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Juan José Cercadillo

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A fuego lento

Todos conocemos las causas y probablemente los remedios, pero no pasa verano sin ver la huella del fuego. Es una pisada dura que deja la tierra negra. Es una bota en el cuello de quien lo padece cerca

Foto: Incendio en Ourense. (EFE/Brais Lorenzo)
Incendio en Ourense. (EFE/Brais Lorenzo)
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España se quema a lo bonzo. En un suicidio colectivo se sienta y se prende fuego. La lata de gasolina resulta ser etileno, ese combustible natural, tan inflamable y volátil, que mandan las plantas al cielo cuando la tierra se seca. Los bosques mueren de sed, el terreno los marchita. En una reacción que no pueden evitar liberan de su organismo ese compuesto químico haciendo del aire y las plantas un perfecto polvorín. La chispa les cae del cielo, de un accidente de coche, de un sociópata, de un imprudente o de intereses corruptos. Tarde o temprano prende y el incendio nos devasta. No son fuegos como siempre, son auténticas llamaradas. Los montes son lanzallamas esperando su centella. Y hoy coinciden encendidos desde todos los costados achicharrando conciencias.

Foto: Miembros de la UME trabajando para la extinción del incendio. (EFE/Eduardo Palomo)

Todos conocemos las causas y probablemente los remedios, pero no pasa verano sin ver la huella del fuego. Es una pisada dura que deja la tierra negra. Es una bota en el cuello de quien lo padece cerca. Es que te quieres morir cuando vuelves a tu casa y el verde de tu paisaje tornó en ceniza y pavesa. No oyes cantar los pájaros, los animales huyeron o murieron abrasados. El gris oscuro lunar se te clava en la retina y no te deja llorar. Tampoco sabes muy bien qué hacer a partir de ahí. El daño que se ha causado solo lo arreglan las décadas. No hay nada que recoger, no hay nada que puedas limpiar. Es tan cruel la catástrofe que no puedes aportar remedio ni buscar o poner medios para un arreglo más rápido. El bosque que ha desaparecido quizá lo vean tus nietos, para ti no pasará de un nostálgico recuerdo. Y de un furioso cabreo, más que justificado, que también quema por dentro.

Foto: Imagen de un comedero de vacas arrasado por el fuego, en la Aldea de O Busto, en Pobra de Brollón, Lugo. (EFE/Eliseo Trigo)
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A. López Agencias B. F. Infografía: R.Márquez y L.Rodríguez Gráficos: Darío Ojeda

Hace casi un millón de años que andamos jugando con fuego. Nuestros antepasados lograron tornar en nosotros cuando por fin lo dominaron. Cocinando mejoraron la asimilación de proteínas. Reblandecieron la carne, se redujo la mandíbula para que creciera el cerebro. Eliminaron toxinas y parásitos de la dieta. Conquistaron a la noche y a la oscuridad de las cuevas y encontraron la herramienta para doblegar a las fieras y evitar depredadores. No es ninguna falacia lo que le debemos al fuego. La evolución de su uso con la revolución industrial nos dio, en apenas un suspiro, un salto parecido al de millones de años. Hoy casi todo lo que nos luce, lo que nos mueve, lo que nos enfría o calienta si tiras un poco del hilo te lleva hasta alguna hoguera.

En el intento de evitar fuegos a base de carburantes andamos los últimos años. Quizá querer hacer las paces muy rápido con nuestro agotado planeta esté sucumbiendo a alguna guerra, parece que nos empuja a mantener el brasero más de lo que habíamos previsto. Seguiremos quemando en masa piedras, gases y maderas para mover las turbinas. Tenemos grabado a fuego el reto de la energía.

placeholder Incendio en Las Hurdes. (EFE/Carlos García)
Incendio en Las Hurdes. (EFE/Carlos García)

Es la paradoja absurda. De conocerlo tan bien, de usarlo en todo momento, y no poderlo controlar cuando surge a campo abierto. Ese dominio del fuego hace agua por los bosques que sin agua languidecen. Antes los bosques rentaban y anclaban población y cuidados. Ahora, cuando más nos necesitan, menos necesitamos de ellos y eso les está matando. Todos estamos de acuerdo en destinarles recursos para tratar de mantenerlos. Y debería haber consenso en los métodos utilizados. Casi todos los que saben reclaman trabajos previos. Más prevención que intervención cuando ya surgió el incendio.

