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Contaminación política, el mal de España
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Javier Caraballo

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Contaminación política, el mal de España

Bastan unos días de abstracción de la realidad española para sorprenderse, nada más abrir la puerta de nuevo, de la bronca que nos envuelve, un ruido ensordecedor

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la presidenta de la CAM, Isabel Díaz Ayuso. (EFE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la presidenta de la CAM, Isabel Díaz Ayuso. (EFE)
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La contaminación política es el problema más grave que tiene España, nuestro mal, y si no somos conscientes de lo que nos está pasando, de que no podemos seguir cayéndonos por ese precipicio de sectarismo y de irracionalidad, acabaremos pudriéndonos el futuro. Ya sé que el mayor consuelo, la mayor esperanza, viene de la reiteración del mal, de constatar que podemos sobreponernos a las peores tragedias, de que ese es nuestro carácter y que siempre acabamos superándonos a nosotros mismos, pero lo que nunca hacemos, en ese estúpido ejercicio de autocomplacencia en el desastre, es intentar cambiarlo a través del ejercicio más elemental: el respeto al otro. Y si modificarlo nos parece demasiada ambición, al menos podríamos calcular cuántas oportunidades, cuánto progreso hemos dejado en el camino.

Cuando nos han mirado desde fuera, como le ocurrió a Gerald Brenan, se extrañan de esa mixtura de nuestra condición española y llegan a la conclusión de que aquí existe una mentalidad destructiva y escéptica que va unida, a menudo en la misma persona, a un ansia profunda de fe, de confianza y de certeza. La política es tribal; el que pierde, paga. Y añadía Brenan en su ‘Laberinto español’: “Las mismas causas que han hecho de los españoles el pueblo más vigoroso y humano de Europa, los han condenado a largas etapas de estancamiento político y de inoperancia”. Otra vez más estamos en esa misma coyuntura de envilecimiento que solo nos trae miseria y frustración.

Foto: La fiscal general del Estado, Dolores Delgado (d), y el fiscal Luis Navajas Ramos. (EFE)

Bastan unos días de abstracción de la realidad española para sorprenderse, nada más abrir la puerta de nuevo, de la bronca que nos envuelve, un ruido ensordecedor, del todo incomprensible, además de absurdo y completamente estéril. Ha sido el teniente fiscal del Tribunal Supremo, Luis Navajas, quien ha empleado esa expresión, ‘contaminación política’, y, aunque se refiere a un escándalo concreto, sirve de ejemplo para todo porque repite las mismas pautas de comportamiento en cada discusión que nos afecta. Aunque cambien los motivos, las reacciones se van calcando: lo que ha ocurrido en el poder judicial es que la Fiscalía ha decidido proponer el archivo de las querellas que había contra el Gobierno de Pedro Sánchez como responsable criminal de las muertes de la pandemia en España. Cómo no habrá sido el estruendo, las paletadas de insultos y descalificaciones que se han volcado contra ese fiscal, que el hombre, a punto de jubilarse, ha roto con su profunda aversión a las entrevistas y se ha ido a Onda Cero, con Carlos Alsina, para intentar explicar que su único ‘pecado’ es haberse podido equivocar en su criterio profesional.

Lo que sostiene el fiscal Navajas es, a mi juicio, perfectamente comprensible —a pesar de que la gestión de la crisis sanitaria haya sido desastrosa, no existe una responsabilidad penal del Gobierno aunque puedan darse otras responsabilidades en el ámbito civil y administrativo—, pero, en cualquier caso, es que no se trata de eso. Entre otras cosas porque, si su dictamen es tan desastroso y tan inconsistente jurídicamente, como le critican, mucho mejor para quienes se oponen porque les será fácil rebatirlo y tumbarlo ante el tribunal correspondiente. Pero no, no es un debate jurídico sino que todo se reduce a un esquema de confrontación salvaje en el que el fiscal solo podría haber satisfecho a una parte de la clase política, a una parte de los medios de comunicación y a una parte de la ciudadanía.

Desde el mes de marzo, cuando comenzó esta locura, la mayoría de la clase política de España se divide entre quienes van gritando que el Gobierno de Pedro Sánchez es un Gobierno asesino y quienes dicen lo mismo de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, erigida en referente del polo contrario. Unos y otros lo han hecho convencidos de que la pandemia era la mejor oportunidad para derribar al Gobierno rival y ahí siguen, en esas seguirán, empujando sin cesar ni un instante, por mucho que una mañana sus respectivos asesores les aconsejen darse la mano en público porque vendrá mejor a sus imágenes electorales. En eso, además, siempre estarán acompañados por muchos medios de comunicación, tan previsibles hasta en sus escaladas de agitación y de acoso, que lo único que no se puede distinguir en ellos es que un día se llamaron periodistas. Si se siguen considerando como tales es porque el desastre, todo este despropósito, desemboca siempre en la ciudadanía, el sectarismo social que existe en España, que es la que los jalea y los incita a continuar. Cuanto más sectarios, más partidarios; cuanto más insultos, más aplausos.

Sánchez y Ayuso escenifican unión frente a la pandemia

La contaminación política nada tiene que ver con la ideología, aunque lo normal será que no se distingan en un país como el nuestro, en el que el respeto se confunde con la claudicación. Todos tenemos ideología, obviamente, pero cuando hablamos de ‘contaminación política’ es porque se antepone el interés sectario al interés general o profesional.

La ‘contaminación política’ tiene que ver con el gobernante que prescinde del bien común en favor de la contienda con sus adversarios en el poder. La ‘contaminación política’ se detecta en el juez o el fiscal que hace prevalecer su aversión a un partido político por encima de la independencia e imparcialidad a que están obligados en defensa de la ley. La ‘contaminación política’ se percibe en un periodista que oculta, o minusvalora, los escándalos que afectan al partido o al Gobierno que defiende, mientras que infla o manipula los del partido que tiene como rival. La ‘contaminación política’, en fin, empapa la sociedad que, cada día, se despierta ávida de oír las voces y los gritos que retroalimentan su obsesión cainita. Que después de tantos años, de tantos siglos, no consigamos abandonar esta inercia autodestructiva tendría que ser el motivo fundamental de la reflexión nacional en un tiempo tan negro como el que estamos viviendo, porque en España nos estamos pudriendo el futuro.

La contaminación política es el problema más grave que tiene España, nuestro mal, y si no somos conscientes de lo que nos está pasando, de que no podemos seguir cayéndonos por ese precipicio de sectarismo y de irracionalidad, acabaremos pudriéndonos el futuro. Ya sé que el mayor consuelo, la mayor esperanza, viene de la reiteración del mal, de constatar que podemos sobreponernos a las peores tragedias, de que ese es nuestro carácter y que siempre acabamos superándonos a nosotros mismos, pero lo que nunca hacemos, en ese estúpido ejercicio de autocomplacencia en el desastre, es intentar cambiarlo a través del ejercicio más elemental: el respeto al otro. Y si modificarlo nos parece demasiada ambición, al menos podríamos calcular cuántas oportunidades, cuánto progreso hemos dejado en el camino.

Pedro Sánchez Isabel Díaz Ayuso
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