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El irlandés errante
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Juan José Cercadillo

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El irlandés errante

Antes de primavera se celebra San Patricio, aquel converso tan afable que retornó a su patria y cristianizó gran parte. No eran fáciles los Celtas que veían volar brujas, enanillos por el campo y águilas de dos cabezas

Foto: El desfile de San Patricio de este sábado en la Gran Vía de Madrid. (EP/Matías Chiofalo)
El desfile de San Patricio de este sábado en la Gran Vía de Madrid. (EP/Matías Chiofalo)
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Me autopercibo irlandés. En tiempo de identidades quiero sentirme más verde. Diríjanse a mí en gaélico, respeten mis diferencias. Mis ancestros tiran a morisco lo que evita el pelirrojo, mi piel puede que algún día fuera subsahariana, lo que imposibilita las pecas. Vamos, que no es que mi cuerpo acompañe en absoluto. Aun así, por estas fechas me viene vena irlandesa y peregrino a diario a cualquier bar de madera para sentirme acogido. Me pongo un gorro de duende que simule una melena rojiza y destartalada y con esa pinta, y otras más de cualquier cerveza fría, paso mi propia semana del orgullo de creerme un hibernés, pues Irlanda era Hibernia en tiempos de San Patricio.

Eso sí son embajadas que hacen de un país pequeño franquicias por todo el mundo. Un bar irlandés difunde espíritu y cultura mejor que los diplomáticos, agregados o institutos. Y en vez de costar, recaudan, y exportan cerveza negra y whiskey de las montañas. No hay ciudad donde no haya rincones con luz de cueva, repletos, destartalados. Llenos de anuncios de Guinness, su tesoro más preciado, las fotos desperdigadas de ríos o de campiñas, las bufandas de algún club y una pizarra enorme donde lees la programación de casi todos los deportes que verás en estos días. Yo he visto casi de todo apoyado en esas barras. He visto por supuesto fútbol, y más rugby que otra cosa. Pero también me he tragado, al ritmo que trago mis pintas, tenis y futbol australiano -y gaélico algunos días-, he visto billar y dardos, he visto golf y hasta bolos y beisbol, deslocalizando. He visto artes marciales mixtas y carreras de caballos, he visto curling en invierno, vóley playa en verano y pádel en entretiempo.

Música en directo o de fondo, siempre más gente que aforo, cerveza en estado puro. Ni tapas, ni tristes panchitos, ni aceitunas ni patatas. Ahí le das al estofado, a la hamburguesa pringosa y hasta al pastel de pescado. La globalización permite que te ofrezcan también nachos, pero pasaremos por alto tamaño desmán geográfico, por respeto a su eficiencia en la lucha contra las resacas. Son bares de cualquier hora y bares de cualquier día, para lo triste o lo alegre, el sitio que elegiría. Café para revivirte, sidra para celebrarte, cerveza para los partidos, whiskey para los alargues. Homenajean igual con sus nombres una pescadera enferma que un grandísimo premio Nóbel. Dos de mis preferidos: Molly Malone y James Joyce.

Foto: Foto: iStock.

Antes que a la primavera se celebra a San Patricio, aquel converso tan afable que retornó a su patria y cristianizó gran parte. No eran fáciles los Celtas que veían volar brujas, enanillos por el campo y águilas de dos cabezas. Tampoco es que el Espíritu Santo no tenga explicación compleja, pero el ingenioso monje simplificó el asunto echando mano a la tierra. Cogió un trébol que, estadísticamente, suelen tener tres piezas y comparando cada hoja con cada representación divina dio solución sencilla a aquello de uno y a la vez trino, el gran misterio de la teología, la cuadratura del círculo de explicar lo inexplicable. La suerte le fue esquiva y generosa al mismo tiempo, porque de dar sin querer con uno de cuatro hojas aún estarían por Irlanda dando vueltas al asunto. Yo sigo sin entenderlo, y sin encontrarme ninguno, ni trébol de cuatro hojas, ni Trini del todo santa.

Es una pena que el cambio de nacionalidad sea más complejo que el cambio de sexo. Sin hormonas de por medio yo este Seis Naciones habría estado dispuesto. Ganaron los irlandeses en alarde físico y técnico. Derrotaron a Inglaterra y derrotaron a sus miedos convirtiéndose en el mejor del mundo y en los que ahora dan miedo. Me hubiera ido al registro nada más acabar el tercer tiempo. Le hubiera plantado una M a la C de Cercadillo, McErcadillo me quedo, hijo de Ercadillo, que es lo que significaría. Mato dos pájaros de un tiro, mi aspiración irlandesa en tiempos de San Patricio y reconocimiento al padre en tiempos de San joseses, Jose el padre, Jose el hijo y Jose el espíritu santo que aún conserva su nieto.

Hay que hacerse de otros sitios y hay que hacerse más de rugby. Las aficiones mezcladas, los cánticos respetuosos y los himnos respetados. Países tan enfrentados, invadidos e invasores, conviven sin incidentes, cantan juntos en el campo, en las calles y en los bares. La propia selección irlandesa, que suma a Irlanda del Norte solo en este deporte, canta dos himnos que, no hace tanto, se cantaban desde trincheras. Uno es "la canción del soldado", el otro "Dios salve a la reina", no hay mucho más que explicar. No hay insultos en el rugby, no hay problemas ni peleas. Van los niños tan felices, los mayores con sus Guinness pueden beber en la grada. Hay fuerza y agresividad en el campo, pero nunca violencia y lo mismo pasa afuera. Nadie se dirige al árbitro salvo que seas el capitán, nadie finge, nadie se queja, nadie celebra de más. Por eso casi todos los años antes de la primavera, con el rugby por bandera, con la sed como mandato y San Patricio de excusa, trato de hacerme pasar un rato por un irlandés errante, de errar no de andar mucho, que bares irlandeses tenemos por todas partes.

Me autopercibo irlandés. En tiempo de identidades quiero sentirme más verde. Diríjanse a mí en gaélico, respeten mis diferencias. Mis ancestros tiran a morisco lo que evita el pelirrojo, mi piel puede que algún día fuera subsahariana, lo que imposibilita las pecas. Vamos, que no es que mi cuerpo acompañe en absoluto. Aun así, por estas fechas me viene vena irlandesa y peregrino a diario a cualquier bar de madera para sentirme acogido. Me pongo un gorro de duende que simule una melena rojiza y destartalada y con esa pinta, y otras más de cualquier cerveza fría, paso mi propia semana del orgullo de creerme un hibernés, pues Irlanda era Hibernia en tiempos de San Patricio.

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