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Hay motivos de protesta
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Juan José Cercadillo

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Hay motivos de protesta

Un grito fuerte y unánime de empresarios y de autónomos, de asalariados privados y de servidores públicos, que exijan a quien nos manda rigor y reglas del juego comunes y trasparentes

Foto: Momento de la manifestación por el 1 de Mayo de 2021. (EFE/Fernando Alvarado)
Momento de la manifestación por el 1 de Mayo de 2021. (EFE/Fernando Alvarado)
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Se celebra en mayo, se mide en julios y para la mayoría tiende a cero en los agostos. El trabajo, en una definición casera, es el producto de la fuerza que aplicas a algo por la distancia que recorre. Puede haber fuerza, pero si no hay movimiento no hay trabajo. Un Julio es el esfuerzo que haces para lanzar una manzana un metro de distancia. El trabajo es mesurable. Como lo es la energía, que medimos en las mismas unidades. Definido el concepto y medible su resultado debería ser sencilla la equivalencia de pago. Pero nos ha costado siglos llegar a un cierto equilibrio en nuestra parte del mundo. Un equilibrio efímero que parece además que se esté de nuevo desmoronando.

Foto: El paro de los transportistas frenó el empleo en marzo. (Efe/Sergio Pérez)

No hay un punto concreto donde empezara el concepto del trabajo como tal. Lo más científico que nos han explicado es lo de la manzana de Adán. La expulsión del paraíso nos muestra un cambio de paradigma claramente peyorativo que pareció surgir de la nada. Del suministro divino de todas las necesidades al extrarradio infame que nos cuentan en el Génesis del “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Es una gran metáfora de la tradición judeocristiana, la asunción del trabajo como pago de una culpa. Trabajo viene de trabas, de dificultad y problemas. Y siempre nos lo contaron como si fuera un castigo. Uno bien merecido que duraba exactamente lo que tú duraras en la Tierra. Hasta que la redentora muerte te lleve de vuelta al supuesto paraíso.

Podría entenderse el enfoque porque por miles de años los que resultaban más listos ponían a doblar el lomo a todo aquel que se dejaba. Y si no se dejaba, solo había que aumentar la fuerza. La del látigo o la de las cadenas. Suavizaban sus dolencias con mejoras constantes en la descripción de la tierra prometida a la que llegaremos más tarde por vía de la otra vida. Organizarse para comer estructuró una pirámide, férrea y puntiaguda, de la que no nos libramos ni hoy, tal ha sido su eficiencia. Necesitaban una explicación sobrenatural para justificar tanto esfuerzo. Y con el premio ulterior se evitaban muchos gastos.

Foto: Sede del Banco de España en Madrid. (EFE)

La docilidad que genera la ignorancia espaciaba los conflictos, casi siempre sofocados con sangre ejemplarizante. Trascendieron a la historia aquellas que aportaron resultados. Desde Espartaco —el esclavo rebelde de los tiempos de Roma— a nuestros días, siempre ha habido réplicas de aquellos intentos de equilibrio entre patricios y plebeyos. Entre nobles y currantes. Y siempre mediando la violencia, que los que mandan no suelen atender mucho a razones. De los alzamientos campesinos contra el feudalismo de la Edad Media a la revolución francesa contra artificiales privilegios, las condiciones del trabajo y su pobre rendimiento están en el origen del valor necesario que llevaba al obrero a iniciar la reivindicación por la vía del enfrentamiento.

La esclavitud ha sido la relación laboral más frecuente hasta, como quien dice, dos días. Y es cierto que lo sigue siendo apenas a horas de vuelo. Y que deberíamos mirárnoslo, por cierto. Si disfrutamos otro estatus es por la fuerza de la queja. El estatuto de los trabajadores recoge normas peleadas hace siglos. La jornada laboral de hoy consiguió su primera victoria en plena revolución industrial, cuando prohibieron trabajar más de dieciocho horas diarias. El eslogan de Robert Owen de "ocho horas de trabajo, ocho horas de recreo y ocho horas de descanso" requirió de un movimiento obrero internacional para generalizarse hace apenas cien años. Le llamaban jornada reducida a la aspiración de trabajar "solo" cuarenta y ocho horas semanales. Y se consiguió racionalizar esfuerzo y calidad de vida. Salud y rendimiento demostraron poder ir a la par.

