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Wert, en pie de guerra
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Javier Caraballo

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Wert, en pie de guerra

“Brutal, clara e inminente”. ¿A qué podría corresponder en España todo este despliegue de adjetivación bélica si no fuera a una huelga en la educación? Pues

Foto: Una manifestación contra las políticas de José Ignacio Wert en Madrid. (EFE)
Una manifestación contra las políticas de José Ignacio Wert en Madrid. (EFE)

“Brutal, clara e inminente”. ¿A qué podría corresponder en España todo este despliegue de adjetivación bélica si no fuera a una huelga en la educación? Pues naturalmente que sí, ya están otra vez las redes sociales incendiadas y las pancartas enhiestas. “¡No quiero ni Werte!”, corea en la foto una joven en primer plano, arropada por un mar de pegatinas, banderas y más pancartas, y sólo si se precisa al pie la fecha de la imagen, nadie podría determinar a qué protesta concreta corresponde porque, en realidad, todas mantienen el mismo hilo argumental.

Con seguridad, España es el único país desarrollado, con un sistema de educación pública estable, en el que de forma periódica surge un debate encendido, atroz, casi angustiante, sobre la existencia misma del sistema. Los lobos de la privatización siempre salen al campo, con la boca abierta, y no porque, en puridad, existan propuestas políticas para desmantelar el sistema público, sino porque el debate educativo en España, como ya se ha apuntado otras veces aquí, es el último reducto claro de la batalla ideológica. Nada se ha reformado tanto en España como las leyes educativas, precisamente por eso, porque se entiende que la educación es esencialmente ideología. Y cada partido, cuando llega al Gobierno, se compromete con una reforma acorde a sus principios ideológicos que, como es natural, desbaratará el partido que le suceda en el Gobierno.

“Wert, en pie de guerra”, dicen las crónicas, aunque la verdad es que los ministros de Educación en España sólo son peones coyunturales, generales de unas batallas que conducen a otras. Lo que está siempre en pie de guerra en España es la Educación misma, y el fracaso de Wert ha sido el mismo que el de otros muchos ministros del ramo, que han sido incapaces de generar el más mínimo consenso en torno a la reforma de la educación. Lo que tendría que ser incuestionable en un país comprometido con el progreso es aquí el pasto habitual para incendiar el debate ideológico. José Ignacio Wert, por si fuera poco, ha entendido equivocadamente que, en ocasiones, la respuesta adecuada a ese estado de cosas era la altanería, el desafío y la arrogancia. Como si se ofreciera de víctima propiciatoria, encantado consigo mismo, para alimentar la hoguera.

La batalla de ahora surge por la decisión del último Consejo de Ministros de aprobar un plan de flexibilización de las carreras universitarias, de modo que las universidades puedan implantar un modelo de carreras con tres años de grado y dos años más de máster, frente al modelo actual de cuatro años de grado y uno de máster. Lo extraño de la virulencia con la que se ha planteado la protesta “brutal, clara e inminente” de la comunidad universitaria es que el decreto aprobado por el Gobierno en modo alguno impone el nuevo modelo, sino que lo deja a la elección de las comunidades autónomas y de las propias universidades. Cataluña, por ejemplo, ya ha dicho que piensa aplicarlo a partir del año que viene y Andalucía, lo contrario, que no piensa aplicarlo jamás.

¿Puede alguien encontrar alguna proporcionalidad entre la agresividad de las palabras y un plan que propone un modelo “de forma voluntaria y sin un plazo determinado”? Las críticas que se puedan realizar sobre la disparidad de criterios entre comunidades autónomas y, más allá aún, entre las propias universidades españolas, por el hecho de que unas se acojan al plan y otras lo rechacen, debe contemplarse incluso dentro de la normalidad del sistema autonómico, como se reclama de forma permanente, y de la propia autonomía universitaria. Porque en un mundo tan interrelacionado como el actual, en el que la movilidad de los estudiantes cada vez es mayor, será el tiempo, con los resultados cosechados, el que determine quién se equivoca con su modelo de estudios.

Sucede, además, que lo que se presenta como ‘nuevo modelo’ no es más que el regreso a los planes universitarios anteriores a las reformas del Gobierno de Zapatero. Es decir, lo que ya funcionaba en España era el modelo que, progresivamente, se ha ido ampliando en toda Europa, y que casi se hizo universal con el Plan Bolonia.

Sin embargo, en España se optó por un modelo que, en la actualidad, sólo se aplica en un puñado de países como Grecia, Ucrania o Turquía. Lo explica bien el profesor Azcárraga en un artículo en defensa del Informe del Comité de Sabios que encargó Wert y que, como todos los ‘informes de sabios’ que encarga un Gobierno, acabó en la papelera del Ministerio. Dice así Azcárraga: “La tradicional estructura 3+2 se había establecido ¡en 1970! por la Ley General de Educación del ministro valenciano Villar Palasí para los dos ciclos de las antiguas licenciaturas, por lo que la universidad española ya era boloñesa ‘avant la lettre’. Por si fuera poco, el 3+2 es, además, la versión mayoritariamente escogida en nuestro entorno así que, en lugar de favorecer la convergencia europea –el objetivo fundamental del Plan Bolonia– la elección 4+1 nos ha alejado de ella”.

La involución, parece evidente, se produjo cuando se abandonó el modelo universitario anterior en plena aplicación del Plan Bolonia y se implantó un modelo rechazado por la mayoría de los países de nuestro entorno. Y si la crítica fundamental al modelo del 3+2 se refiere al mayor coste de los estudios universitarios completos por la carestía de los másteres, algo que parece irrebatible, que se dirija la protesta a cada universidad y a cada comunidad autónoma que son las que, por ley, establecen las tasas. Pero si el problema son las tasas, ¿por qué cargar las tintas contra un modelo más eficiente? O que se proteste contra el propio Ministerio por los muchos recortes que ha aplicado, o por las reformas estructurales que ha prometido y abandonado, pero mezclar el debate de las tasas con el del modelo universitario sólo provoca un doble empobrecimiento de las universidades españolas, que acabarán siendo caras y malas.

En fin. Una cosa más. Es sobre el título de este artículo. Podría haber elegido otro distinto:‘Wert, el último elefante educativo (y 2)’. Así, habría hecho referencia al artículo publicado aquí mismo hace un par de años, cuando se aprobó la Lomce, la séptima ley de Educación que se ha sancionado en España desde el final de la dictadura, casi una por legislatura. Lo que ha ocurrido desde entonces es que aquel debate cruento de la Lomce (que, por cierto, sigue sin aplicarse en algunas comunidades) ha dado paso a este nuevo debate de la reforma universitaria, sin que desde fuera seamos capaces de distinguir uno de otro porque se repiten las consignas, en un regreso eterno a la misma protesta. “¿Cuántas vueltas se le habrá dado ya a la misma noria en España?". Y, mientras tanto, los problemas siguen empeorando y los resultados pavorosos del fracaso escolar siguen aumentando”, se decía entonces y, ya ven, la noria sigue dando vueltas. Y vueltas, y vueltas, y vueltas…

“Brutal, clara e inminente”. ¿A qué podría corresponder en España todo este despliegue de adjetivación bélica si no fuera a una huelga en la educación? Pues naturalmente que sí, ya están otra vez las redes sociales incendiadas y las pancartas enhiestas. “¡No quiero ni Werte!”, corea en la foto una joven en primer plano, arropada por un mar de pegatinas, banderas y más pancartas, y sólo si se precisa al pie la fecha de la imagen, nadie podría determinar a qué protesta concreta corresponde porque, en realidad, todas mantienen el mismo hilo argumental.

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