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La España de Caín contra la de Abel: ¿quién acabará ganando?
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Isidoro Tapia

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La España de Caín contra la de Abel: ¿quién acabará ganando?

No se trata de que en España haya 'abeles y caínes', sino más bien que vivimos un momento político donde tendremos que elegir entre comportarnos como unos o como otros

Foto: 'Caín matando a Abel', de Frans Francken II, Museo del Prado.
'Caín matando a Abel', de Frans Francken II, Museo del Prado.

Ahora mismo, hay dos vectores empujando nuestro sistema político en direcciones contrarias. Lo más curioso es que los dos tienen el mismo origen: la eclosión del multipartidismo en 2015. Pese a arrancar del mismo punto, estas dos fuerzas motrices se mueven, como decía, en direcciones opuestas. Déjenme llamarlas (son en realidad expresiones prestadas, como explicaré más adelante), la España de Caín y la de Abel.

Seguramente, la expresión no es la más afortunada, porque la principal diferencia entre una y otra no es de índole moral. No se trata de que en España haya 'abeles y caínes', sino más bien que vivimos un momento político donde tendremos que elegir entre comportarnos como unos o como otros: entre responder con furia o con templanza. Nada está escrito, no se trata de que nuestro ADN esté maldito: todo dependerá del camino que nosotros mismos elijamos.

Tal vez haría más justicia hablar de la España de Demian, siguiendo la novela de Hermann Hesse, vagamente inspirada en el relato bíblico de los dos hermanos. En la novela, Hesse retrata con maestría la polaridad de la adolescencia, quizá la etapa más convulsa del desarrollo humano, cuando se multiplican las tentaciones de comportarse como Caín y palidecen las oportunidades de hacerlo como Abel. El problema político que ahora mismo enfrenta España es exactamente este: las tribulaciones propias de cualquier adolescente.

El problema político que ahora mismo enfrenta España es exactamente este: las tribulaciones propias de cualquier adolescente

Cuando Felipe González ganó las elecciones en 1982, algunos dirigentes socialistas afirmaron que España había completado su transición política, tras el acceso de la izquierda al Gobierno. Una lectura parecida hizo Aznar de su victoria en 1996: la 'segunda transición' consistía en confirmar que la derecha democrática estaba también legitimada para gobernar España.

Incluso, con la pomposidad mayestática que ha caracterizado sus primeros y trompicados meses en el Gobierno, Pedro Sánchez, al hacer balance de sus primeros 100 días, declaró que la formación de su Gobierno había supuesto “un cambio de época”.

Foto: El presidente del Ejecutivo, Pedro Sánchez, junto a la vicepresidenta, Carmen Calvo. (EFE) Opinión

Y, sin embargo, pese a tantas pretensiones de madurez, España solo superará la adolescencia democrática, en mi opinión, tras las próximas elecciones. Cuando, haciendo de la necesidad virtud, supere la verdadera anomalía que nos ha acompañado durante los últimos 40 años: que a pesar de vivir en un régimen parlamentario no hayamos conocido un solo Gobierno de coalición; que nunca hayamos tenido un Ejecutivo con ministros de varios partidos. Esta es la verdadera excepción española. Repasen el mapa europeo y verán que en casi todos los países los gobiernos de coalición son la norma y los ejecutivos monocolor, los menos frecuentes.

La explicación de por qué en España ha sido posible lo contrario es doble: por un lado, la hegemonía (o mejor dicho, supremacía) bipartidista: PSOE y PP se han sucedido en el Gobierno, demostrando en cada turno un cierto sentido patrimonialista de las instituciones. Como denunciaba Joaquin Costa en 'Oligarquía y caciquismo', en España solo “son personas 'sui iuris' escasamente un millar de individuos; los demás (gobiernen los conservadores o gobiernen los liberales, es igual) son personas jurídicamente incompletas, viviendo a merced de ese millar o de sus hechuras”.

