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Aznalcóllar, un caso de poca vergüenza y más
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Javier Caraballo

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Aznalcóllar, un caso de poca vergüenza y más

Poco a poco se fue olvidando y, aunque ciertamente se completaron muchas actuaciones para mejorar y proteger los recursos hídricos, el plan no se ejecutó jamás en su integridad

Foto: Corta de Los Frailes en Aznalcóllar.
Corta de Los Frailes en Aznalcóllar.
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Los despropósitos en el vertido de Aznalcóllar fueron varios y todos indecentes, descarados o insultantes. Por eso, este caso que ya está olvidado, que solo aparece en los aniversarios, como ahora, en estos días, lo reúne todo, es negligencia, es corrupción, es insensatez y es mofa pública; es poca vergüenza y más. Para la próxima vez que se produzca un vertido contaminante en España y alguien comience a promover esos eslóganes buenistas de ‘quien contamina, paga’, que no se nos olvide lanzar una carcajada que recorra la península, de arriba abajo. ¿Quién contamina paga? ¿Cuándo ha sucedido eso aquí?

Ni siquiera ha sido así en este vertido de Aznalcóllar, del que se han cumplido ya veintitrés años, y que fue catalogado en su día con uno de los mayores desastres medioambientales de Europa (algunos dijeron que era el mayor desastre desde Chernóbil pero, aunque pueda ser así en lo referente al medioambiente, la comparación con una desgracia mayúscula como la soviética no es pertinente ni admisible). Este ‘Prestige’ de tierra adentro adquirió una enorme trascendencia internacional porque la balsa de sustancias altamente contaminantes (aguas ácidas, metales pesados y residuos de una mina) se rompió a las puertas del parque de Doñana y anegó con esa sustancia negra, viscosa y letal más de sesenta kilómetros de campos y arroyos, cerca de cuatro mil hectáreas. Aquello sucedió el 25 de abril de 1998. La marea negra se precipitó por el boquete de cincuenta metros que se abrió en la balsa y escupió todo su contenido al río Agrio, que estaba al pie, y luego al Guadiamar, afluente del río Guadalquivir, que baña Doñana hasta llegar al mar.

Foto: Corta de la mina de Aznalcóllar. (C. P.)

Lo primero que se desmontó cuando se conoció el desastre es que lo ocurrido obedeciera a “un desgraciado y lamentable accidente”, como comenzaban ya a divulgar algunos voceros oficiales para sacudirse toda responsabilidad. Nada de accidente: lo ocurrido estaba anunciado y denunciado desde mucho tiempo atrás, años incluso. La empresa que explotaba la mina de Aznalcóllar, una multinacional llamada Boliden Apirsa, había ignorado las advertencias que se habían hecho sobre la peligrosa inconsistencia de la balsa de residuos, sin garantía alguna de que no se acabara fracturando, por su construcción chapucera, y arrojando los casi cinco millones de metros cúbicos de residuos que contenía. No solo no hizo nada, sino que, cuando se produjo el desastre, se largó de Andalucía sin pagar ni un solo euro.

La Junta de Andalucía le reclamó noventa millones de euros en los tribunales, que era el coste estipulado por la retirada de los lodos negros y la recuperación del entorno, pero, ya sea por las deficiencias de la legislación medioambiental española o andaluza o por la habilidad de los abogados de las multinacionales frente a los servicios jurídicos de la administración andaluza, la cuestión es que la reclamación sigue así, estancada en algún tribunal, enmarañada, sin esperanza alguna de que prospere después de que el Tribunal Supremo eximiera a la empresa. Una vez más: ¿Quien contamina paga? No en España, desde luego. Aunque para cinismo, que todo hay que decirlo, el del país de origen de la multinacional que provocó el desastre de Aznalcóllar, Suecia, que figura en todas las estadísticas como uno de los países del mundo con una mayor conciencia medioambiental, tanto de sus ciudadanos como de sus empresas. Los avances de vanguardia que se destacan en la protección de la naturaleza y la lucha contra el cambio climático deberían enrojecer con solo mirar atrás, hacia Doñana, y lo ocurrido hace más de veinte años. Que lo de Aznalcóllar no haya sido un escándalo mayúsculo en aquel país dice mucho de su ecologismo de salón.

