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Okupas, ni patadas ni bobadas
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Javier Caraballo

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Okupas, ni patadas ni bobadas

Un problema social desatendido genera una espiral peligrosa y la ciudadanía comienza a organizarse para solucionar por su cuenta los problemas que el Estado ignora

Foto: Una manifestación del movimiento okupa en Barcelona en 2018. (EFE)
Una manifestación del movimiento okupa en Barcelona en 2018. (EFE)
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Un problema social desatendido en una democracia genera, de forma espontánea, una espiral muy peligrosa para la convivencia: aparecen líderes populistas, en la extrema derecha y en la izquierda, que proponen medidas antisistema para solventarlo y, de forma paralela, la ciudadanía comienza a organizarse para solucionar por su cuenta los problemas que el Estado ignora o desprecia. Pongamos que hablamos de okupación, escrito así, con esa grafía que ya fue aceptada por la Real Academia de la Lengua hace diez años para definir este movimiento de nuestra época “que propugna la ocupación de viviendas o locales deshabitados”.

Para algunos grupos se trata “de una cultura”, o un hábito. La cuestión es que hemos entrado en el segundo decenio del siglo XXI y el problema sigue aumentando, exponencial, hasta alcanzar en este primer semestre del año una media de cuarenta denuncias al día por ocupación ilegal de viviendas. Son datos, además, del Ministerio del Interior, con tres comunidades autónomas especialmente afectadas, Cataluña, Andalucía y Madrid, por ese orden, aunque las ocupaciones en la primera triplican las que se producen en las otras dos. Más alarmantes resultan las cifras que maneja el Consejo General de Colegios de Administradores de Fincas: en el último año, el 61% de las fincas vacías en España han tenido casos de ocupación y en Cataluña, el 88%. Algo tendrá que ver la radicalización de la política catalana, la invitación a no respetar las leyes vigentes y la presencia en la Alcaldía de Barcelona de una antigua activista como Ada Colau, pero eso es otra historia. La cuestión ahora, más urgente, es que el fenómeno de la okupación ha desbordado ya el Estado de Derecho en España y ha generado, de forma preocupante, los perfiles que se señalaban antes, populismos y justicia callejera.

Foto: Okupas desalojados en un edificio de Madrid a finales de 2019. (EFE)

El presidente de Vox, Santiago Abascal, que ya lleva varias semanas calentando su moción de censura de septiembre, ha encontrado en la ocupación ilegal de viviendas uno de sus ganchos políticos más rentables, equiparado con otros como el de la inmigración en el que este partido muestra más nítidamente su intolerancia extremista. Con los okupas, Abascal lo tiene claro: “Contra los vagos y maleantes que usurpan las propiedades de los españoles y que cuentan con la protección de la izquierda, patada en el culo desde el primer día”. En el otro extremo, justo lo contrario que es lo que viene proponiendo Podemos desde hace un par de años, el reconocimiento legal de la ocupación como un derecho de personas sin recursos. Es decir, las dos propuestas políticas nacen de partidos populistas y ninguna de ellas considera la posibilidad de que la ocupación de viviendas en España se pueda resolver con la simple aplicación o reforma de la legislación vigente, que ya lo considera un delito, sin que las garantías procesales se conviertan en una burla al sistema y, a la vez, procurando un techo a las personas que están en una situación desesperada. ¿Por qué? En un caso, porque se da por perdido que pueda agilizarse el desahucio de una vivienda ocupada cumpliendo con los derechos de todos y, en el otro caso, porque lo que se pretende es proteger aún más al que ocupa una vivienda, ignorando completamente los derechos de la propiedad privada.

