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Juan José Cercadillo

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Por ejemplo, el aeropuerto

Pienso en la maravilla de tanta gestión logística, en ese caos ordenado que empaqueta cada día miles de pasajeros con destino a sus negocios, a sus ocios o familias. Y siento que si esto funciona todo podría funcionar

Foto: Un grupo de personas en el Aeropuerto de Barajas. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Un grupo de personas en el Aeropuerto de Barajas. (EFE/Rodrigo Jiménez)
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Un trampolín descomunal. Una puerta al teletransporte. Inunda su hormigón y su alquitrán el amplio valle del Jarama. Si Sánchez Ferlosio levantara la cabeza… Compiten sus sinuosas cúpulas con las enormes terreras de Paracuellos. Las trazas de sus cuatro pistas replican la enorme cruz tumbada en una de sus laderas. Esa que confunde y siembra de preocupación al despistado turista, en trance de despegue o aterrizaje, incitándole a persignarse.

El aeropuerto mira al norte a la lejana Sierra, al sur a la demasiado cercana villa de San Fernando. Compradas por apenas setecientas mil pesetas las primeras 30 hectáreas, allá por los años treinta, las sucesivas ampliaciones se lograron desviando el río Jarama poco antes de que se le una, en Mejorada, el alcarreño Henares a su cada vez menos vertiginoso camino al definitivo Tajo. Creció en extensión con los años hasta que sus actuales tres mil cincuenta hectáreas, que le convierten en el segundo más grande de Europa. Quieren hacerle crecer, dicen los que le cuidan.

Llegar al aeropuerto a las seis de la mañana pareció justificarme la reflexión sobre su ubicación, su tamaño y su historia. “Como si fuera la primera vez que lo pisaba”, pensé mientras pagaba al taxista con poca cara de recién levantado. Ni despierto ni dormido, bajé del oloroso coche convencido de verme, al pasar las puertas del bicho, como Jonás en el interior vacío del estómago de esta descomunal ballena, varada irremediablemente por el peso de su hormigón y la falta crónica de agua. Error. La vida empieza muy pronto cuando quieres llegar lejos.

Una ciudad en marcha, minions en estampida, carreras de desconcierto, juegos de encontrar tu número. Pantallas que lo dicen todo, miradas de no querer saber nada, frases hechas de escaqueo… “Pregunte a mi compañera” ocupa desde siempre el primer puesto. Colas compulsivas y erráticas, maletas como mascotas acompañan a sus dueños retrasando sus traslados. Tiempos de espera impaciente que aminoran los teléfonos de los que volverán a la tarde. Sin documentos impresos, sin equipajes, se saltan los mostradores y pasan a la carrera, a salto de mata y de vallas, el fielato que escanea sus vergüenzas, sus entrañas.

Foto: Un viajero, en el Aeropuerto Adolfo Suárez-Madrid Barajas. (Europa Press/Jesús Hellín)

Decenas de mesas largas, bien dotadas de bandejas, guardias de tráfico de personas en las sinuosas esperas, te avocan sin más remedio al análisis minucioso de tu equipaje de mano. Ordenadores aparte, líquidos en trasparencia… cinturones y relojes van camino del escáner. “Quítese las zapatillas”, “Ponga ahí esa chaqueta” y señalado o violentado, depende de cuántos turnos acumule el vigilante, no respondes. Y bajando la cabeza obedeces cual cordero en trance de querer salvarse. Pita ese arco del triunfo, del triunfo de la tecnología, y el segurata obediente te echa el alto y te echa a un lado. Es señalamiento random. Y sin parecer fumeta, la estadística te retrasa, y pasan unas papeletas por tus manos y tu ropa, mientras esperas o desesperas dependiendo de si tu vuelo queda o no en puertas cercanas.

“Adelante” dice el gesto del vigilante que nunca mira. Su compañero, dispuesto a que este no sea tu día, te conmina a que destripes tu ya muy vieja mochila. “Es un cepillo de dientes”. “Pues parece un estilete”. “Prometo cambiar las cerdas...” Y tras incómodo silencio me dice su mano: “Adelante…”, mientras le absorbe la pantalla. Otro que nunca me mira. “¡El siguiente!”, grita con cierta expresión perversa. Parece gustarle su trabajo, vista su particular fijeza.

