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El año del Valle de los Caídos
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Javier Caraballo

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El año del Valle de los Caídos

"Esto estaba muerto y, gracias al PSOE, se ha venido arriba como nunca; jamás habían venido tantos turistas”, piensa un camarero que trabaja en el lugar donde está enterrado Franco

Foto: El Valle de los Caídos. (Reuters)
El Valle de los Caídos. (Reuters)

Sostiene Domínguez que una mañana de diciembre le preguntó a su cuñado por dónde se iba al Valle de los Caídos. Fue lo primero que pensó al levantarse y es posible que él mismo se sorprendiera de aquel arrebato inesperado. Desayunaban en la cocina del piso los dos matrimonios, mientras los niños correteaban en el salón y brincaban en el sofá y, al decirlo, su cuñado le devolvió la pregunta, pero convertida en sorpresa o estupefacción. ¿Al Valle de los Caídos? ¿Es que quieres ver la tumba de Franco?

Era eso, sí, exactamente eso: Por primera vez en su vida sentía un interés desorbitado por visitar la tumba del dictador. Aquel mismo día, volvería a darle más vueltas a esa paradoja difícil de explicar, porque carece de sentido que nunca antes hubiera querido visitar la tumba de Franco o el Valle de los Caídos y que ahora, a sus cincuenta y pico años, quisiera hacerlo. No es fácil de entender que en los años ochenta o en los noventa, jamás se le hubiese pasado por la cabeza. Cómo explicarse que algo cobre interés cuando ya parecía olvidado. Mucho más cuando, como sucede con el Valle de los Caídos, se trata de un monumento alejado de todo, que se debe visitar ex profeso.

placeholder Tumba de Franco, en un aniversario de la muerte del dictador. (EFE)
Tumba de Franco, en un aniversario de la muerte del dictador. (EFE)

Sostiene Domínguez que cuando se acercan las Navidades suele visitar a su cuñado en su casa de Madrid, un piso de Malasaña que se compró hace años, cuando su empresa cerró la delegación de Sevilla, después de la Expo 92, y tuvo que trasladarse a la capital si quería seguir trabajando. El Bernabéu o el Rastro, el Retiro o el Mercado de San Miguel, la Latina o Chueca, el Palacio Real o el Museo del Prado pero, ¿el Valle de los Caídos? Esa es la cuestión. Supo entonces que una agencia de viajes organizaba excursiones por 60 euros: “El Escorial y Valle de los Caídos. En este tour visitaremos dos de los monumentos más importantes de Madrid y de la historia de España. Descubre con nosotros el símbolo del poderío español del siglo XVI y la Basílica que honra a los caídos durante la Guerra Civil Española”.

Llamó al teléfono que se indicaba en el anuncio, pero le dijeron que ya no quedaban plazas para ese día. No te preocupes, intermedió su cuñado, porque he decidido que me voy a ir contigo. Cogemos el metro a Moncloa y desde allí sale un autobús de línea. Luego subimos en taxi hasta el monumento.

El Bernabéu o el Rastro, el Retiro o el Mercado de San Miguel, la Latina o Chueca, el Palacio Real o el Museo del Prado pero, ¿el Valle de los Caídos?

Sostiene Domínguez que cuando llegaron al Valle de los Caídos se acercó a comprar una botella de agua y el camarero, que era de Málaga, fue el primero que le dijo “el Gobierno de Pedro Sánchez nos ha dado la vida. Esto estaba muerto y, gracias al PSOE, esto se ha venido arriba como nunca; jamás habían venido tantos turistas”. Luego, una vez dentro, quedó impresionado con las dimensiones de aquella obra. “La construcción de la cruz comenzó en julio de 1950 y fue creciendo a razón de 70 centímetros diarios hasta alcanzar los 150 metros que la convierten en la más grande del mundo, con brazos de 24 metros cada uno. El cálculo de resistencia al viento se hizo en función de vientos de entre 50 y 300 kilómetros por hora para un plazo de tiempo de mil años. La Cruz se terminó en septiembre de 1956. Pesa 180.720 toneladas”, le pudo oír a uno de los guías que explicaba el monumento.

Y le sobrecogió, más que la altura de aquella inmensa mole de piedra, eso de que se hubiera calculado una duración de mil años. Dentro de la Basílica se acercó a uno de los monjes benedictinos y, otra vez, como con el camarero, volvió a escuchar que nunca había conocido un momento de mayor esplendor que el de estos últimos meses del año, desde que el Gobierno anunció su intención de exhumar los restos mortales de Franco. “Estamos encantados”, dijo el monje benedictino pero, al instante, reprimió esa euforia inconveniente. Con el rictus más serio, le mostró su preocupación porque, el empeño de sacar de allí los restos de Franco no fuesen más que el inicio de una operación mayor, que perseguía, como había exigido ya Podemos, que también se demoliera la gran cruz de piedra.

Foto: Decenas de personas, junto a la tumba de Franco, este 20-N. (Reuters) Opinión

Sostiene Domínguez que decidieron ahorrarse el taxi de vuelta, hasta la parada de autobús que los devolvería a Madrid, y que aprovecharon para bajar andando, contemplando el paisaje y el espectáculo de las incesantes subidas de turistas, sobre todo españoles, atraídos todos ellos por la mera curiosidad que había levantado la polémica del Gobierno. Su cuñado le recordó que el Gobierno había anunciado en agosto que antes de final de año, la tumba del dictador habría desaparecido de allí, que eso fue lo que dijo la vicepresidenta Carmen Calvo, cuando compareció en agosto y parecía enfadada: “Es urgente hacerlo porque vamos tarde. No podemos perder ni un solo instante porque es completamente inasumible para una democracia madura que el dictador mantenga una tumba de Estado en el mismo lugar que yacen los restos de víctimas ambos bancos de la Guerra Civil. Es una falta de respeto”.

Lo dijo con toda la solemnidad con la que en política se anuncian los imposibles. Con la contundencia que no se mide y, por un efecto de péndulo, provoca lo contrario de lo que se persigue; ahora aquel monumento despierta más interés que nunca y nadie sabe ni cuándo ni cómo ni dónde se exhumará el cadáver embalsamado de Francisco Franco. Por eso, en el autobús de vuelta, mirando por la ventana, se puso a pensar en el camarero y en el monje del Valle de los Caídos, en la absurda paradoja de que el interés por destruir a un muerto le haya dado vida a un lugar olvidado. Pero no se lo dijo a su cuñado porque ese pensamiento le pareció irreverente.

Sostiene Domínguez que una mañana de diciembre le preguntó a su cuñado por dónde se iba al Valle de los Caídos. Fue lo primero que pensó al levantarse y es posible que él mismo se sorprendiera de aquel arrebato inesperado. Desayunaban en la cocina del piso los dos matrimonios, mientras los niños correteaban en el salón y brincaban en el sofá y, al decirlo, su cuñado le devolvió la pregunta, pero convertida en sorpresa o estupefacción. ¿Al Valle de los Caídos? ¿Es que quieres ver la tumba de Franco?

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