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Servicios secretos: el Estado soy yo
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Servicios secretos: el Estado soy yo

Detrás de los secretos de Estado se esconden muchas tropelías. También enormes servicios al Estado. De ahí que sean necesarios mecanismos de control. La ley de secretos del Estado se utiliza muchas veces como coartada

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Zipi)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Zipi)
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No lo van a creer, pero el primer párrafo de la Ley de Secretos Oficiales, publicada en el BOE el 6 de abril de 1968, en plena dictadura, sostiene que “es principio general, aun cuando no esté expresamente declarado en nuestras Leyes Fundamentales, la publicidad de la actividad de los Órganos del Estado, porque las cosas públicas que a todos interesan pueden y deben ser conocidas de todos”. La ley, como corresponde a la época, finaliza con un escueto: "Dada en el Palacio de El Pardo a cinco de abril de mil novecientos sesenta y ocho. FRANCISCO FRANCO".

No cabía mayor cinismo porque al mismo tiempo que se proclamaba el derecho de los ciudadanos a estar informados sobre “las cosas públicas” se reconocía que las leyes no preveían esa posibilidad. El cinismo llegaba, sin embargo, al extremo cuando apenas ocho meses después, el 24 de enero de 1969, el régimen declaraba el estado de excepción en todo el territorio nacional, que había venido precedido de los correspondientes estados de excepción en Vizcaya y Guipúzcoa, que, por su propia naturaleza, suponen la opacidad total del Estado y la represión de la libertad de prensa, que es la base sobre la que se cimentan las democracias.

Aquella ley franquista, la de secretos oficiales, pásmense, continúa en vigor, lo que refleja hasta qué punto las zonas grises del Estado, aquellas sobre las que no se quiere que haya luz, pero que deben estar sometidas a control judicial y al conocimiento del parlamento con las restricciones que sean oportunas, han sido ninguneadas por todos los gobiernos de la democracia. El hecho de que haya sido un ‘agente externo’ el causante de las escuchas, como dice el Gobierno, para nada implica que se mantenga el secretismo, más digno de otra época.

Foto: El experto en seguridad informática Etienne Maynier, del Tech Lab de Amnesty International en Londres. (Irene Gamella)

Ningún ejecutivo ha tenido tiempo para poner al día una ley no solo obsoleta, sino que atenta contra la propia Constitución. El artículo 9.2, por ejemplo, establece que cuando “una materia clasificada [por el Gobierno de turno] permita prever que pueda llegar a conocimiento de los medios de información, se notificará a estos la calificación de secreto o reservado”. Los papeles del Pentágono, hasta Nixon pretendió considerar secretas las escuchas del Watergate, como otros muchos documentos que han visto la luz en las últimas décadas denunciando las actividades ilegales del Estado, nunca hubieran sido publicados con este criterio.

Nada nuevo bajo el sol

No puede extrañar, por eso, que los servicios de Inteligencia, ya desde la vieja operación Galaxia, pasando por el 23-F o las escuchas que hizo el Cesid al anterior jefe de Estado y al propio presidente del Gobierno —nada nuevo bajo el sol—, siempre hayan estado en el centro de los escándalos. Unas veces haciendo su trabajo constitucional, sin duda con profesionalidad y buen tino, y otras como un poder en la sombra del propio Estado. Sin duda, porque esconderse tras los ‘secretos’ suele ser rentable. Incluso un negocio. Algún exdirector del CSID se llevó la documentación del centro fuera de España y posteriormente se ha publicado en forma de libro.

Muchos jueces, incluso, abusan del secreto cuando instruyen procedimientos y de esta manera se evitan la ‘injerencia’ de las acusaciones haciendo de su capa un sayo, mientras que en otras ocasiones, cuando un gobernante habla de que esto o aquello es secreto, y hay innumerables ejemplos, hay razones para echarse a temblar. El material documental sobre los GAL o la venta de armas —incluso algunas incógnitas que aún rodean al 23-F— duermen todavía en el sueño de los justos.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Juan Carlos Hidalgo) Opinión
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Solo hay que recordar, como ha escrito Antonio Rubio, uno de los periodistas que destaparon en ‘El Mundo’ una década de grabaciones ilegales —la famosa 'cintateca' de Manglano— que en 2013, hace cuatro días, y gracias a las revelaciones de Edward Snowden, ex técnico informático de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) norteamericana, a los diarios 'The Guardian' y 'The Washington Post', se pudo saber que el CNI había colaborado con la NSA en el espionaje masivo a millones de personas, a nivel mundial, y también a españoles a través de mensajes de texto y correos electrónicos. No hay noticias de que aquellas escuchas fueran autorizadas por el magistrado correspondiente del Supremo.