Durante los últimos años, para ser una persona políticamente plena, uno debía ser o socialista o popular, quizá no con carné, pero sí afín

De forma parecida, durante los últimos años, para ser una persona políticamente plena en España (digamos, para aspirar a las más altas magistraturas), uno debía ser o socialista o popular, quizá no necesariamente con carné, pero sí desde luego afín, y que esta simpatía fuese notoria. Porque así como simpatizantes socialistas llenaron las instituciones del Estado durante los ochenta, Aznar exhibió el mismo dedo fácil con sus nombramientos, con especial saña invasora en las empresas privatizadas. Más adelante, ni Zapatero ni Rajoy se privaron de nombrar a los más leales, aunque la apoteosis del 'turnismo' llegó con el Gobierno de Pedro Sánchez: porque un Ejecutivo que se declaraba “provisional”, y que afirmaba que su único mandato era "regenerar las instituciones” antes de convocar elecciones, utilizó sus primeros 15 rollos de papel de BOE en ejercer su derecho de pernada sobre las instituciones y empresas públicas.

Foto: José Félix Tezanos, nuevo presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), en abril de 2017. (EFE)

La segunda pieza necesaria para los 40 años de gobiernos monocolor ininterrumpidos han sido los partidos nacionalistas. Cuando hicieron falta para completar mayorías en Madrid (ya fuese con socialistas o populares) decidieron autoexcluirse de los gobiernos centrales, reclamando en cambio más competencias y manos libres sobre sus respectivos territorios.

Esta especie de “tú a San Francisco y yo a California”, o si lo prefieren este triángulo mágico con reminiscencias del Cánovas-Sagasta-Cambó, el equilibrio en el que unos hacen y deshacen a su antojo en Madrid, turnándose, y de forma recíproca los otros hacen lo mismo en Bilbao y Barcelona, en este caso sin conceder turnos, está a punto de saltar por los aires. Porque lo único que parece claro tras las próximas elecciones es que la fórmula que nos ha gobernado desde el restablecimiento democrático, la de un Gobierno monocolor de PSOE o PP más apoyos externos de los nacionalistas, esta vez no será suficiente. Y es aquí donde en el meandro poselectoral se adivina una bifurcación y aparecen las dos Españas: la de Caín y la de Abel.

La España de Caín es la que estamos viviendo desde 2015. Es la España en la que sufrimos la paradoja de que a más opciones políticas, más bloqueo existe. Es la España del 'no es no', de la crispación y las acusaciones de golpismo. Hay una explicación científica para este fenómeno contraintuitivo (a más partidos, menos acuerdos): como bien apuntaba Elena Costas en un artículo en 'El País' en febrero de este año, en un sistema bipartidista los dos partidos se concentran en el centro político (igual que los dos quioscos de un pueblo suelen estar situados uno al lado del otro en la plaza principal). En cambio, cuando hay cuatro partidos, hay dos equilibrios: tanto en la izquierda como en la derecha, los partidos compiten en parejas por su propio espacio. Lo que hemos visto durante los últimos meses (PSOE y Podemos convergiendo en la izquierda, y PP y Ciudadanos en la derecha) es el resultado lógico de que cada partido busque maximizar sus votantes. Para los más curiosos, este es el resultado predicho por el denominado modelo de Hotelling.

La España de Caín es la España en que sufrimos la paradoja de que a más opciones políticas, más bloqueo existe. Es la España del 'no es no'

El problema es que este doble equilibrio tiene efectos secundarios: ningún partido tiene intereses para acercarse al otro bloque ni siquiera unos milímetros, porque corre el riesgo de sufrir una tromba y perder la batalla en su propio espacio (lo hemos visto estos días con la decisión de Ciudadanos de cerrar el plazo de enmiendas totales sobre la tramitación de la Ley de Estabilidad Presupuestaria, en apariencia un asunto menor que sin embargo ha provocado una virulenta reacción de los populares). La distancia en los postulados políticos entre un bloque y otro se agranda, hasta convertirse en una sima política. Un sistema multipartidista es, por definición, más tenso, más crispado y más violento que la mortecina unanimidad política de un sistema bipartidista.