Las dos propuestas políticas nacen de partidos populistas y ninguna considera la posibilidad de que se pueda resolver con la aplicación de la ley

Quizá por eso, ante ese debate que se hace eterno mientras el problema se agrava más y más, lo que está ocurriendo con las ocupaciones es similar a lo que, en ocasiones, ocurre con la seguridad ciudadana, que son los propios afectados los que deciden aplicar la Justicia por su cuenta. En este caso no son ‘patrullas ciudadanas’ contra los okupas, sino que la reacción popular se refleja en la extraordinaria proliferación de empresas que prometen “una solución rápida y eficaz de las viviendas okupadas”. En casi todas las empresas de seguridad ya se prestan servicios para este problema, pero hay una de ellas, ‘Okupas Fuera’, que quizá sea la más llamativa, por lo extremo de su oferta: en la web aparece un forzudo, Fredy ‘El Gigante’, y se comprometen a desalojar en una semana una vivienda ocupada ilegalmente. Por lo general, el coste de un ‘desalojo privado’ puede oscilar entre los 500 y los 3.000 euros, dependiendo de los casos.

Lo relevante es que estas empresas afirman que solo cumplen la legislación vigente, que no utilizan ningún método violento fuera de la ley para expulsar a los ocupantes. Sin embargo, cuando es el propio Estado el que aplica esa misma legislación, el desalojo de una vivienda ocupada ilegalmente se puede alargar de siete a ocho meses y, en ocasiones, varios años, además de ser un litigio prolongado y costoso para las víctimas. De ocho meses por ‘lo legal’, con denuncia y juicio, a una semana por el expeditivo método del forzudo en la puerta. Y es al Estado al que le corresponde el legítimo uso de la fuerza para hacer cumplir la ley… Esa es la preocupante paradoja de la ‘escalada okupa’.

placeholder Un desalojo en Pamplona en 2018. (EFE)
Un desalojo en Pamplona en 2018. (EFE)

Lo dicho, las democracias arrastran un viejo complejo de autoridad, como si, ante algunos problemas sociales, el uso de la fuerza para hacer cumplir la ley fuera incompatible con los derechos y las libertades de todos. Puede suceder en otras democracias, pero en España el complejo es muy perceptible, más agudo aún, porque hace cuatro décadas salimos de una dictadura, que solventa esos problemas sin contemplaciones ni derechos, y las invocaciones a los métodos dictatoriales son constantes, como si nos persiguiera esa sombra. Ahí es donde llegan las peores consecuencias de ese complejo de autoridad, cuando se traslada la sensación a los ciudadanos de que, en un Estado de Derecho como el nuestro, hay algunos problemas de seguridad ciudadana que no tienen solución, que la ‘mano dura’ es cosa de dictadores, no de democracias. Y los ciudadanos, con trabajos penosos y salarios bajos, con apreturas y limitaciones, que pagan sus impuestos y cumplen sus obligaciones, asisten impávidos, impotentes, a una especie de burla. Un delincuente que acumula decenas y decenas de denuncias por robos menores en domicilios, por ejemplo.

Pocas veces somos conscientes de la ‘bomba social’ que suponen situaciones como esa, sobre todo en tiempos difíciles de crisis económicas agudas. Solo con un poco de perspectiva, cualquier gobernante llegaría a la conclusión de que cualquiera de esos ‘problemas menores’, sin espacio en el debate político, suponen, en realidad, una grave amenaza contra la propia credibilidad de la democracia. Pero para superarlos se tienen que ofrecer soluciones ágiles, eficaces y respetuosas con los derechos. Ni patadas, ni bobadas. La autoridad no es un concepto antidemocrático.

Un problema social desatendido en una democracia genera, de forma espontánea, una espiral muy peligrosa para la convivencia: aparecen líderes populistas, en la extrema derecha y en la izquierda, que proponen medidas antisistema para solventarlo y, de forma paralela, la ciudadanía comienza a organizarse para solucionar por su cuenta los problemas que el Estado ignora o desprecia. Pongamos que hablamos de okupación, escrito así, con esa grafía que ya fue aceptada por la Real Academia de la Lengua hace diez años para definir este movimiento de nuestra época “que propugna la ocupación de viviendas o locales deshabitados”.

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