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Si ganan los independentistas
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Javier Caraballo

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Si ganan los independentistas

El resultado del pueblo soberano es intocable, pero ese resultado no será una sentencia que se anteponga a lo establecido en las leyes que regulan la convivencia de un pueblo que vive en libertad

Foto: Varios vecinos ondean una bandera independentista en una terraza en Barcelona. (EFE)
Varios vecinos ondean una bandera independentista en una terraza en Barcelona. (EFE)

Si ganan los independentistas, que es lo que todo el mundo se está preguntando hoy, será la democracia, de nuevo, la que habrá hablado en Cataluña. No habrá en esta ocasión quienes engorden el buche para proclamar, engolados, que “el pueblo es sabio” cuando acude a las urnas porque quizá para entonces se habrán dado cuenta ya de que se trata de una memez insostenible con solo repasar la historia. Hace mucho tiempo que lo que han demostrado al mundo entero cientos de miles de catalanes es que lo que de verdad existe en una democracia es el ‘derecho a enloquecer’ de los pueblos, a equivocarse y hasta a enfrentarse los unos con los otros porque un día todos deciden tirarse a un río de odios y recelos que los arrastra.

Platón ya dejó dicho que “la pobreza no viene por la disminución de las riquezas, sino por la multiplicación de los deseos”, y lo que ha ocurrido en los 2.500 años que han transcurrido es que unos pueblos han prosperado y otros se han arruinado a consecuencia de sus propias ensoñaciones. Muchas de esas decisiones tienen que ver con la elección de la clase política gobernante, que si es extractiva, como se define en el libro ‘Por qué fracasan los países’, acaba generando una alucinación colectiva en la que solo progresa y se enriquece una élite privilegiada que persigue consolidarse en el poder. Eso ocurre en las dictaduras, pero también en las democracias cuando los pueblos, libremente, acuden a las urnas para respaldar a quien los ha instalado en la irracionalidad. Una clase ‘política extractiva’, que es lo que ha imperado en Cataluña en los últimos años. Se llama así porque extrae los mejores recursos de una sociedad y los acaba malogrando; por eso no progresan algunos pueblos, por eso hay veces que se equivocan.

Si ganan los independentistas, habrá hablado la democracia en Cataluña, y el resultado del pueblo soberano es intocable, pero ese resultado no será ni una sentencia ni un veredicto que se anteponga a lo establecido en las leyes que regulan y delimitan la convivencia de un pueblo que vive en libertad. Nada en un Estado de derecho está por encima de la ley, ni siquiera el pueblo soberano. Ese ha sido uno de los grandes camelos que, con un éxito arrollador en casi todas las capas de la sociedad catalana, han puesto en circulación los independentistas: democracia es votar. Claro que no es así porque ningún pueblo es libre en una democracia para decidir en unas elecciones que puede saltarse la ley; pueden modificarse las leyes, pero no ignorarlas.

Una nueva mayoría de independentistas solo tiene una salida posible: acatar la legalidad y respetar los procedimientos judiciales que ya están en curso

En alguna ocasión se ha puesto aquí un ejemplo extremo: imaginemos que en unas elecciones municipales, en una ciudad española, gana un partido xenófobo que promete prohibir la residencia y entrada de inmigrantes. Por encima de la decisión de esos ciudadanos, que votan en mayoría la expulsión del inmigrante, existen una ley que lo prohíbe y una Constitución que lo ampara porque protege la igualdad y la dignidad humana. El fraude electoral que cometen los partidos independentistas que se presentan a las elecciones radica en no advertir a los ciudadanos de que para que Cataluña sea independiente, es necesario modificar la Constitución española. Hasta entonces, solo con un golpe de Estado, con el derrocamiento del Estado de derecho, puede constituirse en Cataluña una república independiente. Una nueva mayoría de independentistas en el Parlamento de Cataluña solo tiene una salida posible: acatar la legalidad y respetar los procedimientos judiciales que ya están en curso contra los rebeldes de octubre. Fuera de la Constitución, no existe ninguna otra alternativa, ninguna otra solución, ninguna posibilidad de diálogo. Cuando se intenta forzar la legalidad, es el peso de la ley el que cae sobre quien lo intenta.

Si ganan los independentistas, se habrá demostrado que una democracia tiene que sustentarse en el respeto al otro, que cualquier manifestación de odio tiene que cortarse de raíz y jamás frivolizarlo. Todo aquello que, por ejemplo, nos parece necesario en el fútbol para evitar la violencia, no puede desdeñarse en la política. Porque las consecuencias de ese odio expandido en política son exponenciales y llegan hasta la muerte de un tipo, una noche en un bar, porque lleva unos tirantes con la bandera de España. O que una candidata se pasee por las calles y un grupo de exaltados la increpe diciéndole “cerda, fascista, fuera de Cataluña”.

Nada de eso comenzó ayer. Hace justo siete años, en las elecciones que se celebraron en noviembre de 2010, se echó a rodar el primero de los insultos: en aquella campaña electoral, las juventudes de Convergencia i Unió, entonces mayoritaria, hoy desaparecida, difundieron un 'spot' publicitario en el que, en una calle cualquiera de Cataluña, un carterista vestido con la silueta de España se acercaba a un ciudadano catalán y le robaba la cartera mientras estaba en el cajero de un banco.

Ahí comenzó a expandirse el odio a España, el “España nos roba”. En aquellas elecciones, Esquerra Republicana era un partido minoritario, por debajo incluso del Partido Popular, a pesar de que había gozado en la legislatura anterior del poder del nefasto pacto tripartito que hizo a José Montilla presidente de la Generalitat. Esquerra no contaba, pero su líder de entonces, Puigcercós, ya empezó a cavar decidido en el filón de la desafección y el agravio: “En Andalucía no paga impuestos ni dios y Madrid es una fiesta fiscal; ese es el expolio que está sufriendo Cataluña”. Hace siete años, cuando empezó todo, parecía solo la provocación de un descerebrado, una injusticia y una ofensa, que desecharía la Cataluña de la templanza, el sentido común y el pragmatismo. El oasis catalán. Siete años… Cuando se mira atrás, produce vértigo asomarse al pozo de nuestra propia equivocación.

Si ganan los independentistas, que es lo que todo el mundo se está preguntando hoy, será la democracia, de nuevo, la que habrá hablado en Cataluña. No habrá en esta ocasión quienes engorden el buche para proclamar, engolados, que “el pueblo es sabio” cuando acude a las urnas porque quizá para entonces se habrán dado cuenta ya de que se trata de una memez insostenible con solo repasar la historia. Hace mucho tiempo que lo que han demostrado al mundo entero cientos de miles de catalanes es que lo que de verdad existe en una democracia es el ‘derecho a enloquecer’ de los pueblos, a equivocarse y hasta a enfrentarse los unos con los otros porque un día todos deciden tirarse a un río de odios y recelos que los arrastra.