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La guerra entre Sánchez y Abascal
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Pablo Pombo

Crónicas desde el frente viral

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La guerra entre Sánchez y Abascal

La reducción de la política al espacio de lo irreconciliable persigue la instalación paulatina de un dilema electoral sin salida: Sánchez o Abascal. Esa es la meta

Foto: Pedro Sánchez, de espaldas, responde a Santiago Abascal en el Congreso. (EFE)
Pedro Sánchez, de espaldas, responde a Santiago Abascal en el Congreso. (EFE)

Me acuerdo de cuando el futuro existía. Existía porque hablábamos de él. Existía porque estaba presente en el debate político. Ya no. Los años que vienen y las próximas generaciones ya no respiran en el tiempo público. Todo es presente fingido, una droga de diseño con cobertura moral. Cada semana se nos vende una nueva pastilla para encabronarnos y no soñar, un campo de batalla para olvidar la realidad.

Dentro de una década, este país seguirá igual de endeudado que ahora. En 2019 el crecimiento económico español cayó más de medio punto respecto a 2018. Esta semana se ha rebajado en dos décimas la previsión para 2020. Todas las cifras cuentan que la promesa de que los hijos puedan vivir mejor que los padres ha caído en la quiebra. ¿Por qué no hablamos de esto?

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¿Se abordó el porvenir de España en la reunión del Gobierno en Quintos de Mora? Da más bien la sensación de que allí, más que un plan económico, se trabajó un guion de comunicación que ya se está ejecutando. Eutanasia, infancia y franquismo. Religión, familia y pasado. Tres ejes para tres guerras culturales. Habrá dos más: la crisis del modelo de masculinidad –como creo que veremos según nos acerquemos al 8-M- y la inmigración. Dimensiones culturales. La identidad

Hay intencionalidad política en esa voluntad de hurgar en los nervios centrales del cuerpo social. La programación en serie de episodios de alta tensión, de alta polarización, contiene algo más que una sucesión de maniobras de distracción. La estrategia siempre determina la comunicación. Las guerras culturales responden a dos deseos de dominación.

El sometimiento de la actualidad a un combate entre formas contrarias de superioridad moral, la reducción de la política al espacio de lo irreconciliable, persigue la instalación paulatina de un dilema electoral sin salida: Sánchez o Abascal. Esa es la meta.

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Es lo que buscan ambos. Les basta mirarse para entenderse y darse paso mutuamente. Tú pones el pin parental, yo pongo la eutanasia. Tú revuelves algo de Franco, yo jugueteo con la violencia de género. Así hasta que Vox supere al PP en las encuestas, se descorchen las botellas en las dos orillas y los dos bandos enarbolen el mensaje del ahora o nunca.

Para que eso suceda, conviene trabajar metódicamente, en sintonía con el espíritu de nuestra época. Rajoy lo intentó antes, al dar aire y tiempo en los medios para que Podemos tomase vuelo y superase al PSOE. Después venía “el caos o yo”. No lo consiguió porque su procedimiento fue demasiado analógico.

Lo que estamos atravesando ahora –lo que nos está atravesando como sociedad- es bastante más sofisticado, más refinado porque viene pensado desde una lectura inteligente del cambio generado por las redes sociales.

placeholder Santiago Abascal y Javier Ortega Smith, en el Congreso. (EFE)
Santiago Abascal y Javier Ortega Smith, en el Congreso. (EFE)

Vivimos bajo la dictadura del 'like'. Tal y como apunta Jonathan Haidt, el mundo 2.0 ha alterado los parámetros fundamentales de la sociedad de una forma dañina para la democracia. Todos proyectamos imágenes deshonestas de nosotros mismos, tenemos actitudes de superioridad moral, rechazamos la discrepancia, no admitimos espacio para la duda, buscamos traidores, propagamos la ira. Somos, en definitiva, carne de cañón para los agentes de la polarización.

Lo que distingue a este periodo de guerras culturales es que los manipulados somos también manipuladores. Somos difusores de una propaganda que nos aleja de los puntos de encuentro, nos aparta de la verdad y nos apaga el pensamiento crítico, que es el punto de partida para construir futuro. Lo tremendo es que encima, estamos encantados. Satisfechos de tomar partido todo el rato, con un par, que para eso somos españoles.

Conviene preguntarse qué es lo que estamos haciendo y qué es lo que deberíamos hacer con el móvil cada vez que se instala sobre el espacio público una invitación a la batalla cainita.

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Peter Pomerantsev nos da algunas pistas al señalar que ya no es posible controlar la información, pero que la comunicación sí puede utilizarse para dividir la sociedad.

Ya no es tan fácil enterrar la verdad, pero sí es posible inundar la sociedad con volúmenes de rabia imposibles de digerir.

Ya no es necesario comenzar por tratar de convencer a los más cercanos. Lo más rápido y eficaz es disparar a los contrarios para que ellos disparen a los nuestros.

Ya no hace falta que alguien con uniforme llame a la puerta del que piensa peligrosamente. Ahora basta con activar a los troles, a las brigadas virtuales de intimidación y autocensura.

Esas alteraciones son útiles para comprender la crecida de la ola nacionalista y populista que se levanta en todo occidente. Pero también sirven para empezar a desvelar la lógica que está bajo las guerras culturales que ya marcan nuestro día a día. Vox y Moncloa están en eso, aplicando una estrategia que busca 'lepenizar' España.

Anular cualquier alternativa democrática a Sánchez, convertir cada una de las próximas elecciones generales en un plebiscito en torno a Vox. Y así, gobernar junto a populistas y nacionalistas una legislatura tras otra. Dijo Sánchez que tenía proyecto político hasta 2030, ahora se entiende.

placeholder El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el Congreso. (EFE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el Congreso. (EFE)

En Francia llevan varios mandatos jugando a ese angustioso juego. Allí, con cada resultado electoral viene una impresión de alivio. Una impresión de haberse salvado cada vez mayor porque la estirpe Le Pen cosecha mejores números en cada competición. Les veremos hacerse con la presidencia de la República francesa antes de que termine esta década. Ya solo es cuestión de tiempo.

Puede que el futuro en que creímos, aquel futuro de progreso -más o menos lento, con más o menos retrocesos, pero imparable y lineal- haya dejado de existir. Quizá fue una ilusión. Lo cierto es que el día de mañana terminará llegando. La verdad es que nada nos garantiza que la democracia esté a salvo, que este periodo de paz y libertad, no sea más que un paréntesis. Está en nuestras manos.

Creo que cualquiera puede defender sus ideas sin alistarse en ninguna guerra cultural. Creo que reivindicar la necesidad de que el debate gire en torno al porvenir colectivo no es un acto de ingenuidad. Humildemente, pienso que lo ingenuo es lo contrario.

Me acuerdo de cuando el futuro existía. Existía porque hablábamos de él. Existía porque estaba presente en el debate político. Ya no. Los años que vienen y las próximas generaciones ya no respiran en el tiempo público. Todo es presente fingido, una droga de diseño con cobertura moral. Cada semana se nos vende una nueva pastilla para encabronarnos y no soñar, un campo de batalla para olvidar la realidad.

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