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La reforma laboral y el timo del tocomocho
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Carlos Sánchez

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La reforma laboral y el timo del tocomocho

Poco cambia con la reforma laboral. Casi todo sigue igual. Lo que se ha hecho es, simplemente, incorporar a la legislación lo que la realidad laboral se había encargado ya de desmontar

Foto: El presidente de ATA, Lorenzo Amor (c), conversa con la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, y el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi. (EFE/J.J. Guillén)
El presidente de ATA, Lorenzo Amor (c), conversa con la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, y el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi. (EFE/J.J. Guillén)
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Se puede estar a favor o en contra de la reforma del mercado laboral pactada entre el Gobierno, la patronal y los sindicatos. O, incluso, a favor o en contra de la derogación parcial o total de la que hizo el Partido Popular. Hay argumentos sólidos en todos los sentidos. Pero no es fácil entender que se esté contra el rigor en el sentido que le da la quinta acepción de la RAE: obrar con propiedad y precisión. Sobre todo, en estos tiempos en los que la mentira campa a sus anchas y lo veraz, que es aquello que se basa en hechos reales y no en prejuicios, se bate en retirada.

Probablemente, porque es más fácil esconderse tras una ideología, llamémosla utilitarista, aquella que se adapta a cualquier situación con naturalidad, y, en muchas ocasiones, de forma cínica, que abrirse paso a machetazos contra los propios apriorismos en función de nuestras preferencias políticas. Haciendo caso omiso de aquello que decía Gramsci: la verdad siempre es revolucionaria.

Lo que ha cambiado es, paradójicamente, lo que por la fuerza de los hechos y de las diferentes sentencias judiciales ya se había eliminado

Y la reforma laboral, en verdad, no es más que un acuerdo de mínimos que no modifica de manera sustancial, ni siquiera de una forma relevante, el actual marco de relaciones laborales.

Ni los costes de despido han cambiado, siguen intactos como los dejó la reforma laboral de 2012; ni ha habido un vuelco en las relaciones de poder dentro de la empresa: las condiciones laborales las seguirá fijando el empresario, incluida la reducción de jornada o la suspensión del contrato de trabajo (solo se elimina la fijación del salario base y los complementos); ni se han recuperado los salarios de tramitación, una vieja reivindicación de los sindicatos; ni se han endurecido los despidos objetivos por causas económicas, técnicas, organizativas o de producción, otra de las viejas demandas de UGT y CCOO; ni la temporalidad dejará de ser una de las características del modelo laboral español. Entre otras razones, porque hay una cultura de la precariedad —favorecida por la existencia de un entramado de inútiles bonificaciones— que tiene que ver con la calidad del sistema productivo, algo que, por cierto, históricamente, han denunciado los propios sindicatos, y que ahora, al parecer, han olvidado. La causalidad en la contratación temporal, es más, ya existe desde los años 90.

Lo que ha cambiado, sin embargo, es, paradójicamente, lo que por la fuerza de los hechos y de las diferentes sentencias judiciales ya se había eliminado en la práctica. Precisamente, porque la anterior reforma estaba demasiado trufada de ideología que la realidad del mercado laboral ha desmontado.

Caída libre

La ultraactividad de los convenios, es decir el fin de su vigencia un año después de haber caducado, ya era papel mojado antes de la nueva reforma (solo afectaba a uno de cada cuatro convenios); los descuelgues salariales para no cumplir lo pactado en el de ámbito superior, igualmente, son hoy residuales en un contexto muy delicado para muchos empresarios; las malas prácticas de las empresas multiservicio ya habían sido declaradas ilegales por los tribunales, mientras que los nuevos convenios de empresa, que la anterior reforma buscaba fomentar, son hoy irrelevantes. Incluso, los contratos de formación y aprendizaje, que aquella reforma vino a incentivar, se encontraban ya en caída libre. Al eliminar el contrato por obra o servicios, lo único que se conseguirá es que se denominen por circunstancias de la producción, que, con la reforma, se convierten en estructurales.

Sería un ejercicio de economía-ficción, pero hubiera sido interesante saber cómo hubieran respondido los sindicatos si Fátima Báñez les hubiera ofrecido en 2012 un texto como el pactado ahora con empresarios y Gobierno.

La reforma es solo un acuerdo de mínimos que no modifica de manera sustancial, ni siquiera de una forma relevante, el actual marco laboral

Poco o muy poco, por lo tanto, va a cambiar con la nueva reforma laboral, desde luego, en el plano laboral. Otra cosa es en el político, donde, desgraciadamente, y cada vez más, lo de menos es ceñirse a la realidad de los hechos o la literalidad de lo pactado, sino que lo relevante es aparecer como ganador de un combate ridículo que olvida cuál es la naturaleza de la cosa pública, que no es otra cosa que resolver los problemas de los ciudadanos. La lógica partidista, ya se sabe, no siempre coincide con los intereses de los ciudadanos.

