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Podemos y la estrategia del 36: la razón populista
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Fran Carrillo

En la cocina de la campaña

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Podemos y la estrategia del 36: la razón populista

Se intenta reeditar un Frente Popular, auspiciado por algunos poderes mediáticos, con el único objetivo de "sacar a la derecha del poder"

Foto: El líder de Podemos, Pablo iglesias (d), y el portavoz parlamentario del partido, Íñigo Errejón. (EFE)
El líder de Podemos, Pablo iglesias (d), y el portavoz parlamentario del partido, Íñigo Errejón. (EFE)

Ernesto Laclau lo define en su libro 'La razón populista', esa biblia de obligada lectura como manual de pensamiento propagandístico que todo dirigente de Podemos tiene por norma consultar a menudo. En sus páginas, se defiende la necesidad de usar todos los recursos discursivos posibles para construir definiciones (como la de pueblo, gente, casta, cambio, mayoría, etc.) que sirvan para colocar en la mente del receptor una realidad natural y no debatible, para más tarde utilizar una terminología figurativa que exceda de dicha realidad cuando esta ya no convenga ni obedezca a los fines propuestos. Es una manera de alcanzar lo que él denomina hegemonía, esto es, cuando de lo particular se llega a una conceptualización universal, abrazada y replicada por sus componentes.

Consciente de que el lenguaje es el principal aliado en la deconstrucción de la democracia, Laclau alecciona en sus páginas sobre la imperiosa obligatoriedad de nombrar lo innombrable, constituyendo un bloqueo del lenguaje que hace que todos pensemos en sus dogmas, hablemos desde sus marcos mentales o incluso entremos a debatir en su campo de programa y acción políticos. Sustituir lo figurativo por lo literal, la catacresis, término de la época clásica que ya explicaba y defendía Cicerón. En ese periodo estamos ahora. Solo que ahora lo complementan con una repetición de lugares comunes, falacias y gestos catódicos que confunden al ciudadano, engañan a mentes indignadas con lo viejo sin pensar en las consecuencias de lo nuevo y posibilitan la conquista de cualquier forma de gobierno que no comulgue con su espíritu de revolución jerárquica y piramidal.

Es la confirmación de que un programa de vísceras puede funcionar como antesala de un futuro Gobierno de propuestas sin medida ni razón

De ahí que no extrañe su coherencia cuando solicitan controlar, en ese "Gobierno de progreso" que Pedro Sánchez se niega siquiera a considerar, el Ministerio de la Policía (Interior), del Ejército (Defensa) y las telecomunicaciones (CNI, BOE, RTVE, etc.). El autoproclamado 'Gobierno de la gente' rechaza encargarse de aquellos departamentos propios de la inquietud y preocupación ciudadana (Sanidad, Educación, Asuntos Sociales). Tampoco extraña que vendan como normal que la mayoría social quiere que gobierne la izquierda cuando los resultados del 20-D no dicen eso. La verdad en política sustituida por lo verosímil. Asaltar conciencias y establecerse en ellas es el paso previo al asalto al poder. De ahí a la discrepancia, antesala de la división interna, hay un paso. Lo estamos viendo, filmado en redes y en 'prime time' catódico, el espacio favorito de Podemos.

Porque el populismo, como ya he escrito en numerosas ocasiones, no entiende de fronteras ni etapas. Tampoco de ideologías ni partidos, pues constituye como única fuente de conocimiento la de instaurar un sistema de representación basado en el consumo de emociones colectivas y orgullo individual. El populismo carece de toda referencia unitaria, pues se basa en una lógica social compuesta de diferentes fenómenos. Es, simplemente, un modo de construir lo político. Así, el edificio intelectual en el que la tribu de Iglesias, Errejón y Monedero basan sus creencias es, por tanto, irrelevante. Lo que importa es la conformación de ámbitos de descontento, la inquebrantable unidad frente al enemigo común y la salida salvífica que vendrá de la mano de los hacedores de la nueva patria igualitaria.

