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El desprecio: españoles contra españoles

Sin política, resucitan los falsos profetas de la democracia que, en realidad, quieren acabar con la democracia porque desprecian al otro

Foto: La presidenta del Congreso, Meritxell Battet (c), durante su intervención en el Congreso en la sesión solemne de las Cortes con motivo de la celebración del 41 aniversario de la Constitución. (EFE)
La presidenta del Congreso, Meritxell Battet (c), durante su intervención en el Congreso en la sesión solemne de las Cortes con motivo de la celebración del 41 aniversario de la Constitución. (EFE)

Gabriel Rufián ha asegurado que él no es un político nacionalista, sino republicano y de izquierdas. Si eso fuera cierto, el 'procés' no habría existido. O, al menos, hubiera nacido con más plomo en las alas por incomparecencia de su partido. Si Rufián fuera de izquierdas, tampoco sería tan insolidario con el resto de España planteando la segregación de uno de los territorios más ricos para alejarse de las regiones 'pobres'. Y, si realmente fuera republicano, admitiría que la estrategia del soberanismo solo ha servido para consolidar la figura del rey, Felipe VI, que tuvo su 23-F en aquel discurso del 3 de octubre.

Rufián, sin embargo, tiene derecho a decir lo que quiera. Como Cayetana Álvarez de Toledo, que ha declarado que nunca hubiera imaginado que un Gobierno negociaría "en una cárcel con un delincuente". Es como "si Felipe González hubiera ido a la cárcel de Figueres para negociar con Tejero el Gobierno de España", declaró hace algunos días la portavoz del PP.

No se puede defender la Constitución del 78 y, al mismo tiempo, despreciar a una parte importante de los españoles nacidos en Cataluña

Tendría razón Álvarez de Toledo si no fuera porque el preso Junqueras y sus compañeros de celda gobiernan en Cataluña (cerca del 20% del PIB de España) con un respaldo significativo (cerca del 50% de los votantes), y no parece razonable pensar que si se busca una normalización política en aquel territorio haya que prescindir de una parte importante del electorado. No se puede defender la Constitución de 1978, que fue capaz de integrar la diversidad de España en unos momentos especialmente difíciles, incluida la involución política, y, al mismo tiempo, despreciar a una parte importante de los españoles nacidos en Cataluña. De hecho, sería lo mismo que reproducir el comportamiento sectario del independentismo.

Otra cosa es que se pretenda hacer crónica la cuestión catalana por razones electorales (si ya no lo está) para ir recuperando votos a derecha e izquierda en aras de reinventar la casa común de los conservadores. Lo cierto, sin embargo, es que Cataluña, que es nuestro Brexit y nuestro populismo, ha envenenado el sistema político hasta unos niveles impensables hace pocos años.

Las aguas de las políticas son tóxicas y eso explica que España siga sin Gobierno, lo que tiene un enorme coste de oportunidad. Mientras el mundo avanza, España continúa mirándose el ombligo e intentando responder, una vez más, a la célebre pregunta: ¿Qué es España?

España, sin embargo, es Rufián, es Álvarez de Toledo y es Arrimadas. También Ana Oramas o Laura Borràs, como también lo son Oskar Matute, Jaume Asens o Iván Espinosa de los Monteros. También la ministra Calviño, Unai Sordo, Pepe Álvarez o Antonio Garamendi. Hasta los fugados en Waterloo son parte de España, y por eso, precisamente, la justicia los reclama. No busca su repatriación obligada por ser catalanes o por ser independentistas, sino por ser españoles que han vulnerado la ley. Puigdemont o Comín, de hecho, son tan españoles como Núñez Feijóo o García Page, cuyo lenguaje de taberna barata solo puede esconder una frustración política. ¿Utilizaría ese lenguaje soez ante el comité federal de su partido?

placeholder Cayetana Álvarez de Toledo. (EFE)
Cayetana Álvarez de Toledo. (EFE)

Todos y cada uno de ellos son España, y no conviene olvidarlo porque el origen histórico de las desdichas de este país ha estado, precisamente, en nuestras guerras interiores. Probablemente, porque a falta de un enemigo exterior —España estuvo ausente de los grandes conflictos bélicos del siglo XX y se peleó atrozmente en el XIX— siempre ha encontrado a sus adversarios dentro de sus fronteras. Y ya se sabe que los demonios familiares son siempre los más difíciles de ahuyentar.

Conviene recordarlo porque en este clima guerracivilista del sistema político (la fragmentación política, de hecho, es fruto de la ausencia de consensos básicos sobre cómo gestionar la cosa pública) es imposible la gobernabilidad del país, que es precisamente la esencia de la democracia.

