Ortega (i) e Irene Rigau (d), en la sala del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. (Reuters)
El expresidente catalán Artur Mas, junto a las 'exconselleras' Joana Ortega (i) e Irene Rigau (d), en la sala del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. (Reuters)

Desde el pasado sábado estamos sumergidos en el gran espectáculo del juicio contra Artur Mas y dos de sus consejeras por desobediencia al Tribunal Constitucional cuando la consulta participativa del 9-N de 2014.

Todos los gastos del espectáculo los está sufragando el presidente Rajoy, que ordenó a la Fiscalía imputar a Artur Mas (el fiscal Torres Dulce dimitió poco después) por una consulta sin ningún valor jurídico que convocó a las urnas de cartón a 2,3 millones de catalanes (el 33% del inexistente censo de convocados), de los que el 80% votó a favor de la independencia. Fue emocionalmente bastante más que una gran manifestación independentista, porque puso de relieve que algo grave y quizás irreparable sucedía entre Cataluña y España, como ya antes el presidente Montilla había señalado al advertir de la desafección.

Pero aquella consulta no tuvo —ni podía tener— ningún efecto jurídico. Y por eso Rajoy la toleró, pese a que ya había sido prohibida por el Constitucional. Se dirá —con toda la razón— que el Gobierno de España la toleró para evitar males mayores. El argumento es muy razonable. La foto de algún cuerpo de seguridad desalojando unos autoproclamados colegios electorales no hubiera sido positiva ni para la convivencia interna ni para la imagen internacional de España. Lo que no fue válido —ni razonable— fue permitir la consulta para luego, 'a posteriori', imputar a su inductor porque el éxito fue superior al esperado y porque el 'president' Mas —en un acto de audacia para situarse frente a Oriol Junqueras como el líder indiscutible del separatismo— decidiera comparecer en una multitudinaria rueda de prensa —con presencia de medios internacionales— para jalear su 'victoria'. El entonces portavoz del Gobierno catalán, Francesc Homs, declaró que había un pacto para tolerar la consulta siempre y cuando la Generalitat no sacara músculo, ya que era una consulta que 'oficialmente' corría solo a cargo de voluntarios. Homs fue desmentido luego tanto por el Gobierno español como por Artur Mas, pero tengo la convicción de que lo que dijo tenía —como mínimo— una parte de verdad.

Juzgar a Mas ha servido para revivir a quien estaba casi enterrado desde que, tras sus plebiscitarias, la CUP le forzara a renunciar a la presidencia

Y el juicio, más de dos años después, es todavía más absurdo porque políticamente el gran beneficiario es Artur Mas. Desde entonces, Mas se había convertido en un político no exactamente amortizado pero sí bastante malherido. Las elecciones plebiscitarias de 2015, con lista única con ERC, fueron un fracaso. No solo porque se quedaron en 62 diputados, 12 menos de los que tenían antes por separado, sino porque —para lograr la aquiescencia de ERC— Mas tuvo que 'tragar' ser el cuarto de la lista. Luego la CUP, con 10 diputados y absolutamente necesaria para formar la mayoría independentista, puso como condición 'sine qua non' que Artur Mas —después de perder dos votaciones— retirara su candidatura. Y Mas, el candidato 'business friendly', tuvo que inclinar la cabeza ante los anticapitalistas, dimitir de diputado y dar un paso que dijo que no era atrás sino “al costat” (al lado).

Desde entonces vegetaba en su despacho del Palau Robert, intentando no pasar al olvido y asistiendo a actos como la inauguración de un callejón sin salida dedicado al 9-N en un pueblo de la Cataluña interior. Todo ante la suspicacia creciente de su partido que le propinó un serio revolcón en el congreso de cambio de nombre y cuya nueva cúpula —dirigida por la joven Marta Pascal— le observa con resquemor porque es consciente de que ERC está ya por delante del PDeCAT en todas las encuestas. Los números cantan y Mas ha conseguido que su partido —otrora hegemónico— sea ya la cuarta fuerza en votos (tras el PSC) en las dos últimas legislativas y la tercera en diputados (delante del PSC) en las de junio de 2016.

Foto: El expresidente Artur Mas (c), la exvicepresidenta Joana Ortega (d) y la 'exconsellera' Irene Rigau (i), a su salida del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, tras declarar en el juicio. (EFE)

Pero el teorema Forcadell (en los peores momentos del nacionalismo, la torpeza del Estado español es un seguro que no falla) se ha vuelto a confirmar. Y en un oscuro momento de Mas —un político tenaz y un buen comunicador—, cuando luchaba denodadamente por no caer en las aguas pantanosas de la derrota y el anonimato, se ha abierto el juicio que pretende inhabilitarlo y le ha devuelto al primer plano de la actualidad.

Portada de casi todos los diarios el sábado, domingo, lunes, martes… Y pese a un escepticismo editorial creciente en 'El Periódico' y en 'La Vanguardia', entrevistas en ambos diarios. En el primero, Artur Mas asegura que no estamos ante un juicio legal sino ante un montaje político. En la segunda, el entrevistado es el presidente Puigdemont, que proclama en titulares (no el principal) que “Mas es un activo, no está en la papelera de la historia”.

Lo dicho, Rajoy ha pagado el teatro y los gastos de la representación y Mas lo ha llenado con la protesta de sus fieles, su capacidad de 'agit-prop' y la repetición por tierra, mar y aire de sus promesas y discursos. Hasta el punto de que la importante declaración del líder parlamentario del PPE (el primer grupo en el Parlamento Europeo) de que “la UE no acepta una Cataluña al margen de la Constitución” quedó casi sepultada.

