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Cristina Falkenberg

El Valor del Derecho

Por
Cristina Falkenberg

Eficiencia ineficiente

Mis estimados lectores me van a permitir que esta semana traspase algo los límites de lo estrictamente jurídico para situarme en el plano de la realidad

Mis estimados lectores me van a permitir que esta semana traspase algo los límites de lo estrictamente jurídico para situarme en el plano de la realidad y desde ahí cuestionar si las leyes deberían todas tener una serie de circunstancias en cuenta.

Hace unas semanas esta columna se hizo eco del desastre que había supuesto la implantación de la hiperautomatización que permite el artículo 98.4 de la Ley General Tributaria, dejando sólo un único estrecho cauce disponible para cumplir con la obligación de declarar el Impuesto Sobre Sociedades en el caso de las mercantiles.

Lo que uno se pregunta es si la gestión más eficiente de los recursos en la sociedad es de verdad dejar sólo una opción para hacer las cosas; opción que a su vez depende de múltiples factores todos los cuales deben encajar a la perfección… o si, por el contrario, debe promoverse cierta opción, por ser económicamente más eficiente según toda lógica… pero no haciéndola única, por si algo falla.

La tecnología nos ahorra tiempo y dinero a todos y por la propia naturaleza de las cosas, se preferirá hacer gestiones a través la web. Pero tiene sus limitaciones. Un buen ejemplo es el desastre del Registro Mercantil inglés estos días.

Su adaptación a la nueva Companies Act de 2006 (algo así como nuestra Ley de Sociedades Anónimas), ha traído un nuevo sistema informático, ¡pero incompatible con muchos de los sistemas existentes y que interactúan con él! A diferencia de lo que suele ocurrir con la Administración española, la inglesa sí ha entonado un “mea culpa” y ha pedido excusas a sus administrados. El mundo no es perfecto, por supuesto, y cosas ocurren. ¿Pero era evitable? Parece que sí.

Un caso real

Los abogados tenemos vedado comentar nuestros casos, aunque algunos superan la mejor novela. Así pues compartiré con ustedes un calvario propio.

Tenía un modesto importe en libras y lo metí en un banco inglés. Dado el nulo uso que hacía de la cuenta decidí cerrarla y que pasasen el saldo a la cuenta en euros que generosamente me había ofrecido abrir el mismo banco. Otra cuenta que jamás ha tenido un movimiento, ¿para qué tenerla, pues?

Y ahí empieza un periplo absurdo que ya dura más de cuatro meses. Tras infinitas pesquisas descubro que sin la cuenta en libras, la cuenta en euros queda completamente bloqueada, sin que pueda hacer nada con mi dinero.

La ristra de e-mails, cartas y llamadas es interminable y roza lo ridículo y lo absurdo: pero es real, costando esfuerzo, tiempo y dinero. El peregrinaje por infinitos departamentos ha sido sencillamente kafkiano: nadie sabe, nadie puede y nadie entiende. Empero la entidad en cuestión, el Barclays Bank, a cualquiera le consta que es una institución seria, solvente y de gran tradición, que hace un esfuerzo consciente por ofrecer un buen servicio a sus clientes empleando para ello, eso sí, las últimas tecnologías.

Pero falló un detalle y ni había una alerta, ni un conocimiento por parte del empleado, de que una cuenta en euros no podía permanecer abierta sin una otra en libras, asociada. Extraño a estas alturas de la Historia, desde luego, pero así es. Sin embargo, ¿era previsible, y por tanto evitable, que una entidad como el Barclays pudiese tener un fallo así? Pues realmente, no.

Y, ¿gana la entidad algo con tener a sus empleados horas y horas tratando de solucionar esta cuestión? Nada en absoluto, más que desesperarse y frustrarse ante su propia e inflexible hipertecnificación.

La situación global

Mi caso no es excepcional. La excepción es el ciudadano que no ha pasado o se halle inmersa en alguna de estas situaciones: ante la Secretaría de Estado de Telecomunicaciones y para la Sociedad de la Información y su compañía de teléfonos; ante la propia Hacienda Pública; ante el ASNEF, Equifax o el RAI; el defensor del cliente de su banco o su compañía suministradora de gas o electricidad… Incluso ante el Ayuntamiento que daba por muerto al señor que le espetaba al funcionario “¿A usted le parece que yo esté muerto, eh, le parece que esté muerto?”

Y aquí viene el meollo jurídico de la cuestión, porque una vez superado el calvario, nadie reclama daños y perjuicios por el tiempo, dinero y energías gastadas. Esto las grandes empresas lo saben y son especialmente poco cuidadosas con el sufrido cliente, por lo general de productos imprescindibles. Análogamente las Administraciones abusan de los privilegios exorbitantes de que para los buenos fines —y no otros—, les inviste la ley. ¿Procedería una automática y generosa indemnización de daños, para que fuese real y eficaz?

Sin embargo no todo es tan sencillo. Es el caso del embargo de la cuenta corriente de un señor pensionista que necesitaba pagar el ingreso de su esposa, con cáncer, en un centro de atención especial. Pero no pudo dar el adelanto porque el Ayuntamiento le había embargado la cuenta… erróneamente. Eran las tres de la tarde del mes de agosto del año pasado y me lo comentaba una funcionaria completamente desolada, sin saber qué hacer y dándose muy bien cuenta del drama y la culpa. Pero “el sistema no le dejaba”… No sé qué ocurriría al final con el buen señor, pero si no pudo atender bien a su mujer, aunque luego le pagasen los daños, ¿para qué querría el dinero?

Con tanta tecnificación, ¿no nos estamos pasando de listos? Cuando el hombre se cree Dios, perfecto e infalible, y empieza a decretar soluciones unívocas, sin resquicio para la duda o el fallo, empieza a hacer el payaso. Cuando suprime cualquier remedio que no sea el previsto por el sistema, lo único que suelen ocurrir son desgracias, por otro lado el fruto lógico de la memez.

Valga esto tanto para el ejercicio del ius vitae et necis como para la torpe hipertecnificación a la que nos estamos llevando, haciendo de nuestras sociedades unos entornos incómodos hasta lo hostil y absurdos hasta lo injusto… además de sumamente ineficientes.

La cuestión llama a la reflexión jurídica global, porque cada vez son más las facetas de nuestras vidas que se ven seriamente afectadas. Visto que a grandes empresas y Administraciones no se les ocurre poner remedio —y larga experiencia en absurdos tienen—, quizá debamos hacer algo los ciudadanos, en forma de leyes —“autodisposiciones de la comunidad sobre si misma”—, aunque sólo sea por aquello de ir saliendo de la crisis.

Mis estimados lectores me van a permitir que esta semana traspase algo los límites de lo estrictamente jurídico para situarme en el plano de la realidad y desde ahí cuestionar si las leyes deberían todas tener una serie de circunstancias en cuenta.