Si este fuese el final de la historia, el multipartidismo que arrancó en 2015 estaría condenado a extinguirse más pronto que tarde. Porque ningún país puede soportar un nivel de bloqueo y de tensión política como los que llevamos sufriendo en España desde 2015. Pero existe también la España de Abel. 'La España de Abel' (disculpen que haya tardado más de medio artículo en citar la fuente) es un libro de reciente aparición coordinado por Juan Claudio de Ramón y Aurora Nacarino-Brabo. El libro recoge los testimonios de 40 jóvenes con motivo del 40 aniversario de la Constitución.

Ningún país puede soportar un nivel de bloqueo y de tensión política como los que llevamos sufriendo desde 2015. Pero existe también la España de Abel

La pregunta que se les hace es muy simple: qué les evoca España. Las respuestas son variadas (no podría ser de otra manera, dada la procedencia de los autores de los cuatro principales partidos políticos, aunque con un cierto predominio de la órbita de Ciudadanos). En casi todos late una idea de España de contornos firmes pero suaves: España es una idea antipática en la juventud, que va adquiriendo atractivo a fuerza de poner años (y en algunos casos, kilómetros).

Otro elemento común entre los autores es una cierta rebeldía ante la resignación, ante la nostalgia paralizante, noventayochesca, que históricamente ha sido propia de los más brillantes intelectuales españoles, como el propio Joaquín Costa. Escribe Miguel Aguilar en 'La España de Abel', en el que tal vez sea el pasaje más hermoso del libro, (junto al 'Febrero para Carmen', de Pedro Herrero), que su madre, poco antes de morir, le dijo que lo que de verdad sentía era que sus hijos no hubieran vivido la ilusión de crear un país nuevo.

Lo que estamos viviendo en nuestro país tras la llegada del multipartidismo se parece más a la política melodramática y excesiva de los italianos

Cuando se empezó a vislumbrar la eclosión del multipartidismo en nuestro país, Felipe González (que normalmente tiene un buen olfato político) advirtió contra la “italianización” de la política española. Podía haber puesto como ejemplo a Suecia, Holanda o incluso Alemania, donde los gobiernos de coalición tienen una larga historia. Pero eligió Italia. Desgraciadamente, la experiencia de estos años demuestra que Felipe tenía razón, porque lo que estamos viviendo en nuestro país tras la llegada del multipartidismo se parece más a la política melodramática y excesiva de los italianos que a la más templada de los países nórdicos.

Pero nada tendría por qué impedir lo contrario: en ninguna tabla sagrada está escrito que la temperatura política deba ser la misma que la ambiental; que los debates en el Parlamento hayan de ser más histriónicos que en las calles. Podría suceder perfectamente lo contrario: que la mayor oferta de opciones políticas se traduzca en un mayor catálogo de políticas públicas, que estas se ensayen, y si no funcionan se sustituyan; que se pueda discrepar políticamente de todo sin discutir la legitimidad de los adversarios (en la España de Caín sucede al contrario: no se discute de nada, salvo de la legitimidad del adversario); que utilicemos las piezas que queden de la voladura de nuestro sistema político tradicional para construir, esta vez sí, 'un país nuevo'. Bienvenida sea la España de Abel. Ojalá, si es verdad que ha llegado, venga para quedarse.

Ahora mismo, hay dos vectores empujando nuestro sistema político en direcciones contrarias. Lo más curioso es que los dos tienen el mismo origen: la eclosión del multipartidismo en 2015. Pese a arrancar del mismo punto, estas dos fuerzas motrices se mueven, como decía, en direcciones opuestas. Déjenme llamarlas (son en realidad expresiones prestadas, como explicaré más adelante), la España de Caín y la de Abel.

Política Pedro Sánchez