Matacán
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Benedicto XVI en la España proatea
Se ha muerto el papa Benedicto XVI en el último día del año y su muerte se alarga hasta el nacimiento de un nuevo año, este 2023
"El tiempo somos nosotros", dijo hace siglos un papa del Renacimiento, que fueron los diseñadores de la belleza y de la trascendencia vaticana, y la muerte de Benedicto XVI, en el último día del año 2022, es como si certificara el absoluto dominio de la Iglesia sobre aquello que más inquieta al ser humano, el paso de los días, la vida y la muerte, lo efímero y lo inmortal. La muerte de Ratzinger en el último día del año es el final merecido, ajustado, para la biografía de un papa único, un intelectual de enorme talento lleno de dudas y de certezas, decidido y débil a la vez. En vida, supo trascender de su figura y renunciar al Papado, que es algo que lo convierte en único en la historia porque es muy difícil que pueda repetirse algo así, un papa que ha estado más tiempo como emérito que en el sillón de San Pedro. Y ahora se muere en el último día del año, deslizándose lentamente hacia su final en este mundo, mecido por la letanía de la oración que su sucesor, el papa Francisco, pidió por él hace tres días. "El tiempo somos nosotros", dijo aquel papa del Renacimiento, y el sentido mayor que debemos encontrarle a esa frase tiene que ver con el dominio y la extraordinaria destreza con la que la Iglesia sabe manejar los tiempos. Siempre ha sabido hacerlo.
Solo quien sabe manejar los tiempos, puede perseguir la infinitud. Ratzinger lo comprendió en vida; entendió que la tarea que tenía que realizar la Iglesia para evitar su absoluto declive no podía llevarla a cabo él. Entendió que no era capaz de controlar los pasos, de manejar los tiempos, para la regeneración que se necesitaba y que él debía promover como papa. No se trataba solo de encarar y hacerle frente a los escándalos de pederastia que durante tantos años y años se habían estado ocultando. En eso, Benedicto XVI, ni se sentía con fuerzas ni, lo que es más determinante, tampoco se consideraba con autoridad para liderar una batalla como esa, que removería las entrañas de la jerarquía y removería los cimientos del prestigio de la Iglesia. "Solo puedo expresar a todas las víctimas de abusos sexuales mi profunda vergüenza, mi gran dolor y mi sincera petición de perdón. He tenido una gran responsabilidad en la Iglesia Católica", confesó, ya como papa emérito, cuando se hizo pública una carta en la que se le acusaba de no haber hecho nada contra los casos de pederastia cuando él era arzobispo de Múnich.
De todas formas, por monumental que sea el escándalo y el asco que nos despiertan todos los episodios de pederastia ignorados, ocultados y negados por la curia eclesiástica durante decenios, no podemos considerar que esa sea la causa del mayor de los problemas de la Iglesia para explicar el desapego constante e imparable de los ciudadanos. Sobre todo en occidente, en nuestros regímenes democráticos; sobre todo, en esta Europa que ha sido cuna e impulso de la cristiandad durante tantos siglos. Es aquí, entre nosotros, donde la religión católica está sufriendo un mayor desgaste, una crisis más severa de creyentes. El escritor jiennense Juan Jesús Cañete, que es sacerdote y profesor de Filosofía, ha publicado este año un libro (¿Dios? En el ágora del siglo XXI. Editorial PPC) en el que desliza una afirmación que puede sorprendernos: "El mundo no está secularizado ni mucho menos, hay más cristianos en el siglo XXI que en el XX, lo que pasa es que, en Occidente, sí; parece que Dios ha salido de la escena pública occidental". Y añade: "Más allá de que el cristianismo esté de moda o no, la principal dificultad para dar razón de nuestra fe es que, para buena parte de nuestros conciudadanos, Dios simplemente ha dejado de ser creíble, algo que va unido al eclipse de las grandes cuestiones sobre el sentido de la vida, la muerte, etc.".
La relación negativa de los españoles con la Iglesia debe ser una de las más acusadas de todo el mundo cristiano. En los 44 años que tenemos estadísticas sobre el sentimiento religioso de los españoles, el Centro de Investigaciones Sociológicas lo que desvela es un descenso vertiginoso y constante. Cuando se le preguntaba a los españoles al poco de fallecer el dictador, en 1978, el porcentaje de personas que se reconocían como católicos estaba por encima del 90 por ciento, mientras que en la actualidad, esa cifra ha bajado a casi la mitad, en torno al 55 por ciento. Peor aún: entre los que sí se declaran creyentes, la mitad admite que no va a misa "nunca o casi nunca". Y todavía más, hace unas semanas, la Fundación BBVA dio a conocer un estudio sobre Confianza en la sociedad española en el que la religión salía doblemente mal parada, porque, de forma general, aparecía entre las instituciones que generaban una mayor desconfianza, al tiempo que también los sacerdotes estaban entre los profesionales de los que más se recela. "La religión presenta una pauta diferencial en el que la desconfianza es el patrón dominante", concluían los autores del estudio.
Benedicto XVI se convirtió en pocos años en el pontífice que más veces visitó España
Repitamos esa afirmación estadística: El patrón diferencial de la religión en España es la desconfianza. De ahí que seamos uno de los países del mundo con mayores tasas de abandono del cristianismo. Un país proateo, que lo será completamente si se mantiene ese declive. Nunca sabremos si fue por eso, o por la ignorancia de esa realidad, por la que Benedicto XVI se convirtió en sus pocos años de Papado en el pontífice que más veces visitó España. En tres ocasiones estuvo aquí en sus ocho años como papa, las mismas veces que visitó su Alemania natal. "España es una gran nación que, en una convivencia sanamente abierta, plural y respetuosa, sabe y puede progresar sin renunciar a su alma profundamente religiosa y católica", dijo el Papa Benedicto XVI en una de esas visitas y ahora, al repasar esa literalidad, cobra el sentido de una advertencia, o un consejo general. La necesidad de la espiritualidad, en su sentido más amplio, más profundo, más humano. Se ha muerto el papa Benedicto XVI en el último día del año y su muerte se alarga hasta el nacimiento de un nuevo año, este 2023, en el que podemos respirar y sentir aquello que decía un papa del Renacimiento: "El tiempo somos nosotros". Y pensarnos más allá del ajetreo diario que nos lleva.
"El tiempo somos nosotros", dijo hace siglos un papa del Renacimiento, que fueron los diseñadores de la belleza y de la trascendencia vaticana, y la muerte de Benedicto XVI, en el último día del año 2022, es como si certificara el absoluto dominio de la Iglesia sobre aquello que más inquieta al ser humano, el paso de los días, la vida y la muerte, lo efímero y lo inmortal. La muerte de Ratzinger en el último día del año es el final merecido, ajustado, para la biografía de un papa único, un intelectual de enorme talento lleno de dudas y de certezas, decidido y débil a la vez. En vida, supo trascender de su figura y renunciar al Papado, que es algo que lo convierte en único en la historia porque es muy difícil que pueda repetirse algo así, un papa que ha estado más tiempo como emérito que en el sillón de San Pedro. Y ahora se muere en el último día del año, deslizándose lentamente hacia su final en este mundo, mecido por la letanía de la oración que su sucesor, el papa Francisco, pidió por él hace tres días. "El tiempo somos nosotros", dijo aquel papa del Renacimiento, y el sentido mayor que debemos encontrarle a esa frase tiene que ver con el dominio y la extraordinaria destreza con la que la Iglesia sabe manejar los tiempos. Siempre ha sabido hacerlo.