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Carlos Sánchez

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Albert Rivera y el bombardeo del palacio de la Generalitat

Los Pactos de Estado sin contenido son pura filfa. Sólo imagen. Hay que mojarse y buscar una salida para la cuestión catalana. Y los cordones sanitarios, como propone Rivera, atropellan a la democracia

Foto: Alvert Rivera saluda al público en un acto de Ciudadanos, el sábado en Barcelona. (EFE)
Alvert Rivera saluda al público en un acto de Ciudadanos, el sábado en Barcelona. (EFE)

Uno de los discursos más dramáticos de la reciente historia de España lo pronunció el 9 de octubre de 1934 el general Domingo Batet. Como se sabe, Batet era capitán general de Cataluña cuando Lluis Companys -tres días antes de esa fecha y a las ocho de la tarde- proclamó el 'Estat Catalá', un territorio autónomo y federado dentro de la República española.

Batet había recibido órdenes del presidente Alcalá-Zamora de restablecer la legalidad, y fue él quien ordenó reprimir con la fuerza al movimiento secesionista. Fue suya la decisión de bombardear el palacio de la Generalitat para acabar con la rebelión, y, como consecuencia de ello, el Gobierno fue detenido y el presidente Companys, encerrado en el buque Uruguay, anclado en el puerto de Barcelona. Fue en ese contexto en el que pronunció un discurso heroico y patriota destinado a informar a la ciudadanía de que los sublevados se habían rendido.

“Es lastimoso lo ocurrido”, dijo el general Batet en su alocución. “Yo lo siento como catalán, primero, y como español, después. En un régimen de democracia, que tiene abiertos todos los caminos para todas las aspiraciones que se encuadran en el derecho, ¿qué necesidad tenían de acudir a la violencia, de traer tan graves trastornos a la región que ellos dicen amar, y que yo amo más que ellos. Mis labios”, concluyó, “que no se han manchado nunca con la mentira, os dirán ahora la verdad”.

Batet tenía razones suficientes para respaldar aquello que dejó escrito Chaves Nogales: “Si vuelvo a España podría ser fusilado por cualquiera de los dos bandos“

La verdad, sin embargo, es que apenas tres años después de sofocar la rebelión el general Batet fue fusilado. Pero no por los nacionalistas catalanes que lo consideraban un traidor, sino por Franco debido a su tenaz defensa de la legitimidad republicana.

Hay quien sostiene que la dureza del dictador con Batet, pese a que algunos de sus generales reclamaron clemencia antes del patíbulo, tuvo que ver con que el Capitán General de Cataluña se negó a entrar en Barcelona a sangre y fuego. En su lugar, optó por la moderación y la proporcionalidad para evitar un derramamiento de sangre mayor del que hubo (algunas docenas de muertos).

El desastre de Annual

Justo por aquellas fechas, como es conocido, el general Franco, dirigía desde Madrid la campaña contra la revolución de Asturias de 1934, sofocada con trágicos resultados (entre 1.500 y 2.000 muertos) tras el envío de dos banderas de la Legión y dos tabores de fuerzas de Regulares. Muchos historiadores sostienen que Franco nunca perdonó a Batet que él apareciera ante muchos republicanos como un criminal, mientras que, por el contrario, el Capitán General de Cataluña fuera reconocido por su templanza y se le reconociera con la Cruz Laureada de San Fernando (Franco tuvo que autoconcedérsela ya al final de la guerra).

La otra explicación que han dado los historiadores a la inclemencia de Franco con Batet tiene que ver con el célebre 'expediente Picasso', destinado a conocer las causas del desastre de Annual (julio de 1921). Batet fue uno de los jueces instructores y, como tal, denunció la incuria y hasta la cobardía de algunos militares africanistas, entre ellos Franco. Con esas credenciales, no puede extrañar que fuera ejecutado en febrero de 1937 por no sumarse al golpe del 18 de julio.

Rivera recupera los cordones sanitarios -aunque al contrario- que de forma irresponsable pusieron en circulación CiU y el tripartito catalán respecto del PP

Batet, por lo tanto, tenía razones suficientes para respaldar aquello que dejó escrito Chaves Nogales en su exilio londinense: “Si vuelvo a España podría ser fusilado por cualquiera de los dos bandos”.

Albert Rivera ha hecho suya esa convicción. Y en verdad que su compromiso con la tercera España, aquella que se aleja del bipartismo heredero de la Restauración, es encomiable. Su partido quiere ser transversal (ni de derechas ni de izquierdas, sino todo lo contrario) y ello le permite pactar tanto con el PSOE como con el PP. Sin duda, un activo político en tiempos de trincheras ideológicas en los que lo importante no es lo que dice, sino quién lo dice. La aportación de Ciudadanos (como de otras fuerzas) al enriquecimiento de la vida política es, por lo tanto, extraordinaria.

Rivera, sin embargo, tiene un problema. Ha construido su partido en torno a la idea de que no hay nada que negociar con Cataluña, lo que explica su éxito electoral, tanto allí como en el resto de España. Hasta Aznar le ha reconocido que ha sabido capitalizar como nadie la defensa del orden constitucional.

Hace pocos días, sin embargo, se comprometía en el Foro ABC a no pactar nunca con quienes quieren romper con España. Obviamente, se refería a CiU y al PNV. El primero, es evidente, se ha echado al monte, pero el segundo, gracias a su autogobierno foral y a un lehendakari más sensato, se mueve dentro de la legalidad constitucional.