Foto: Un hombre transporta cajas en el centro de Barcelona. (EFE/Marta Pérez)

Las condiciones de trabajo son reparto de riqueza y haberlas materializado en considerables mejoras han demostrado ser la mejor maquinaria de la prosperidad general. Parece que hayamos disfrutado estas tres últimas décadas del equilibrio más humano y del mejor estado de bienestar desde que a Eva, pobre Eva, le dio por trastear. Y hay pruebas de que está en peligro. Y razones para protestar. Pero no protesta de parte, sino protesta global.

Yo juntaría pancartas que parece que hoy no comulgan. Y, entendiendo las razones, me cuesta ver los motivos. En física, trabajo y energía se miden de la misma forma. No así en el mercado laboral. Esa diferencia sutil genera una brecha insalvable entre obrero y patronal. Hay que valorar el esfuerzo, pero también la iniciativa. Y la convicción para llevarla a cabo. Que a la vez genera trabajo y reparte rendimientos. Estamos todos en el mismo barco en medio de la tormenta de la inteligencia artificial, de la tecnología robótica, del dinero artificial y del triunfo del que especula. Este domingo, en el día del trabajo, todos los que nos consideramos trabajadores deberíamos manifestarnos para defender un mismo espíritu. Ese que mantendría un buen marco: remuneración justa al que trabaja o genera y asistencia generosa al que se encuentre desvalido.

Foto: Foto: iStock.

Imagino un uno de mayo también protestando por los jetas. Por los mal subvencionados. Por los liberados de esfuerzos y por los que no tienen escrúpulos. Por los apalancados del sistema a pienso que no han ganado y por los especuladores que nunca aportan nada real a la cadena. Por ese porcentaje incierto de vividores del Estado que sumergen sus ingresos para no compartirnos nada. Un caminar por Gran Vía reclamando más controles a empresarios que ganan más andando por el alambre de la inseguridad laboral. Un puño en alto contra el fraude, contra el enriquecimiento ilícito, pero también contra el vago que se cree el elegido. Contra el que aspira a vivir del reparto permanente sin aportar otros julios que el de transportar el 'Marca'.

Un grito fuerte y unánime de empresarios y de autónomos, de asalariados privados y de servidores públicos, que exijan a quien nos manda rigor y reglas del juego comunes y trasparentes. Cumplibles y productivas. Y sencillas y eficientes. Flexibles para detectar al indolente y firmes para evitar al abusón. Vamos camino de un nuevo cambio de paradigma. No sé si Google o Putin nos echarán del paraíso. No sé si la moral de China, tolerante aún con el abuso, nos impondrá sus criterios. No sé si nuestra eficiencia aguantará el tirón de Asia. O si nuestro gasto social aguantará la explosión demográfica de África. No sé si la excesiva presión fiscal en realidad vaciará nuestras arcas a fuerza de facilitar deslocalizaciones por desleal competencia. No habrá conductores de coches como ya no hay en muchos trenes. Todo lo hacen robots. Ya se diseñan a sí mismos. Todo lo piensa un cerebro esparcido por el mundo que acapara, cada día más, el consumo de energía.

Así que sí. Veo motivos para ir este domingo por la Gran Vía. Voy a pintar mi pancarta: "NO MORDAMOS LA MANZANA. ME GUSTA ESTE PARAÍSO".

Se celebra en mayo, se mide en julios y para la mayoría tiende a cero en los agostos. El trabajo, en una definición casera, es el producto de la fuerza que aplicas a algo por la distancia que recorre. Puede haber fuerza, pero si no hay movimiento no hay trabajo. Un Julio es el esfuerzo que haces para lanzar una manzana un metro de distancia. El trabajo es mesurable. Como lo es la energía, que medimos en las mismas unidades. Definido el concepto y medible su resultado debería ser sencilla la equivalencia de pago. Pero nos ha costado siglos llegar a un cierto equilibrio en nuestra parte del mundo. Un equilibrio efímero que parece además que se esté de nuevo desmoronando.

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