Dos años más tarde, en 2015, un 'hacker' conocido como Phineas Fisher y el portal WikiLeaks, de Julian Assange, destaparon que el CNI había comprado el 'software' de la empresa italiana Hacking Team. Esta sociedad, al igual que la israelí Pegasus, proporciona y vende sus herramientas de vigilancia e intrusión a los gobiernos y no a compañías privadas, presuntamente. Entre la documentación revelada por WikiLeaks aparecieron, como dice Rubio, correos entre Hacking Team y el CNI. La empresa italiana había proporcionado sus sistemas de control y escuchas a un total de 35 países.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE)

Es evidente que la obligación de los servicios secretos es espiar si hay razones fundadas. Y parece evidente que cuando hay en marcha un proceso secesionista las hay, y, sin duda, contundentes. Pero corresponde al Gobierno de turno aclarar con qué medios materiales se hacen esas escuchas.

No es un asunto intrascendente habida cuenta de que las nuevas tecnologías hoy no dejan rastro, y de ahí las dificultades para encontrar a los autores. De hecho, es altamente improbable que la denuncia ante la Audiencia Nacional aclare algo, ya que, precisamente, se utiliza Pegasus para no dejar rastro. De lo contrario, se usarían otros medios más convencionales. Hoy Gene Hackman, aquel detective privado de ‘La conversación’, sería cazado a las primeras de cambio, pero con herramientas como Pegasus no hubiera sufrido tanto para grabar charlas que, a la postre, eran intrascendentes. De hecho, no basta con dejar bien claro, como sostienen Robles y Bolaños, que todo está bajo la supervisión de un magistrado del Tribunal Supremo. Faltaría más. Parece necesaria una actitud más beligerante de los poderes públicos.

La lista negra

Y es que no pueden ser irrelevantes las herramientas que utilizan los servicios secretos para hacer su trabajo, porque hoy la tecnología va siempre por delante de la legislación, y de ahí que sea necesario un control del ejecutivo para evaluar los programas de escuchas, tan sofisticados que hoy su potencia se escapa a los propios gobiernos (y no digamos a magistrados del Supremo legos en la materia).

No es de extrañar, por eso, que el Tesoro de EEUU incluyera el año pasado a NSO, la empresa israelí que vende Pegasus, en la lista negra de empresas vetadas en contratos públicos. Y esto es así porque NSO quedó expuesta el pasado verano después de que investigaciones publicadas por un consorcio de 17 medios de comunicación internacionales revelaran que Pegasus supuestamente había permitido espiar los móviles de periodistas, políticos, activistas o líderes empresariales de varios países.

Los teléfonos infectados por Pegasus, como se sabe, se convierten básicamente en aparatos de espionaje de bolsillo. Permiten al usuario leer los mensajes del afectado, mirar sus fotos, conocer su localización e incluso encender la cámara sin que lo sepa. Es decir, una herramienta letal en términos de derechos civiles. Algo que explica que este mismo miércoles se reúna en el Parlamento Europeo una comisión de investigación formada por 38 miembros para analizar el uso de Pegasus.

Obviamente, porque se trata de una tecnología —que pronto será superada por otras— devastadora si no existen mecanismos de control independientes que no estén directamente implicados con los usuarios, en este caso los servicios secretos. Y si no existen, ¿de verdad tiene que decir algo el Defensor del Pueblo sobre un asunto técnicamente tan complejo?, a lo mejor lo más razonable es que la UE, y mientras tanto España, veten el uso (y, por supuesto, la compra) de Pegasus. Nunca ha quedado totalmente claro si el CNI lo ha adquirido, aunque parece que sí, pero sería lo primero que debe aclarar su directora.

No lo van a creer, pero el primer párrafo de la Ley de Secretos Oficiales, publicada en el BOE el 6 de abril de 1968, en plena dictadura, sostiene que “es principio general, aun cuando no esté expresamente declarado en nuestras Leyes Fundamentales, la publicidad de la actividad de los Órganos del Estado, porque las cosas públicas que a todos interesan pueden y deben ser conocidas de todos”. La ley, como corresponde a la época, finaliza con un escueto: "Dada en el Palacio de El Pardo a cinco de abril de mil novecientos sesenta y ocho. FRANCISCO FRANCO".

Centro Nacional de Inteligencia (CNI)
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