Que lo de Aznalcóllar no haya sido un escándalo mayúsculo en aquel país dice mucho de su ecologismo de salón

Además de esos noventa millones de euros empleados por la Junta de Andalucía en la retirada del fango negro de la mina, el Gobierno de entonces, que estaba presidido por José María Aznar, elaboró un ambicioso plan de recuperación y protección de Doñana, una vez que el desastre de Aznalcóllar había dejado al descubierto la vulnerabilidad de este espacio natural único en todo el continente. El plan se llamó ‘Doñana 2005’ con el objetivo, como se desprende de esa literalidad, de que en ese año estuvieran finalizadas todas las inversiones comprometidas. Pues tampoco, y ya han pasado dieciséis años.

Poco a poco se fue olvidando y, aunque ciertamente se completaron muchas actuaciones para mejorar y proteger los recursos hídricos del parque, el plan no se ejecutó jamás en su integridad. Hace años que ni las asociaciones ecologistas denuncian ya el “incumplimiento de ley” del plan ‘Doñana 2005’, como tampoco se conoce el resultado de las investigaciones que se comprometieron en el Defensor del Pueblo para determinar qué había ocurrido con aquellas inversiones que no se llegaron a realizar nunca, aunque estaban comprometidas y aprobadas. Frente a ese doble desastre, medioambiental y judicial, lo que sí prosperó al poco fue la vertiente política y administrativa con la nueva adjudicación de la mina a una otra sociedad.

Foto: Vista aérea de las minas de Aznalcóllar. (EFE) Opinión
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Conviene no dejarse llevar por la demagogia en esto: la adjudicación de la mina tiene la lógica aplastante de la necesidad de empleo de los ciudadanos que viven allí y del fomento de la actividad económica. Con las suficientes garantías medioambientales, nada impide que se pueda explotar esa mina como ocurre desde hace siglos en esa zona. Pero tampoco eso se hizo bien; es más, la nueva adjudicación de la mina de Aznalcóllar se realizó bajo un manto sospechoso de corrupción política que, inevitablemente, hace pensar que en el fondo de todo lo ocurrido allí está la misma podredumbre de siempre. Hace seis años se detallaron aquí los orígenes de aquel escándalo que todavía sigue coleando en los tribunales de Justicia, tras varios archivos y reaperturas de la investigación.

Pero el caso sigue vivo; tanto que, hace unos meses, se tuvo que marchar de su cargo uno de los altos cargos del gobierno de Pedro Sánchez, el presidente de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI), Vicente Fernández, persona de confianza de la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, que lo conoce de su etapa en la Junta, cuando era secretario general de Industria y se produjo aquella polémica adjudicación manchada por la sospecha. Solo con decir que la empresa a la que se le ha vuelto a adjudicar la explotación de la mina es la responsable del mayor desastre medioambiental de México, está todo dicho… Se miran los años que han pasado, veintitrés, y es eso lo que se ve, manchas de arriba abajo. O como se decía antes, de forma más abrupta, como un grito de desahogo, un caso de poca vergüenza y más. Mucho más.

Los despropósitos en el vertido de Aznalcóllar fueron varios y todos indecentes, descarados o insultantes. Por eso, este caso que ya está olvidado, que solo aparece en los aniversarios, como ahora, en estos días, lo reúne todo, es negligencia, es corrupción, es insensatez y es mofa pública; es poca vergüenza y más. Para la próxima vez que se produzca un vertido contaminante en España y alguien comience a promover esos eslóganes buenistas de ‘quien contamina, paga’, que no se nos olvide lanzar una carcajada que recorra la península, de arriba abajo. ¿Quién contamina paga? ¿Cuándo ha sucedido eso aquí?

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