Tenemos unos seis mil agentes forestales. Y veinte mil bomberos. Veintiséis millones de hectáreas declaradas como bosque, más de la mitad de España. Tenemos camiones, hidroaviones, helicópteros y buldozers. Tenemos torres de vigilancia, tenemos todoterrenos. Cisternas, mangueras y cortafuegos. Tenemos la intención y el talento. Pero se queman los bosques. Porque una vez que han prendido somos pequeños ícaros condenados al fracaso. Miles de generaciones tratando de controlarlo y el fuego, nos dicen ahora, en todo un millón de años, apenas va por su sexta. Y nos vence en cada lance, en cada loma prendida, en cada barranco en llamas. Parece que su control, si supera nuestro tamaño, no es ni fácil ni eficaz. Nos resulta más sencillo de evitar que de aplacar. Y para eso el trabajo debe realizarse antes. Y es un trabajo caro que deberían sostener, como en un sistema cerrado, los bosques con sus recursos.

No propongo que volvamos a la explotación de la leña, espero que no haga falta

No propongo que volvamos a la explotación de la leña, espero que no haga falta, pero la biomasa prometía sistemas de calefacción cómodos y sostenibles. Puestos a subvencionar, si encontráramos la fórmula de trabajarse los bosques y meterlos en rentabilidad, andarían más cuidados. Y tendríamos más cuidado. Y si de paso nos liamos a reforestar con más brío, quizá a partir de nuestros nietos encontremos la compasión que absuelva los pecados medioambientales de nuestra generación. Menos fuegos y más árboles, qué sencilla solución.

Entre los otros usos racionales que podríamos hacer del bosque está precisamente su uso. Integrar con cabeza y vigilancia instalaciones usables para un turismo consciente y responsable, gritara el que gritara, podría tener fundamento. Icónicos parques nacionales de Estados Unidos, por ejemplo, son casi rutas turísticas que, en adecuada proporción, no solo no deterioran sino que garantizan su estado de conservación. En España, la promoción del turismo rural y forestal, la caza, incluso la ganadería extensiva y ecológica, podrían tener su sitio en la cadena productiva que apuntale el interés de conservarnos los bosques. Muchas veces la mejor forma de cuidar bien algo es, precisamente, usándolo mucho.

Foto: Un helicóptero trabaja en las tareas de extinción del incendio declarado en el paraje El Higuerón de Mijas. (EFE/Daniel Pérez)

Lástima que las tendencias de este nuevo ecologismo no acepten, ni las soluciones de siempre, ni los valientes debates. Esos que necesitaríamos que fijaran los objetivos en el futuro a medio y largo plazo. La visión egoísta de mantener lo que queda descarta planteamientos que puedan ser productivos y, por lo tanto, de éxito. La mirada mercantil, tan prohibida en el buenismo, aportaría caminos. Una política global, proporcional, coordinada y optimizada en el territorio, también ayudaría a comprender lo transversal de un incendio desbocado por las lindes imaginarias de las comunidades autónomas.

Esos tabúes absurdos desenfocan el problema. Estas olas de calor ahondan en nuestra tragedia de la desertización. Pongo la mano en el fuego: no nos pondremos de acuerdo. Me temo que nuestra cocción no merece a ser a fuego lento.

España se quema a lo bonzo. En un suicidio colectivo se sienta y se prende fuego. La lata de gasolina resulta ser etileno, ese combustible natural, tan inflamable y volátil, que mandan las plantas al cielo cuando la tierra se seca. Los bosques mueren de sed, el terreno los marchita. En una reacción que no pueden evitar liberan de su organismo ese compuesto químico haciendo del aire y las plantas un perfecto polvorín. La chispa les cae del cielo, de un accidente de coche, de un sociópata, de un imprudente o de intereses corruptos. Tarde o temprano prende y el incendio nos devasta. No son fuegos como siempre, son auténticas llamaradas. Los montes son lanzallamas esperando su centella. Y hoy coinciden encendidos desde todos los costados achicharrando conciencias.

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