El desconcierto es mayúsculo cuando un diario de Madrid se regocija de que el tribunal haya cortado el intento de politizar un juicio

Pero el pasivo de Rajoy va más allá del altavoz dado a Artur Mas como político perseguido por querer poner las urnas y el impulso a su posible nueva candidatura a la Generalitat (si es condenado, lo más probable es que la sentencia no sea firme cuando se convoquen elecciones). En efecto, el juicio a Mas, Ortega y Rigau —y no digamos el hipotético a Carme Forcadell— es concebido por los separatistas como el pistoletazo de salida de una revuelta permanente con movilizaciones en la calle, que se creen imprescindibles para el momento que Puigdemont convoque el referéndum unilateral. Aunque mientras el eco en los medios de comunicación ha sido muy amplio, la movilización ciudadana no ha alcanzado las dimensiones pretendidas. La Policía Municipal de Barcelona —Ada Colau no quiere líos— habla de 40.000 manifestantes, la cifra oficiosa que barajaba la ANC desde hace días, pero una fuente solvente —entrenada en contar manifestantes— me asegura que no pasaban de 25.000, lo que no deja de ser notable a primera hora de la mañana invernal de un día laborable.

¿A quién le convenía, en vísperas del referéndum unilateral, calentar los motores de las entidades independentistas (Òmnium y ANC), y revitalizar los ánimos, algo alicaídos por las peleas con la CUP, del electorado nacionalista? No desde luego al Gobierno español, aunque muchas veces lo parece (recuerden el teorema Forcadell). Cierto que una vez iniciado un proceso judicial, no es fácil —ni elegante— desactivarlo, aplazarlo o escamotearlo, pero el partido que supo recurrir, cuando el debate del Estatut en el Constitucional, a las habilidades de Federico Trillo, está sobradamente doctorado en esta materia.

La verdad es que el desconcierto político de Madrid se revela en toda su magnitud en la portada de 'El Mundo' de ayer martes que, a cinco columnas, titulaba: “El Tribunal corta el intento de Mas de politizar el juicio”. ¡Si no lo llega a cortar!

Estamos ante la guerra de dos esencialismos, el catalán y el español, y ambos han logrado imponer una imagen denigrante de su contrario

La única explicación es la acentuación hasta la perversión del clima de desconfianza, de desafección extrema, a que se ha llegado por ambas partes y que Antoni Puigverd denunciaba el lunes en un brillante artículo en 'La Vanguardia': “Ahora el pleito enfrenta a dos esencialismos, el catalán de raíz pujoliana, y el español de raíz castellana (…) que tienen la hegemonía. Buscaban derribar los puentes; lo han conseguido (…) se han dedicado a buscar argumentos denigratorios de la otra parte, a aumentar las miserias del adversario con enormes lupas mediáticas. Era necesario que todos nos posicionáramos a favor o en contra de la una y mil maldades que unos y otros se reprochan (…) El estrés argumental ha obtenido su beneficio: en la sociedad española nadie duda de que Cataluña está en manos del victimismo, la mafia nacionalista y el egoísmo recalcitrante. De la misma manera que son gran mayoría en Cataluña los que están convencidos de que el Estado pretende hacernos pagar la factura, dejarnos a pan y agua y estrangular nuestra identidad. Este planteamiento lo justifica todo: el recurso obsesivo del PP a la justicia para resolver un pleito que viene de siglos; y la decisión catalana de quemar los barcos legales y avanzar contra viento y marea”.

Quítenle el 3% (de amargura) y estamos ante un retrato fiel de la espiral esterilizante y suicida en la que nos estamos sumergiendo. Ayer, para cimentar sus argumentos contrarios al 'unionismo', a Jordi Basté, que anima con nervio el programa estrella de Rac-1, emisora más viva y eficaz que la oficialista Catalunya Radio, le bastó con seleccionar con inteligencia —e intención— algunas frases de exitosos articulistas de diarios de Madrid, desde el final del texto de Luis María Anson en 'El Mundo' a largas parrafadas del de Alfonso Ussia.

Ante esta espiral, hay voces que llaman a la sensatez. El delegado del Gobierno en Cataluña, Enric Millo, habló la semana pasada en el ciclo de Nueva Economía Forum, señalando que en muchos asuntos los dos gobiernos se podían entender y que las encuestas del propio CEO de la Generalitat demuestran que para los catalanes el 'procés' no es la prioridad. Parece que el PSOE y el PSC el lunes se pusieron de acuerdo (una vez al año, no hace daño) para decir que “todavía hay tiempo para evitar un enfrentamiento total entre las autoridades de Cataluña y parte de la sociedad catalana con el Gobierno central. Todavía hay tiempo para el diálogo”.

Y Miquel Roca, el catalanista que tanto influyó en la Constitución del 78, escribe que es un insulto a la inteligencia aceptar el choque de trenes como una hipótesis inevitable y que la solución pasa tanto por un liderazgo valiente como por aceptar que la situación es excepcional y que “ahora toca apelar a la excepcionalidad legalmente bendecida”.

Sería positivo que ideas de gente tan diversa como Enric Millo, Roca Junyent, Miquel Iceta y Javier Fernández fueran escuchadas. Es cierto que —insiste Iceta— todavía hay tiempo. Lo que pasa es que hay tiempo (poco) pero sobra estulticia (mucha), una forma menos agresiva de aludir a la estupidez. Y en esta hora de España (y de Cataluña), la estulticia se está comiendo al tiempo.

Desde el pasado sábado estamos sumergidos en el gran espectáculo del juicio contra Artur Mas y dos de sus consejeras por desobediencia al Tribunal Constitucional cuando la consulta participativa del 9-N de 2014.

Artur Mas Mariano Rajoy