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Bipartidismo: un acta de defunción precipitada
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Bipartidismo: un acta de defunción precipitada

La extrema volatilidad política no constituye una circunstancia anecdótica, sino que parece haberse convertido en uno de los rasgos más llamativos de nuestras democracias

Foto: Ilustración: Javier Aguilar.
Ilustración: Javier Aguilar.

Quienes carguen sobre sus espaldas edad suficiente como para haber conocido unas cuantas campañas electorales se tomarán con una distanciada reserva los trompeteros anuncios de los últimos meses, esos que presagiaban el fin del bipartidismo y similares. Y se lo tomarán así porque recordarán las cambiantes formas que acostumbra a ir adoptando el lenguaje político electoral de acuerdo con las circunstancias.

Así, desde siempre el partido que ya contaba con un sólido y amplio respaldo electoral, en el momento en el que se iniciaba una nueva campaña afirmaba que su aspiración era la de alcanzar "una sólida mayoría" que le permitiera aplicar sus políticas sin limitaciones y obstáculos, esto es, aspiraba a una mayoría absoluta que percibía al alcance de su mano. Por el contrario, aquel otro partido cuya aspiración era la de descabalgar de esa confortable posición a su adversario ahora se dedicaba a subrayar lo malo que era que una fuerza acumulara tanto poder, aunque él mismo hubiera cantado sus excelencias cuando había tenido la oportunidad de detentarla, e insistía en la bondad que representaban las mayorías relativas, con la consiguiente obligación de dialogar, llegar a acuerdos y alcanzar pactos y coaliciones. Seguro que les suena, ¿verdad?

En las últimas elecciones generales, tras anunciar prácticamente todas las encuestas un escenario político a cuatro que a los más veteranos les recordaba la correlación parlamentaria de los inicios de la democracia, lo que ha terminado sucediendo permite empezar a cuestionar, aunque solo sea por prematuras, las actas de defunción inicialmente mencionadas. Porque no se puede afirmar que el fin del bipartidismo haya afectado en sentido fuerte a uno de los polos, el de la derecha. El batacazo del PP no ha consolidado la emergencia de Ciudadanos, partido que parecía llamado a disputar con él la hegemonía en ese sector. No pretendo minusvalorar la importancia de la sangría sufrida por los de Rajoy, pero no por ello hay que dejar de subrayar lo limitado de la irrupción de los de Albert Rivera.

¿Tendría el elector medio la sensación de estar ante dos ofertas radicalmente diferentes si tuviera que escoger entre Albert Rivera y Pablo Casado?

No hablo de números, sino de tendencias. No hay duda de que para hacer las cosas bien habría que contabilizar las distorsiones que provoca la vigente ley electoral y ponderar el número de votos de los que han abandonado el viejo partido para irse al emergente. Pero ello no impide constatar que la resistencia demostrada por el PP (a fin de cuentas, ha sido la lista más votada) hace pensable que la misma volatilidad que ha hecho que tanta gente se fuera a una formación rigurosamente nueva podría provocar que en unas próximas elecciones, una vez satisfecha la compulsión del castigo, los conservadores recuperaran gran parte de esos votos huidos. Fundamentalmente porque no parece que las diferencias programáticas entre ambas formaciones sean tan abismales como para que, si se produjeran determinadas transformaciones, más o menos cosméticas, en el ámbito de los liderazgos, dicho objetivo no estuviera a su alcance. ¿O es que el elector medio tendría la sensación de estar ante dos ofertas radicalmente diferentes en caso de encontrarse ante la opción de escoger entre Albert Rivera y, pongamos, Pablo Casado (por seguir la pista apuntada por José Antonio Zarzalejos en estas mismas páginas hace dos semanas)?

No es exactamente el mismo el caso de la izquierda, donde, a la vista de los resultados, la reversibilidad no parece tan fácil. Pero importa señalar que Podemos ha declarado abiertamente no tanto querer atraer a los antiguos votantes socialistas hacia un espacio propio, a la izquierda del PSOE (el que representaba hasta ahora Izquierda Unida, para entendernos), como ocupar el espacio socialdemócrata en cuanto tal. Constituiría un error, en consecuencia, interpretar el ascenso de los podemitas en clave de una superación del bipartidismo. La situación actual, con cuatro fuerzas (o tres y media, tanto da) en desigual competición, sería para el partido de Pablo Iglesias puramente transitoria. De lo que se trataría más bien, lo que para esta nueva fuerza constituiría su inequívoco horizonte, sería la sustitución de un bipartidismo por otro, solo que con renovados protagonistas.

De ser este su análisis, no me atrevería a afirmar que anduviera del todo equivocado. La tendencia, tópica, a considerar el bipartidismo como una herencia del diseño político llevado a cabo durante la transición (algunos incluso cargan la suerte y añaden: movido por oscuros intereses partidistas) olvida dimensiones fundamentales del asunto. Es cierto que la ley electoral en algunos aspectos contribuye a reforzar abiertamente el bipartidismo. Un caso muy claro es el que se refiere al Senado, donde son solo las dos primeras fuerzas las que se reparten los cuatro escaños que corresponden a cada provincia. Pero, junto a esos elementos existen otros, relacionados con la propia dinámica política, que juegan a favor de un modelo dual.

Pensemos, por poner un ejemplo que ilustre lo que pretendo señalar, en la forma en la que prácticamente todos los medios de comunicación que cubrían la noche electoral del 20-D analizaban los resultados que se iban conociendo y, a partir de ahí, anticipaban las perspectivas de pactos que los mismos abrían. La lógica que casi sin excepción utilizaban era la lógica binaria izquierda-derecha. Ya sé que no faltaron quienes, en un alarde de frivolidad política, amontonaban sin criterio números de fuerzas absolutamente irreconciliables, en lo que les dio por denominar 'pactómetro'. Pero era obvio para cualquier observador que esas sumas sin criterio carecían de todo valor real.

Conviene diferenciar entre los cambiantes protagonistas (casi tanto en algún caso como sus propias formaciones) y la lógica por la que se rigen

La extrema volatilidad política antes apuntada no constituye una circunstancia anecdótica, sino que parece haberse convertido en uno de los rasgos más llamativos de nuestras democracias en los últimos tiempos. Sin duda, dicho rasgo dificulta enormemente el establecimiento de prospectivas con una mínima expectativa de continuidad. Pero, precisamente por eso, conviene diferenciar entre los cambiantes protagonistas (casi tan cambiantes en algún caso como sus respectivas formaciones) y la lógica por la que se rigen tales cambios. Y la que aquí parece operar con bastante nitidez, excepción hecha de los territorios en los que la cuestión nacional desempeña un papel importante, continúa respondiendo a unos parámetros de antagonismo social sobradamente conocidos (con la lacerante desigualdad en primer plano). De ahí la persistencia de la contraposición izquierda/derecha, que parece llamada a permanecer durante mucho tiempo. Por lo menos tanto como continúe el orden social que la hace necesaria.

Quienes carguen sobre sus espaldas edad suficiente como para haber conocido unas cuantas campañas electorales se tomarán con una distanciada reserva los trompeteros anuncios de los últimos meses, esos que presagiaban el fin del bipartidismo y similares. Y se lo tomarán así porque recordarán las cambiantes formas que acostumbra a ir adoptando el lenguaje político electoral de acuerdo con las circunstancias.

Ciudadanos Pablo Casado