Es paradójico que desde Moncloa se invoque respetar la ley, pero ésta se ha pisoteado en casos como el derecho a la educación o el uso de la lengua materna

Rivera, con esa estrategia, recupera la idea de los cordones sanitarios -aunque en sentido contrario- que de forma irresponsable pusieron en circulación CiU y el tripartito catalán respecto del PP, y que rozó el esperpento cuando se llevó ante notario el compromiso de no pactar con el Partido Popular aunque ello significara excluir del sistema político a cientos de miles de ciudadanos, como denunció en su día Rajoy.

La vida política se envenena

Alguien debe estar aconsejando mal al líder de Ciudadanos. Porque si es verdad que quiere ser presidente del Gobierno parece evidente que estará obligado a negociar y, en su caso, pactar con las principales fuerzas políticas, aunque sean independentistas. Entre otras cosas porque la principal amenaza que tiene hoy la democracia española no es sólo el irresponsable envite secesionista, sino que lo que pase en Cataluña acabe por envenenar la vida política del país. Existe un riesgo cierto de que algunas reformas pendientes que exigen reformas constitucionales (la ley electoral, la política territorial o, incluso, el título de la Corona en lo que respecta a la sucesión) queden bloqueadas. Simplemente, por el hecho de que la agenda política la marca Cataluña y lo ocupa todo.

Es indudable que la ronda de reuniones de Rajoy con los líderes políticos tiene sentido de Estado, pero también un fuerte componente electoral. Ningún partido se saldrá de la foto en las próximas semanas porque sabe que eso le podría penalizar en las urnas (ni siquiera Iglesias), pero es probable que tras las elecciones ese clima de entendimiento (por ahora sólo verbal) se venga abajo.

Esta amenaza de bloqueo institucional es, precisamente, lo que debiera haber evaluado Rivera antes de cerrarse en banda a negociar con los nacionalistas. El dirigente de C’s plantea razonablemente un pacto del bloque constitucional (aunque no aclara el contenido más allá de lo obvio), pero olvida que los acuerdos se firman con las partes en conflicto, no con los aliados.

Claro está, salvo que se busque continuar avanzando por el camino de la gesticulación política, que es lo que se ha hecho hasta ahora. Y sin duda que propuestas con luz y taquígrafos tendrían la virtud de romper ese bloque independentista artificialmente unido, y que hoy, en plena fuga hacia adelante, se presenta con una sola voz y hasta monolítico, cuando en realidad sus intereses son muy distintos y el Estado cuenta con instrumentos suficientes para quebrarlo. Un pacto de Estado para defender lo evidente es pura filfa. Sólo humo.

La conllevanza catalana

Aunque cueste creerlo a la vista de los ríos de tinta que se han escrito en los últimos años, ninguno de los daños que ha causado la intransigencia independentista en Cataluña son irreparables, y ello debería animar a las fuerzas constitucionalistas a encontrar alternativas. Y que pasan, necesariamente, por tener una estrategia capaz de asegurar, como se hizo al principio de la Transición, que al menos durante un par de generaciones la cuestión catalana esté encauzada. Lo que Ortega llamaba la conllevanza con Cataluña, y que inevitablemente no tiene que llevar a la independencia si el Estado, en vez de mirar para otro lado, hace acto de presencia.

Es paradójico que desde Moncloa se invoque el respeto a la ley, pero ésta se ha pisoteado frecuentemente en cuestiones como el derecho a la educación o al uso de la lengua materna. Con razón, decía Kruschov, el líder soviético, que en política, y, especialmente en diplomacia, el equilibrio adecuado lo es todo; si hablas demasiado bajo, tu enemigo dejará de respetarte, pero si hablas demasiado alto, puedes acabar acobardándote. Y eso es lo que ha pasado en las tres últimas décadas. O se ha hablado muy bajo o muy alto. Pero poco con criterio.

Desde luego que no se trata de satisfacer a los secesionistas, sino de poner al día la arquitectura institucional del Estado, que, con Cataluña o sin Cataluña, necesita reformas de calado. Y el escenario electoral que se adivina tras el 20-D no invita, precisamente, al optimismo.

A veces, como ocurre con la célebre navaja de Ockham, en igualdad de condiciones la explicación más sencilla suele ser la más probable. Y si en Cataluña hay un problema -como los que existen en el resto del Estado- habrá que enfrentarse a él con ideas y propuestas. Desde luego, con las luces largas de la gran política. Por ejemplo, creando una Ponencia parlamentaria surgida del próximo Congreso que salga de las urnas capaz de identificar y de dar soluciones a los problemas territoriales, algo que evitaría una negociación bilateral España-Cataluña que sería a todas luces inconstitucional y una vulneración de las reglas de la democracia.

Lo dramático es que haya sido necesaria la presentación de una moción parlamentaria para remover los cimientos del Estado, lo que demuestra que los independentistas llevan la iniciativa frente a la inacción del resto de España.

El historiador Ernest Renan ya advirtió hace muchos años de que una nación consiste en que “todos los individuos tengan muchas cosas en común”. Pero, al mismo tiempo, llamaba la atención sobre algo que se suele pasar por alto. Para llegar a tener “muchas cosas en común”, decía, era necesario previamente “haber olvidado muchas cosas”.

Uno de los discursos más dramáticos de la reciente historia de España lo pronunció el 9 de octubre de 1934 el general Domingo Batet. Como se sabe, Batet era capitán general de Cataluña cuando Lluis Companys -tres días antes de esa fecha y a las ocho de la tarde- proclamó el 'Estat Catalá', un territorio autónomo y federado dentro de la República española.

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