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Matacán
Por
Ocho cabreados vascos
Hace unos años, en pleno esplendor de su breve reinado mediático, un locutor radiofónico sacudía por las mañanas los transistores de toda España con dosis agrias
Hace unos años, en pleno esplendor de su breve reinado mediático, un locutor radiofónico sacudía por las mañanas los transistores de toda España con dosis agrias de mala leche, sospechas generalizadas y misterios angustiosos, adornados siempre con una buena sarta de insultos urbi et orbi. Cuando le preguntaban por esa tensión diaria, él lo explicaba: “A los españoles les gusta que los saquen de la cama con una patada en la boca”.
La efervescencia de aquel agitador de ‘maricomplejines’ se fue apagando pero, si un día tuvo éxito, fue porque existe en España una extraña propensión al mal humor estrechamente vinculada, seguramente, con el pesimismo sociológico, decimonónico. Por fortuna, la realidad va por otro lado, pero existe esa inclinación en muchos.
Es como una gravedad impostada que tiende a ver siempre el apocalipsis, la ruina inminente, el desastre generalizado. Un ejército diario de cabreados, digamos, a los que no les vale que las cosas vayan mal en la economía, que haya pésimos ministros en el Gobierno o que el sistema autonómico haya degenerado en disparate… No, todo eso no es suficiente. Tiene que ser más, siempre un desastre mayor, una previsión peor, una angustia superior.
El malestar de la izquierda ‘abertzale’ es señal inequívoca de que esa película lo único que daña es la endogamia nacionalista, la ceguera independentista y radical
Gravedad impostada, sí, ante la que sólo cabe anteponer el reparo de la tensión innecesaria que se genera. Dicho de otra forma, si ya somos conscientes de que la situación está jodida, ¿qué se gana con raciones extra de mala leche?
El problema, además, es que esa tensión adicional, demagogia negativa, puede resultar inocua cuando se aplica, por ejemplo, al agujero de las Administraciones Públicas, a la crisis económica o, incluso, al futuro incierto de España como nación, porque el tiempo ya nos irá dando cuenta de la realidad; lo malo es cuando se agitan las conciencias con cuestiones menos etéreas, más calientes, más viscerales.
El terrorismo, por ejemplo. Reacciones irritadas como ahora con la película de los Ocho apellidos vascos y la protesta que se ha ido generando en el entorno de las víctimas del terrorismo, como si se tratara de un agravio a la memoria, una desconsideración. Esto que han escrito otros apellidos vascos, como Zarzalejos, que lo ve un bodrio frívolo e irresponsable, o Jon Juaristi, que lo considera un síntoma de la amoralidad de la equidistancia. Como ellos, según señalan, otros vascos más, incluidas algunas víctimas del terrorismo.
Nada más errado, a mi juicio. La única reacción valorable ha sido la de la mal llamada ‘izquierda’ abertzale, los de Bildu y el Gara. El malestar de esos tipos, su patética protesta de que “intérpretes que no son vascos jueguen a hacer de vascos”, es señal inequívoca de que esa película lo único que daña es la endogamia nacionalista, la ceguera independentista y radical. La película Ocho apellidos vascos no es más que una comedia romántica, muy divertida, sin más pretensiones que entretener. Trama al uso, chico-chica, con final feliz.
Solemnizar sobre el humor siempre ha sido ridículo, pero, de extraer conclusiones políticas y sociales, la única sería esta: la ruptura mediante el humor y la parodia de la endogamia nacionalista, los prejuicios y los tópicos. Pueden estar tranquilas las víctimas que los millones de personas que han ido a ver la película serán en su inmensa mayoría gente sencilla que jamás olvidará el dolor de las familias rotas por el terrorismo, que nunca confundirán el humor con la equidistancia, la risa con el desprecio y la condena.
Decía Guillermo de Baskerville: 'A menudo la risa sirve para confundir a los malvados y para poner en evidencia su necedad'. Pues eso
La risa como acto supremo de frivolidad, la risa como pecado, nos viene de herencia de las oscuridades de la Edad Media. Cuando la visión cristiana del mundo sólo interpretaba la existencia del hombre como un valle de lágrimas. En El nombre de la rosa, de Umberto Eco, hay un pasaje que viene al pelo de esta película, el debate sobre la risa entre Jorge de Burgos, el monje anciano, ciego, antiguo bibliotecario, y el franciscano Guillermo de Baskerville. “La risa es propia del necio. (…) El ánimo sólo está sereno cuando contempla la verdad. Y se deleita con el bien que ha realizado. Y la verdad y el bien no mueven a risa. Por eso Cristo no reía. La risa fomenta la duda”, sostiene el siniestro monje ciego.
Guillermo de Baskerville, luego de rebatirlo con una interpretación distinta de los textos sagrados, le narra una pequeña historia: “Cuentan que cuando los paganos sumergieron a San Mauro en agua hirviente, este se quejó de que el baño estuviese tan frío; el gobernador pagano puso estúpidamente la mano en el agua para probarla, y se escaldó. Bello acto de aquel santo mártir, que ridiculizó así a los enemigos de la fe”.
Sólo había una conclusión en el discurso de fray Guillermo que sirve ahora para rescatarla intacta y aplicarla a esta polémica levantada en algunos por los Ocho apellidos vascos. Decía Guillermo de Baskerville: “A menudo la risa sirve para confundir a los malvados y para poner en evidencia su necedad”. Pues eso.
Hace unos años, en pleno esplendor de su breve reinado mediático, un locutor radiofónico sacudía por las mañanas los transistores de toda España con dosis agrias de mala leche, sospechas generalizadas y misterios angustiosos, adornados siempre con una buena sarta de insultos urbi et orbi. Cuando le preguntaban por esa tensión diaria, él lo explicaba: “A los españoles les gusta que los saquen de la cama con una patada en la boca”.