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Javier Caraballo

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El fin de España puede esperar

Ningún pesimismo nos autoriza a extender la congoja, a sembrar la incertidumbre sobre los pilares fundamentales de la casa que nos cobija, a simular un pavoroso incendio a nuestro alrededor

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), y el Rey, tras prometer su cargo en el Palacio de la Zarzuela. (EFE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), y el Rey, tras prometer su cargo en el Palacio de la Zarzuela. (EFE)

Un instante eléctrico recorrió la espina dorsal de esta vieja nación llamada España cuando Felipe VI estrechó la mano del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, después de prometer su cargo. Cada cual en el lugar exacto que marcaba el protocolo silencioso y almidonado, con la solemnidad interrumpida solo por el 'flash' de las fotografías, un signo más del tiempo detenido, como los tapices, los relojes isabelinos o las paredes forradas de madera del Palacio de la Zarzuela. Luego, se estrechan las manos, sonríen y bromean…

¿Felipe VI y Pedro Sánchez bromean? ¿Qué está pasando? Diez segundos, como un calambrazo, que hacen abrir los ojos tras la bronca espesa de los últimos días; diez segundos que dan para pensar que, en adelante, todo puede ir mal, sí, pero el fin de España puede esperar. Constitución, Corona, terrorismo, independentismo… Ningún pesimismo nos autoriza a extender la congoja, a sembrar la incertidumbre sobre los pilares fundamentales de la casa que nos cobija, a simular un pavoroso incendio a nuestro alrededor. Y, como todo eso ha sucedido, merece un detenimiento, un sosiego y una reflexión.

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Empecemos por el marco general, el pesimismo. ¿Es pesimismo esto de ahora, lo que lo justifica todo? No, el problema de estos días, o meses, no ha sido el pesimismo, sino la adulteración de la realidad. Dicho de otra forma, se puede ser pesimista, incluso como estado vital, pero lo que no se puede hacer es adulterar la realidad, modificarla y exagerarla, para justificar el pesimismo; se puede ser pesimista ante el panorama económico y político que se avecina, pero no vale inflar y aventar los presagios y luego presentarlos como hechos contrastados. Hay quien pone tanto ardor en la apuesta que la mera posibilidad de un resultado distinto al deseado se convierte en una frustración anticipada.

Desde que Pedro Sánchez irrumpió en la escena política en 2014, salvo en la primera fase, cuando solo se le consideraba un pelele en manos de Susana Díaz, hemos visto mucho de eso: numerosos vaticinios de muerte política ‘inminente’ del candidato, seguidos de argumentación extrema de los males y desastres que ocurrirían si alcanzara sus propósitos. El excelso Emil Cioran, pesimista de cabecera (“el escepticismo es la embriaguez del atolladero”), tiene una frase que se puede aplicar muy bien a muchos de los que se han embarcado más allá de la realidad en una batalla política en la que, como ha ocurrido siempre, en el fondo de lo que se trataba es de que el Gobierno estuviera en manos de la izquierda o de la derecha. “Podemos imaginarlo todo, predecirlo todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos”, dijo Cioran. Aunque el sentido filosófico de la frase es otro, les vendrá bien a muchos cuando se miren estos días o cuando los veamos transitar por estos fríos de enero.

Foto: Sánchez, al terminar su última intervención en el debate de investidura. (EFE) Opinión
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Ahora, vamos con los cuatro pilares que, según dicen, están tambaleándose o ya destruidos. El terrorismo, por ejemplo. Después de mucho dolor, de mucha angustia y frustración, de muchas lágrimas, la democracia española, que somos todos, venció a la banda asesina de ETA. Dejaron las armas y los asesinos que han sido detenidos —aún quedan crímenes por resolver— lo han pagado con la cárcel. ¿Qué demócrata español puede tener interés en seguir afirmando que ETA existe y que incluso ha llegado hasta el Gobierno de España?

Ayer mismo, una de las víctimas del terrorismo —a la que no citaré por el inmenso aprecio que les tengo— se comprometía públicamente con una oposición frontal al Gobierno de Pedro Sánchez y lo juraba por su padre: “¡Lo juro por mi padre, asesinado por ETA, organización cómplice de este Gobierno!”. Dios mío… Que sigan existiendo en el País Vasco independentistas que en su día apoyaron y ampararon a ETA no significa que el terrorismo de ETA siga existiendo en España. Durante años y años, cuando ETA mataba, repetíamos que en la democracia española se pueden defender todas las ideas de forma pacífica, lo que convierte en un mero delincuente, un vil delincuente, a quien usa el asesinato, el chantaje y la extorsión. En la actualidad, con ETA derrotada, un independentista vasco es un independentista a secas. Serán despreciables, siempre lo serán por su pasado, por el que no han pedido perdón, pero el orgullo de haber acabado con ETA no van a quitárnoslo. Lo sorprendente es que nos lo arrebaten los nuestros hablando de ETA en tiempo presente.

Foto: Pedro Sánchez es felicitado por Pablo Iglesias tras conseguir ser investido por 167 votos a favor, este 7 de enero en el Congreso. (EFE)

Con el independentismo catalán ocurre algo parecido, el esquema mental es el mismo. Lo repetiremos una vez más: se saltaron las leyes, fueron encarcelados los cabecillas y otros se dieron a la fuga. Ganaron otra vez la mayoría en las elecciones catalanas y dijeron que volverían a aprobar la independencia. No lo han hecho porque saben que irían también a la cárcel; aquel intento de golpe de Estado contra la Constitución también se ha parado. Casi dos años y medio después (¡dos años y medio!) de que los primeros sediciosos fueran a la cárcel, aceptan sentarse a negociar en una mesa de diálogo, con respeto al marco jurídico existente, el marco constitucional. ¿Qué demócrata español puede tener interés en decir que son los independentistas catalanes los que han ganado, si tendríamos que repetirles todos los días lo contrario? No hace falta volver sobre las afirmaciones que se han hecho estos días del debate de investidura, pero, inexplicablemente, el mayor énfasis se pone en que son los sediciosos los que han logrado destruir España.

Y la Constitución. Y la Corona… También las dan por liquidadas, finiquitadas, amortizadas, desde el mismo instante en el que, por dos votos de diferencia, salió adelante el presidente de un Gobierno de coalición entre el PSOE y Podemos. Ahí está ese eurodiputado de Vox que solicitó la intervención del Ejército “para que las Fuerzas Armadas interrumpan un obvio proceso golpista de voladura de España como nación”.

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Por decenas, o por cientos, se pueden contar las afirmaciones de quienes piensan que la vigencia real de la Constitución en España se ha terminado. De forma literal, se ha repetido que en España ya se ha iniciado la deconstrucción del Estado democrático y de derecho: ni Constitución, ni Corona, ni Estado ni nación española. Por supuesto, el PSOE tampoco existe ya. Traidores, felones, arribistas, golpistas nos han birlado el porvenir, dicen. ¿Qué demócrata español puede tener interés en minusvalorar la fortaleza de su Constitución, la pervivencia de su Estado de derecho, frente a los ataques de los más radicales, incluso si llegan al Gobierno?

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Un instante eléctrico recorrió la espina dorsal de esta vieja nación llamada España cuando Felipe VI estrechó la mano del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, después de prometer su cargo. Cada cual en el lugar exacto que marcaba el protocolo silencioso y almidonado, con la solemnidad interrumpida solo por el 'flash' de las fotografías, un signo más del tiempo detenido, como los tapices, los relojes isabelinos o las paredes forradas de madera del Palacio de la Zarzuela. Luego, se estrechan las manos, sonríen y bromean…

Pedro Sánchez