Se ha optado, por el contrario, desde luego en el caso de la ministra de Trabajo, por la grandilocuencia, por la desmesura y por la hipérbole, como si una reforma menor —cuántas veces se ha abusado del término histórico— pudiera cambiar algo tan complejo como las relaciones laborales de un país. Si esto fuera así, desde luego, España sería el campeón del empleo en la Unión Europea, habida cuenta de que es el país que más remiendos ha hecho a su legislación laboral entre las economías avanzadas. Desde que en 1984 se introdujeron los contratos temporales como una solución de emergencia ante el incumplimiento de crear 800.000 puestos de trabajo que hizo Felipe González antes de las elecciones, todas y cada una de las reformas han prometido rebajar la precariedad o, incluso, subir los salarios y mejorar la productividad. No parece que se haya conseguido.

El mundo en 2040

Se habla de manera absurda —pura propaganda— del Estatuto de los Trabajadores del siglo XXI, como si el planeta no se moviera hoy al compás que dictan los avances tecnológicos, la digitalización y la globalización. Y en los países europeos, al ritmo que marca el envejecimiento. En definitiva, se está produciendo, como todo el mundo sabe, una profunda y rápida transformación de la realidad laboral que coincide en el tiempo, además, con un incremento intenso de los flujos migratorios, y que no han hecho más que comenzar, lo que obliga a una revisión continua del ecosistema laboral. ¿O es que alguien sabe cómo será el mundo en 2030 o 2040? Está cambiando, incluso, el espacio territorial en el que se desenvuelve el conflicto histórico entre el trabajo y el capital, que ha pasado del ámbito local al global sin solución de continuidad, como saben mejor que nadie los sindicatos.

Se ha optado, desde luego en el caso de la ministra de Trabajo, por la grandilocuencia, por la desmesura y por la hipérbole

La pretenciosidad en el discurso lleva, incluso, a hablar de una recuperación de derechos en términos históricos, cuando lo mejor que le ha pasado a este país desde 1977 ha sido la creación de un sólido Estado de bienestar, con sus insuficiencias, impensable al final de la dictadura. ¿O es que el sistema de relaciones laborales sigue anclado en la dictadura, con sus enlaces sindicales y sus patronales ficticias, más propio de la democracia orgánica que de una democracia representativa? Pero es que se llega a lo estrambótico cuando el país con mayor tasa de paro, con más desempleo juvenil o con mayor precariedad laboral, y que además es el que sufre como ninguno cuando llega una crisis, pretende dar lecciones a Europa sobre la calidad de nuestra legislación laboral.

El caldo de cultivo

Es cierto que Yolanda Díaz, rodeada de un pomposo gabinete como nunca ha tenido antes ningún ministro de Trabajo, está en campaña electoral permanente. Pero precisamente por eso, alguien debería recordar a la vicepresidenta que el auge del populismo y de la demagogia tiene mucho que ver con la frustración de las clases medias. Precisamente, porque no se cumple aquello que el sistema promete.

No es casualidad, de hecho, que los partidos populistas de derecha en Europa hayan girado en los últimos años a prestar mayor atención al mundo del trabajo. Obviamente, porque han encontrado un caldo de cultivo que les favorece al pretender recoger —falsamente— el sentimiento de fraude de muchas familias a quienes no llegan las promesas de cambio real, no el cosmético. La pérdida de afiliación sindical, un fenómeno que sucede en toda Europa y en EEUU, refleja con claridad el nuevo ecosistema del mundo del trabajo, que es mucho más complejo que algunos pequeños cambios en la legislación laboral que para nada van a cambiar la correlación de fuerzas.

Sí es verdad, sin embargo, que lo más positivo de la nueva reforma es que se hace por consenso. Si algo ha demostrado tanto cambio legislativo en las últimas décadas —alrededor de 50 modificaciones de mayor o menor intensidad— es que las que se hacen con acuerdo de empresarios y Gobierno son más eficaces. Entre otras razones, porque lo pactado en el ámbito confederal se filtra posteriormente a la negociación colectiva, que es, realmente, donde se cuece todo. Este fue, precisamente, el error de la reforma de 2012, que ha sido desmontada en muchos de sus aspectos por la vía de los hechos. Esta no será desarmada, paradójicamente, porque ya está en vigor.

Se puede estar a favor o en contra de la reforma del mercado laboral pactada entre el Gobierno, la patronal y los sindicatos. O, incluso, a favor o en contra de la derogación parcial o total de la que hizo el Partido Popular. Hay argumentos sólidos en todos los sentidos. Pero no es fácil entender que se esté contra el rigor en el sentido que le da la quinta acepción de la RAE: obrar con propiedad y precisión. Sobre todo, en estos tiempos en los que la mentira campa a sus anchas y lo veraz, que es aquello que se basa en hechos reales y no en prejuicios, se bate en retirada.

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