Vuelve el cinturón al sitio, al sitio el cepillo de dientes, cierro mochila y capítulo y me encamino arropado por la gente escaneada al piso que queda abajo. Escojo las escaleras que de forma bien pensada desembarcan en las tiendas. Miles de bebidas alcohólicas y miles de chocolates, miles de perfumes distintos, miles de “innecesidades”. Recorres la travesía de sujetar tus instintos, de vencer las tentaciones de parecerte al que anuncia. No son intentos baratos, aquí todo cuesta el doble. Miras precios que disuaden y te vuelves a preguntar si todo esto es necesario, si alguien lo comprará.

Siendo ya las seis y media mi estómago decide despertar y alerta con sus ruiditos de falta de cafeína. La oferta es variopinta aun siendo de madrugada. Marcas reconocibles, muebles de aparentar casas, mucho verde, mucha ensalada, y en bandejas relucientes los cruasanes de siempre retando a la vida sana. Los mismos en todos lados. Lacios, pequeños y caros se alinean indolentes hasta que son devorados. Veo cajas de naranjas por casi todos los rincones. A siete euros el zumo, considero que la pila que interrumpe los traslados entre la cafetera y la caja, se hará unos cientos de euros antes de media mañana.

placeholder Varias personas en la terminal T4 del aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas. (Europa Press/Alberto Ortega)
Varias personas en la terminal T4 del aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas. (Europa Press/Alberto Ortega)

Bollería decorativa que algunos se empeñan en comer, azúcar que acorte la vida y mil tipos de café, conforman los desayunos que conviven con los pocos a los que pillamos de cena. Bocadillo de jabugo, de los de pagar a plazos, y cerveza. Nunca una. Envidia sana por su mejor horario y cierto arrepentimiento por mi decisión más necia de cumplir con el Dry January. Que parece más sencillo dejar atrás algunos vicios si Instagram lo recomienda en inglés y fina rima. “Solo queda una semana”, me digo muy resignado mientras veo al guiri soñando con volver y vivir en España.

El vaso de cartón me quema, tendré que hacer una parada. Veo el azul a lo lejos que marcan las puertas K. Siete minutos. Me quedo sin dedos a la altura de las jotas. Paro en la estación de carga de los yonquis del teléfono. Al fondo, una tele muda le da cierto movimiento. El café no está a la altura de la altura de su precio. Hice mal las previsiones, me sobra demasiado tiempo. Camino sin utilizar esas cintas de transporte, disfrutando, por una vez, de no haber llegado con prisas.

El vuelo no tiene retraso, es lo bueno del primero. Son las 6:45 y comprueban con desgana, no sé ni cómo lo ha hecho, coincidencia de apellidos entre DNI y pantalla. En una hora estaré en Málaga. Y pienso en los días que se tardaba antes en cruzar Despeñaperros con carreta y con mangantes. En hacer noche en los cruces, en las ventas del camino, en las perdidas aldeas y hasta en cuadras de animales...

Y celebro nuestro siglo. Y vuelvo a ver el infinito, siempre elijo ventanilla, de esa pared de cristal donde maman los aviones mientras esperan volar. Y pienso en la maravilla de tanta gestión logística, en ese caos ordenado que empaqueta cada día miles de pasajeros con destino a sus negocios, a sus ocios o familias. Y siento que si esto funciona todo podría funcionar. Un ejemplo, el aeropuerto, para los que quieran copiar. Pienso en el urbanismo, la educación, sanidad…

Un trampolín descomunal. Una puerta al teletransporte. Inunda su hormigón y su alquitrán el amplio valle del Jarama. Si Sánchez Ferlosio levantara la cabeza… Compiten sus sinuosas cúpulas con las enormes terreras de Paracuellos. Las trazas de sus cuatro pistas replican la enorme cruz tumbada en una de sus laderas. Esa que confunde y siembra de preocupación al despistado turista, en trance de despegue o aterrizaje, incitándole a persignarse.

Aeropuerto de Barajas
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