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El día que Sánchez dejó de sorprender
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Javier Caraballo

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El día que Sánchez dejó de sorprender

Sánchez no ha conseguido ninguno de los dos grandes objetivos que se perseguían con la dimisión virtual: ni una gran movilización política ni promover un estado de opinión de solidaridad

Foto: Pedro Sánchez en el Congreso. (Europa Press/Jesús Hellín)
Pedro Sánchez en el Congreso. (Europa Press/Jesús Hellín)
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La chaqueta tenía un azul eléctrico, azul blue monday, porque este lunes ha sido el día en el que Pedro Sánchez ha dejado de sorprender. Debe ser algo parecido al día más triste de un ilusionista, cuando mira al público y observa un bostezo. Todas las expectativas que había levantado el presidente del Gobierno con su insólita decisión del miércoles pasado, y todas las especulaciones eran mucho más interesantes, e inteligentes, que la que finalmente ha elegido: permanecer en el cargo sin más. Y de Pedro Sánchez lo que se esperaba era una decisión aún mejor que todas las imaginadas, desde una moción de confianza hasta unas elecciones anticipadas; todo aquello que le sirviera para fortalecerse. De ese “animal político de acero inoxidable, como le dice Zapatero, se presumía una sorpresa aun mayor que nos dejara a todos embobados. Pero no, va el tipo y dice, con cara de pena, que después de pensar durante cinco días si le merece la pena seguir siendo presidente de todos los españoles, ha decidido que sí, que quiere seguir como hasta ahora, es decir, contra viento y marea. Menuda decepción, el triple salto mortal se ha quedado en salto de comba.

Debemos tener en cuenta, para valorar con precisión la dimensión de la decisión del presidente Sánchez, que la famosa carta con la que anunció su dimisión virtual de cinco días perseguía unos objetivos concretos y tenía un final prestablecido, seguir de presidente, que solo el interesado y su mujer, Begoña Gómez conocían (aunque quizá, ni siquiera eso sea cierto). Los objetivos perseguidos eran los de provocar, primero, una gran movilización política en España, coincidiendo con el inicio de la campaña electoral de las elecciones catalanas, que son determinantes para su futuro como presidente; y, en segundo lugar, promover un estado de opinión de aflicción y solidaridad en la sociedad española en favor de una persona martirizada, injustamente atacada, vilipendiada, por ser la mujer del presidente del Gobierno. Todo esto se resumía en ese lema prepotente y engreído, que tiene una traducción subliminal inevitable: ‘tengo que pensar si merecéis que siga siendo vuestro presidente’. Ya está dicho otra vez aquí que Pedro Sánchez nos mira a todos con las manos metidas en los bolsillos, igual que al Rey. Pues eso.

La cuestión es que no ha conseguido ninguno de los dos grandes objetivos que se perseguían con la dimisión virtual. La pifia más palpable ha sido la de la congoja social y la más patética ha sido la de la movilización política. Como todos tenemos entornos de amigos y familiares en los que nos desenvolvemos, con más fiabilidad que las encuestas que pueda hacer Tezanos en el CIS sobre este tipo de cuestiones, podemos coincidir que la idea de que Pedro Sánchez pudiera dejar la presidencia del Gobierno no ha generado un estado de opinión de alarma, ni de abismo, ni tampoco, por supuesto, de involución democrática. Quienes hayan vivido la Transición, saben bien de lo que se habla, lo que es un miedo cierto en la sociedad, una angustia profunda ante un golpe reaccionario, y la pantomima de estos días. Si hubiera existido la más mínima preocupación en la calle por las consecuencias de la dimisión de Pedro Sánchez, las movilizaciones que ha convocado el Partido Socialista no hubieran sido tan raquíticas de asistencia como las celebradas este fin de semana. Ese es el perfil que antes se definía como ejercicio desconsiderado de patetismo, de vergüenza ajena. En la historia del PSOE quedará el bochorno del comité federal celebrado el pasado sábado, en el que no se debatía nada; la reunión de todos los dirigentes del partido con el único cometido de lanzarle elogios y loas a una silla vacía, porque Pedro Sánchez ni siquiera acudió a esa reunión. En qué episodio de sonrojo se podrá inscribir el baboso discurso de un ministro de España calificando al presidente como “el puto amo”.

Y ahora detengámonos en una de las frases del discurso de Pedro Sánchez, aquella en la que pone a su matrimonio en el centro de todo, como si quisiera que los viésemos a los dos amarrados, llorando, en el centro de una pira inquisitorial, con las llamas trepando por las piernas. Dice Sánchez: “Mi mujer y yo sabemos que esta campaña de descrédito no parará. Llevamos diez años sufriéndola”. El límite temporal de los diez años es interesante porque, en esa época, Pedro Sánchez no era presidente del Gobierno, sino el aspirante del Partido Socialista que se enfrentaba a Mariano Rajoy. Y fue en diciembre de 2015 cuando, en el debate de una campaña electoral, el líder socialista le dijo al presidente Rajoy: “Hace ya dos años que tendría que haber dimitido. Pero sigue siendo presidente y el daño para la democracia será enorme. El presidente de un Gobierno tiene que ser una persona decente y usted no lo es”. La ‘decencia’ es un concepto que no se suele utilizar en política porque se trata de descender a lo íntimo, a lo que afecta a la dignidad de un ser humano. Los sinónimos de la decencia son el honor, el decoro, el respeto; negarle a una persona la decencia lo equipara a lo más despreciable. ¿Deberíamos considerar, siguiendo el razonamiento de Pedro Sánchez, que fue precisamente hace diez años, cuando él llegó a la política, cuando se inició esta etapa de “fango” en la política española?

En dos semanas, el presidente del Gobierno y secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, ha pasado de suspender la agenda nacional para volcarse en una campaña de apoyo internacional para el reconocimiento al Estado de Palestina a anular toda su actividad pública con una amenaza de dimisión. Si le sumamos como ejercicio de supervivencia otros episodios, en especial todos los referidos a sus cesiones hacia los independentistas, vascos y catalanes, la única sensación es que ya ha quemado casi todas sus naves. Quizá por eso lo vemos con ese color de blue monday de ilusionista fracasado. El lunes 29 de abril fue el día en el que Pedro Sánchez dejó de sorprender.

La chaqueta tenía un azul eléctrico, azul blue monday, porque este lunes ha sido el día en el que Pedro Sánchez ha dejado de sorprender. Debe ser algo parecido al día más triste de un ilusionista, cuando mira al público y observa un bostezo. Todas las expectativas que había levantado el presidente del Gobierno con su insólita decisión del miércoles pasado, y todas las especulaciones eran mucho más interesantes, e inteligentes, que la que finalmente ha elegido: permanecer en el cargo sin más. Y de Pedro Sánchez lo que se esperaba era una decisión aún mejor que todas las imaginadas, desde una moción de confianza hasta unas elecciones anticipadas; todo aquello que le sirviera para fortalecerse. De ese “animal político de acero inoxidable, como le dice Zapatero, se presumía una sorpresa aun mayor que nos dejara a todos embobados. Pero no, va el tipo y dice, con cara de pena, que después de pensar durante cinco días si le merece la pena seguir siendo presidente de todos los españoles, ha decidido que sí, que quiere seguir como hasta ahora, es decir, contra viento y marea. Menuda decepción, el triple salto mortal se ha quedado en salto de comba.

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