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Juan José Cercadillo

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Llamadas del 11-M

Dos décadas. Dos de cada tres recordamos dónde estábamos. El tercero no había nacido, o no tenía conciencia, por monstruoso o por niño, o ya no está entre nosotros para que entre en la cuenta

Foto: Ofrenda floral en el homenaje a las víctimas del 11-M en la calle Téllez. (Gabriel Luengas/Europa Press)
Ofrenda floral en el homenaje a las víctimas del 11-M en la calle Téllez. (Gabriel Luengas/Europa Press)
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Dos décadas. Dos de cada tres recordamos dónde estábamos. El tercero no había nacido, o no tenía conciencia, por monstruoso o por niño, o ya no está entre nosotros para que entre en la cuenta. Lo de que la memoria está vinculada a las emociones está científicamente demostrado. Todos podemos dar fe de ello. La capacidad de recordar el detalle impregnado de miedo, alegría, sufrimiento o indignación tiene millones de megapíxeles, es mucho más que una memoria fotográfica. Es en realidad, la vida misma. La que queda. Recuerdo cada minuto de esa mañana que se me quedó grabada mientras la vida normal, la olvidable, me acontecía. El impacto fue tal que hasta lo más frívolo me permanece.

Recuerdo no recordar el nombre de la recién amiga, que al otro lado de la puerta medio canturreaba derrochando agua en la ducha mientras yo me desperezaba. María, creo. Demasiado ruido en Snobíssimo la noche previa, demasiado ruido en mi cabeza esa mañana. Tenía que recordarlo antes de pedirle el teléfono, sabía por experiencia que, si no, era una cuestión inhabilitante a la altura de la anterior cometida: haberme quedado dormido nada más llegar a la cama. Y dos tarjetas amarillas el mismo día raramente no acababan en roja, lo que era una faena teniendo en cuenta el precio de aquellas copas.

Preparándome para lo peor estaba, verle la cara a la plena luz del día, o que ella viera la mía sin el filtro del flirteo, o vernos ambos tan temprano sin sus gafas de ginebra, sin mis lentes de ron de Venezuela. Todo podía ser distinto. Sorpresas te da la vida, sobre todo si es nocturna, tarareaba miedoso cuando sonó mi teléfono caído tras la mesilla. Me sorprendió el contacto, por temprano y por infrecuente. Óscar, además de primo hermano, cosa que ya sabía, era empleado de limpieza en las inmediaciones de Atocha, cosa que descubrí ese día.

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Llamó llorando desconsolado. No entendía muy bien su queja. Eran las ocho menos cuarto y me dolía la cabeza. Me costó entender el contexto por su inconexión y mi resaca, y por lo distópico de la escena que describía. Me relató entre sollozos desgarradores el susto de la bomba aquella. Su máquina de limpiar aceras había pegado tal brinco que por poco lo desmonta. Veía gente corriendo buscando espacios abiertos desesperados y confusos, perdidos en plena calle fruto del desconcierto. Entró en pánico al ver la primera ensangrentada. La verdad es que nunca pregunté por qué me llamó primero. Yo trataba de calmarle hablando de fallos técnicos. Justo ahí sonó otra bomba, me dejó sin argumentos.

Hasta le oí salir corriendo y urgirle la policía que no dejara de hacerlo. Luego dos minutos de silencio con las sirenas de fondo. Con esa angustia en el cuerpo le di menos importancia al sonido de la puerta de mi casa cerrada en tono violento. Nunca sabré si el portazo al fondo de aquel corto pasillo lo dio también una sirena o fue cosa de una morsa diciendo adiós en su morse: un punto a golpe de puerta que me sonó a cruz y raya. En cualquier caso, ni susto, ni bronca, ni teléfono por si viniera a cuento reintento de algún tipo. El alivio fue completo, no estaba yo para eso. Volvió Óscar al teléfono y el llanto pasó a jadeo. Me ofrecí ir a buscarle consciente de mi inconsciencia, pero ambos sucumbimos a la evidencia de no saber qué pasaba y que era más consecuente hacer caso a la policía y dejar sitio a los héroes.

