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Payasos en política y el espíritu de Lerroux
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Payasos en política y el espíritu de Lerroux

La demagogia es una vieja práctica de la política. Pero hay otra mucho más sutil que se construye en torno a lo simbólico. Una especie de banalización de la cosa pública de imprevisibles consecuencias

Foto: Alejandro Lerroux
Alejandro Lerroux

La irrupción de payasos en política forma parte de una vieja tradición. Donald Trump, el candidato republicano a la presidencia de EEUU, es el caso más reciente y flagrante, pero la historia de las ideas políticas, como se sabe, está llena de embaucadores.

Alejandro Lerroux fue, probablemente, el primer político español (una especie de cura Merino pero dentro del sistema parlamentario) que elevó la verborrea y la charlatanería a la categoría de fenómeno de masas. El historiador Álvarez Junco, autor de una luminosa biografía del Emperador del Paralelo, recordaba que cuando Lerroux viajaba de Madrid a Barcelona para engatusar a los obreros catalanes con su oratoria incendiaria (“Levantad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres”, decía) se quitaba el sombrero antes de llegar a la estación para calzarse a continuación una boina y dar apariencia de camaradería.

Lerroux, por razones obvias tras el advenimiento de la Dictadura, no tuvo sucesores. Pero es significativa la ausencia de líderes carismáticos y demagogos en la España posterior a 1977. Sin duda, por la existencia de un fuerte bipartidismo (más o menos imperfecto) que dejaba sin espacio político a los aventureros profesionales. La democracia, tras 40 años de franquismo, era algo demasiado serio para dejarla en manos de advenedizos. No ha ocurrido lo mismo en otras democracias más consolidadas.

Fenómenos como el de Berlusconi o Beppe Grillo, en Italia; Pim Fortuyn, en Holanda; Nigel Farage, en el Reino Unido o el payaso Coluche, en Francia, que llegó a tener una intención de voto del 16% en las elecciones a la presidencia de la República, son la máxima expresión del populismo. En España, el único fenómeno parecido es el de Ruiz-Mateos, quien en 1989 llegó a cosechar más de 600.000 votos (los mismos que CiU) en las elecciones al Parlamento Europeo. Pero en términos generales no puede decirse -y esto es un activo de la política española- que los espantajos hayan tenido alguna influencia en la cosa pública.

Ni siquiera han prendido formaciones fascistoides, como Amanecer Dorado en Grecia, pese a la dureza de la crisis económica. Incluso, los partidos que inicialmente se presentaban como ‘antisistema’, como Podemos -eran los tiempos ahora olvidados de la ‘casta’-, están hoy plenamente integrados en el sistema político y pronto formarán parte del ecosistema de la carrera de San Jerónimo. Como diría Scorsese, Podemos será ‘uno de los nuestros’ en pocas semanas.

Kennedy vs. Nixon

El hecho de que no hayan arraigado en España candidaturas claramente populistas no significa, sin embargo, que la demagogia esté ausente del discurso político. Ni siquiera en su variante más sutil, que tiene que ver con la utilización de los símbolos como una forma de hacer política.

Richard Nixon, con una crudeza terrible, dijo en una ocasión que la gente que votaba a Kennedy lo hacía porque en realidad lo que quería era ser como el expresidente asesinado, mientras que los que le votaban a él eran como ellos mismos: gente vulgar, y de ahí que todos los partidos siempre han querido jugar con las emociones. No con la razón o con el argumento político. Sujetos como Hugo Chávez fueron maestros en la utilización de clichés sociales.

Existe, de esta manera, una demagogia ‘clásica’ vinculada a quienes dicen al pueblo lo que este quiere oír, aunque sea una quimera o una mentira construida para ocultar la realidad de las cosas. Pero hay otra mucho más sutil y tenue que tiene que ver con el lenguaje de lo simbólico.

Una especie de trivialización de la política que consiste en vivir de las apariencias: los políticos viajan en metro (por supuesto siempre que haya fotógrafos); los partidos presentan en las tertulias a caras bonitas con escaso bagaje intelectual o, incluso, se quitan la corbata para dar imagen de modernidad. Por supuesto, colocando detrás de sus apariciones públicas a jóvenes vistosos para dar imagen de que ellos forman parte del pueblo. Hasta apean del pedestal a exjefes de Estado como si se tratara de un espectáculo público a la manera de la monumental caída de la estatua de Sadam Husein en Bagdad. Todo en aras del lenguaje alegórico.

Esta demagogia es aparentemente inocua, pero en realidad esconde una infantilización de la política de imprevisibles consecuencias al tratar de explicar fenómenos complejos -que exigen un conocimiento riguroso- con la simpleza del discurso simbólico.

Ni que decir tiene que los distintos nacionalismos, en sus diferentes versiones, son quienes han llegado a convertir esta estrategia en una obra de arte con el fin de crear una ‘conciencia nacional’ sin contenido programático alguno. Algo que puede explicar que dos partidos tan antagónicos como Convergència y ERC -con líderes completamente distintos e hijos de culturas políticas muy diferentes- se presenten en una lista única carente de contenido ideológico. Al fin y al cabo, siempre es más fácil construir una teoría política en torno a un símbolo que explicar racionalmente la complejidad de las cosas.

El triunfo de lo insustancial

Esta legitimación política articulada a través de la imagen y de los estereotipos sociales supone, en realidad, una degradación del sistema parlamentario, que necesariamente tiende a convertirse en un espacio políticamente insustancial y vacío de contenido. Sobre todo cuando se hace mediante la instrumentalización del conflicto social para dar idea de que se está con los desfavorecidos. El célebre 'siente a un pobre a su mesa'.

La aparición de potentes redes sociales con gran capacidad de penetración en las conciencias individuales ha contribuido de forma relevante a esta banalización de la política. Hasta el punto de que muchos líderes son hoy conocidos por el gran público simplemente por su presencia en Twitter o Facebook. Ninguno por tener detrás una vasta obra científica o literaria o por haber sido capaz de crear cientos de puestos de trabajo. Simplemente por haber tenido más minutos de televisión o por haber dicho alguna machada en las redes sociales para llamar la atención sobre su existencia.

La consecuencia, como no puede ser de otra manera, es una generación de políticos insípidos en lo intelectual cuyo único mérito para ocupar un acta de diputado es la presencia pública. Ya sea a través de los medios de comunicación o de lo que se ha venido en denominar activismo social, el nuevo caladero donde pescan los partidos emergentes.

Este es, en realidad, el gran riesgo que corre ahora la política española, querer sustituir a una vieja clase política achicharrada por niveles de corrupción inaceptables por una caterva de individuos políticamente correctos construidos en torno a lo simbólico. Pero sin que haya nada, o casi nada, debajo de la carcasa. Con razón decía Alfonso Guerra que había políticos a los que ni siquiera se les podía coger por la pechera.

La irrupción de payasos en política forma parte de una vieja tradición. Donald Trump, el candidato republicano a la presidencia de EEUU, es el caso más reciente y flagrante, pero la historia de las ideas políticas, como se sabe, está llena de embaucadores.

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