Representan la vuelta al binomio bueno-malo de toda la vida, la contrainstauración de nuevos axiomas que no hacen sino replicar lo que en otros lugares ya ha funcionado. El laboratorio fue Latinoamérica, el campo de experimentación, Europa del sur. Es la confirmación de que un programa de vísceras puede funcionar como antesala de un futuro Gobierno de propuestas sin medida ni razón. Así ha sucedido en Alemania con el ascenso (triunfo para muchos) de la extrema derecha. Los refugiados fueron allí la excusa para movilizar a un electorado preocupado por la avalancha social externa. Los castigados (por la crisis) son aquí el ariete que la extrema izquierda usa para justificar su 'show' parlamentario constante. Dos rostros para una misma alarma.

Las primeras semanas en el Congreso han bastado para observar que la parafernalia obedece a dos tácticas perfectamente planificadas y llevadas a cabo

Ahora, al igual que pasó en la previa de la contienda bélica, se intenta reeditar un Frente Popular, auspiciado por algunos poderes mediáticos, con el único objetivo de "sacar a la derecha del poder". Si cualquier interesado en la Historia consultara el diario de sesiones de aquellos años que van desde el inicio de siglo hasta la contienda fratricida, se encontraría con declaraciones de ilustres próceres de la izquierda que, en el intento de resituar su odio enfermizo a cualquier elemento conservador en el Congreso, se aventuraban con estas perlas dialécticas:

" (...) estaremos en la legalidad mientras la legalidad nos permita adquirir lo que necesitamos; fuera de la legalidad cuando ella no nos permita realizar nuestras aspiraciones. (…) Tal ha sido la indignación producida por la política del Gobierno presidido por el Sr. Maura, que los elementos proletarios (…) hemos llegado al extremo de considerar que antes que Su Señoría suba al poder debemos llegar al atentado personal”.

(Pablo Iglesias, en el Congreso de los Diputados, el 7 de julio de 1910)

“La lógica histórica aconseja soluciones más drásticas. Si el estado de alarma no puede someter a las derechas, venga, cuanto antes, la dictadura del Frente Popular. Dictadura por dictadura, la de izquierdas. ¿No quiere el Gobierno? Pues sustitúyale por un Gobierno dictatorial de izquierdas… ¿No quiere la paz civil? Pues sea la guerra civil a fondo. Todo menos el retorno de las derechas”.

(Largo Caballero al diario socialista 'Claridad' el 16 de julio de 1936)

En algunos casos, la advertencia se convertía en amenaza real, como ilustra la siguiente noticia de 'El Siglo Futuro', que no deja en muy buen lugar al entonces ministro socialista Indalecio Prieto:

Esto siempre lo han negado los apóstoles del cambio a la fuerza. Cuando en diferentes platós de televisión se repiten mantras como "la gente ya tiene a su partido en el Congreso", "hay que desalojar a la derecha del poder" o "los demócratas creemos que..." y no hay réplica ni argumentación solvente por la contraparte, es que han entendido a la perfección que la historia se repite si los actores replican guiones y patrones establecidos de conducta y verbo.

Acostumbrados al foco mediático, las primeras semanas en el Congreso han bastado para observar que la parafernalia montada obedece a dos tácticas perfectamente planificadas y llevadas a cabo. Hacer de una excepción la normalidad a la que nos debemos acostumbrar, tanto en comportamientos (formas) como en lenguaje (fondo). Y obligar al resto a visualizar un paisaje que será imborrable en el futuro, y solo admitirán ciertas pinceladas y retoques bajo su tutela ética y factual.

Se verá como lógico lo que cualquier observador imparcial externo vería como aberrante. Se dirá que es razonable lo que todo pensador llamaría irracional en método y aplicación. Se dirá que es normal hacer lo que la propia naturaleza humana y política no considera como tal. Hoy, en España, estas formas neopolíticas quieren cogobernar representando a solo un 25% del total de la población. Es la política del 36. Es la razón populista.

Ernesto Laclau lo define en su libro 'La razón populista', esa biblia de obligada lectura como manual de pensamiento propagandístico que todo dirigente de Podemos tiene por norma consultar a menudo. En sus páginas, se defiende la necesidad de usar todos los recursos discursivos posibles para construir definiciones (como la de pueblo, gente, casta, cambio, mayoría, etc.) que sirvan para colocar en la mente del receptor una realidad natural y no debatible, para más tarde utilizar una terminología figurativa que exceda de dicha realidad cuando esta ya no convenga ni obedezca a los fines propuestos. Es una manera de alcanzar lo que él denomina hegemonía, esto es, cuando de lo particular se llega a una conceptualización universal, abrazada y replicada por sus componentes.