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Colgó Óscar para tratar de reportar a sus padres. Dejé el teléfono rápido, necesitaba esa ducha. Normalmente, Gabilondo me informaba con la radio en ese rato de intimidad de soltero que es el baño en la mañana. Disfrutar de soledad viviendo solo, colmo de la soltería, cumbre de la paranoia, oda a la individualidad, mi única religión entonces. Iñaki ya informaba sobre el resto de explosiones con voz y tono de angustia, de adivinar lo que venía. El caos parecía grande, pero no había grandes datos. Su rigor y su prudencia mantenían la esperanza de mucho más ruido que muertes, de mucho más bombo que bombas. El paso de los minutos, los testigos oculares, las dudas de la policía, minaban al locutor que pasó a vaticinar que aquello tornaba catástrofe.

Nunca había nada en casa, desayunaba en el Cuco's enfrente de mi oficina. A pesar de la imperiosa necesidad de café antes de salir quise ver alguna imagen. En la 1, una cámara fija de tráfico apuntaba al portón de Atocha. Tanto ladrillo rojo y el reloj un tanto inmóvil transmitían cierta calma. Muy poco correspondida con el tono del relato, las diferentes sirenas y una columna de humo que hacía señales claras. El jeroglífico era fácil, no presagiaba nada bueno. Ya eran casi las nueve y tenía cita en mi despacho. Trataba justo ese día de ajustarle precio a uno para instalar una carpa en nuestro club deportivo. La poca costumbre de euro aún obligaba al cambio para dimensionar presupuestos. 600.000 euros no era mucho, pero 100 millones de las antiguas pesetas dejaban a los chavales entrenando a la intemperie. Había que hacer el esfuerzo. Se sentó este tal Jordi y surgió pronto el suceso. A las diez de la mañana ya alguien había hablado de ETA. Jordi con sus dos… convicciones, expuso su teoría después de anunciar resuelto que el precio no lo movía.

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En tiempos de odios a Aznar, de indignación consecuencia de sentirse de extrarradio, Jordi y su clarividencia ponía al gobierno mismo al mando de esos mandos a distancia que la elucubración a esa hora barajaba como principal detonante. "Perdían las elecciones, necesitaban a ETA. Es un atentado de Estado urdido por sus cloacas". Y aún no sabíamos de Putin. Puse cara de disgusto, aún más por sus razonamientos que por sus precios, pero vi claro muy pronto que no les haría réplica. Para entonces mi cabeza, mis recursos y mi estómago estaban pidiendo una tregua en mi guerra contra parte de la humanidad, tenía que decidir cuál era.

Media hora después de que se fuera me inventé una reunión y decidí irme a mi casa. Sonó mientras conducía un Iñaki compungido e indignado. Como si eso pudiera ser. Y de fondo un Jorge Drexler desgarrador y esperanzado, como si eso pudiera ser, con sus décimas del moro judío que vive con los cristianos y su melodía a ritmo de corazón en un puño. Ya parecía locura islamista en territorio reconquistado. Puse el televisor, eran las doce de la mañana. No me levanté en todo el día de aquel incómodo sofá, triste, dolido y atribulado. Solo atendí dos llamadas. Jordi pidiéndome perdón y Oscar dándome las gracias. Hoy pido perdón por recordar lo banal, pero sobre todo doy las gracias porque no tuve que lamentar damnificados cercanos. Hoy, todo mi corazón con los que sí.

Dos décadas. Dos de cada tres recordamos dónde estábamos. El tercero no había nacido, o no tenía conciencia, por monstruoso o por niño, o ya no está entre nosotros para que entre en la cuenta. Lo de que la memoria está vinculada a las emociones está científicamente demostrado. Todos podemos dar fe de ello. La capacidad de recordar el detalle impregnado de miedo, alegría, sufrimiento o indignación tiene millones de megapíxeles, es mucho más que una memoria fotográfica. Es en realidad, la vida misma. La que queda. Recuerdo cada minuto de esa mañana que se me quedó grabada mientras la vida normal, la olvidable, me acontecía. El impacto fue tal que hasta lo más frívolo me permanece.

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