Es una perogrullada, pero no se vota para conocer la opinión política de los españoles. Las elecciones no son ningún experimento demoscópico, sino que son la herramienta necesaria para formar Gobierno. Y cuando no se consigue ese objetivo lo que fracasa es el sistema de partidos, y ya se sabe que cuando fallan los representantes de la ciudadanía se acaban reivindicando las soluciones 'extraordinarias'.

No es incompatible pactar con los independentistas y, al mismo tiempo, hacer política de Estado en asuntos como el monumental déficit de la S. Social

Y pensar que se puede salir del actual colapso sin políticas inclusivas es una auténtica majadería. No es incompatible pactar con los independentistas y, al mismo tiempo, hacer política de Estado en asuntos como el monumental déficit de la Seguridad Social, la transición demográfica, la reindustrialización del país o la política educativa. Es lo que tienen las sociedades complejas, que requieran soluciones también complejas, y cuando la política cae en el simplismo más primitivo lo único que se consigue es un sainete parlamentario en el que las figuras entran y salen del escenario para contar sus gracietas y sus comentarios jocosos buscando el aplauso fácil del público, pero sin atender a los problemas de fondo del país.

Se trata de un sectarismo absurdo que dice muy poco del sistema de partidos, que parece haber recuperado lo peor de la España cerril que colocaba sambenitos y zamarras humillantes en busca de una pretendida pureza de sangre, más propios de los tiempos del imperio en los que se favorecía el escarnio público que los del siglo XXI.

En política, no pasa por llegar a acuerdos, con quien sea. Con quien sea. Incluso con quienes vulneraron la ley y ahora no lo hacen después de haber saldado las cuentas penales con la sociedad, salvo que no se busque justicia, sino venganza. Otra cosa es el reproche moral y el reconocimiento de las víctimas.

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Eso es, precisamente, la política. Y nada más. Lo contrario es la antipolítica y el iliberalismo, que son justamente el terreno de juego en el que ganan el populismo y la demagogia. La palabrería hueca y el insulto fácil. Si Corbyn hubiese apoyado en su día el acuerdo que logró Theresa May con la Comisión Europea sobre el Brexit, Boris Johnson hubiera seguido siendo conocido como el exalcalde Londres, y si Rajoy hubiera abierto el melón para una reforma de la administración territorial del Estado cuando todavía podía, con mayoría absoluta y sin la actual fragmentación del parlamento, Abascal seguiría siendo irrelevante en la vida política. Y si Rivera y Sánchez hubieran conformado una mayoría de 180 diputados en la anterior legislatura, el político catalán seguiría siendo el líder de Ciudadanos.

Esas soluciones simples a problemas complejos son las que explica la emergente territorialización de la vida política española, y que se resume en el hecho de que cada vez más ciudadanos ven en los localismos la solución. Cuando los partidos de ámbito nacional no son capaces de encontrar respuestas a lo que preocupa a los ciudadanos, hay un regreso al terruño, a lo más cercano, lo que acaba por matar el perímetro de las ideologías, que son el campo natural de la política y que necesariamente tienen un componente más transversal. Y sin ideología, los movimientos políticos son espasmódicos. Incluso, violentos. Se pasa de votar a Podemos a votar a Vox con una facilidad asombrosa.

O dicho de otra forma, sin política resucitan los falsos profetas de la democracia que, en realidad, quieren acabar con la democracia porque desprecian al otro, por ser negro, por ser homosexual, por ser independentista, por ser empresario, por ser sindicalista, por ser de derechas o por ser de izquierdas. Por ser inmigrante o por ser catalán. O andaluz o murciano.

Si no hubiera todas esas gentes, es que España habría vuelto a ser la España de la Inquisición y de la pureza de sangre

Pero España es todo eso. Hay negros, hay homosexuales, hay independentistas, hay empresarios que crean riqueza, hay sindicalistas y hay gente de derechas y de izquierdas. Hay gente mala y gente buena. Hay gente que mataría por la bandera y gente a la que le trae al pairo la enseña nacional. Y si no hubiera todas esas gentes, es que España habría vuelto a ser la España de la Inquisición y de la pureza de sangre.

Gabriel Rufián ha asegurado que él no es un político nacionalista, sino republicano y de izquierdas. Si eso fuera cierto, el 'procés' no habría existido. O, al menos, hubiera nacido con más plomo en las alas por incomparecencia de su partido. Si Rufián fuera de izquierdas, tampoco sería tan insolidario con el resto de España planteando la segregación de uno de los territorios más ricos para alejarse de las regiones 'pobres'. Y, si realmente fuera republicano, admitiría que la estrategia del soberanismo solo ha servido para consolidar la figura del rey, Felipe VI, que tuvo su 23-F en aquel discurso del 3 de octubre.

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