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Carlos Sánchez

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Tenemos que hablar de Ucrania (ahora en serio)

La guerra se hace crónica. Occidente debe comenzar a buscar soluciones que vayan más allá que el conflicto. Lo que está en juego es un nuevo orden mundial. Hay que volver a mirar al Acta de Helsinki

Foto: El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg. (EFE/Olivier Hoslet)
El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg. (EFE/Olivier Hoslet)
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"Donetsk es Ucrania, Lugansk es Ucrania, Jersón es Ucrania, Zaporiyia es Ucrania, al igual que Crimea es Ucrania", dijo el viernes el secretario general de OTAN, Jens Stoltenberg, nada más conocerse la anexión ilegal de un vasto territorio de alrededor del 15% del país, equivalente a una extensión un poco menor de lo que representa Andalucía para España.

Eso es lo evidente. Lo obvio. La invasión no solo viola el derecho internacional, sino que ha recuperado el valor de la fuerza bruta, lo que solo puede traer miseria y desesperación. Lo realmente singular del discurso de Stoltenberg, sin embargo, fue una aseveración que ya ha repetido en algunas ocasiones, también en la cumbre de Madrid. "Apoyamos a Ucrania", dijo, "pero eso no nos convierte en parte del conflicto". Lo que hacemos, continuó, "es respaldar a una nación soberana en su derecho a la autodefensa, pero no formamos parte del conflicto", repitió. Es probable que aquí esté el nudo gordiano de la cuestión. A estas alturas, no es fácil creer que la OTAN y sus países miembro no sean parte del conflicto. Stoltenberg miente.

Es evidente que la OTAN, desde luego en términos políticos, aunque no militares de manera directa, forma parte del conflicto

Es verdad que desde el comienzo de la invasión, el pasado 24 de febrero, los países de la OTAN se han volcado en la ayuda militar a Ucrania y han renunciado a tener una posición política sobre cómo resolver la guerra por dos razones solventes. La primera, porque Ucrania es un país soberano y su Gobierno tiene todo el derecho a defender lo que considere oportuno, en este caso la reclamación de sus fronteras arrancadas de forma tan bárbara como ilegal. La segunda es pura lógica. Como Ucrania no forma parte de la OTAN, la alianza (el célebre artículo 5) no puede intervenir directamente, lo que ha generado una especie de subcontratación de la guerra en aras de evitar males mayores. Los ucranianos ponen las tropas y Occidente las armas y la logística. Al fin y al cabo, como suele repetir Biden, las guerras nucleares no las gana nadie.

'Nuestro conflicto'

Aquella, sin embargo, es una verdad a medias. Es evidente que la OTAN, desde luego en términos políticos, aunque no militares de manera directa, forma parte del conflicto. No porque la alianza atlántica lo haya querido, sino porque su expansión hacia el este es parte del origen del conflicto (unos pensarán que con mayor intensidad y otros con menos fuerza), pero, sobre todo, porque el neoimperialismo ruso afecta a las fronteras comunes de la alianza con Rusia. Y, de hecho, a estas alturas hay pocas dudas de que se trata de 'nuestro conflicto'.

La propia organización, de hecho, ha denunciado en numerosas ocasiones que lo que está detrás de la invasión de Ucrania es la idea de Putin de recuperar las viejas fronteras de la Unión Soviética, y eso sí que afecta a Europa. Y esto es aquí porque en el origen de todo se encuentra la decisión de Putin de reabrir una vieja disputa entre Lenin y Stalin, el primero a favor de la existencia de repúblicas federadas con iguales derechos, y el segundo un estado unitario. Como dijo Gorbachov en una entrevista a 'Time' (22 de mayo de 1990), "aunque en 1922 fue adoptada la fórmula leninista, en la práctica todo marchó al revés", pero sin cambiar la Constitución rusa, lo que facilitó los procesos de autodeterminación tras la caída de la URSS.

Ucrania es lo urgente, pero lo importante —para que la actual guerra de desgaste no se eternice— es construir una nueva arquitectura mundial

La internacionalización del conflicto es, sin duda, el principal riesgo para la paz mundial, y de ahí que haya que celebrar la prudencia de la OTAN en términos militares. Es seguro que, si la alianza entra directamente en la confrontación, sus consecuencias pueden ser devastadoras. De ahí que la única solución debe ser política y no militar, y ese es el terreno hacia el que debe avanzar la alianza atlántica: seguir suministrando armas para que Ucrania no sea engullida, pero, al mismo tiempo, teniendo una posición propia sobre sus derivadas geoestratégicas. Desde luego que no la OTAN como organización, ya que, al fin y al cabo, se trata de una estructura militar, sino los gobiernos, en particular EEUU en el marco de Naciones Unidas, que, en lugar de una organización política, se ha ido convirtiendo paulatinamente en una institución humanitaria.

Hoy, sin embargo, Occidente carece de cualquier estrategia que no sea estrictamente militar. Los aliados han dejado en manos de Zelenski —cuya guerra es legítima y está amparada por la Carta de Naciones Unidas— el entorno geopolítico de la guerra, que es, en realidad, el problema de fondo, y que no es otro que el nuevo escenario que se abre al planeta tres décadas después de la caída del Muro.

La guerra, de hecho, como han destacado muchos observadores cualificados, ha entrado en un territorio desconocido de imprevisibles consecuencias y se escapa al propio territorio ucraniano. Un magnate ruso lo ha descrito con repugnante frialdad: "El mundo entero debería rezar por la victoria de Rusia, porque solo hay dos formas de que esto termine: o Rusia gana o un apocalipsis nuclear", dijo Konstantin Malofeyev en palabras recogidas por 'Financial Times'. No es de esperar, por eso, que la reclamación de Zelenski de ingresar en la OTAN de forma acelerada, como lo han hecho Finlandia y Suecia, llegue a buen puerto, aunque se diga lo contrario. Precisamente porque la alianza es una organización política y no exclusivamente militar que responde defensivamente a una agresión.

Movilizadores del cambio

Ucrania es lo urgente, pero lo importante —para que la actual guerra de desgaste no se eternice— es construir una nueva arquitectura mundial, hoy superada por fenómenos como la globalización, el auge de China, el cambio climático, las guerras cibernéticas, las migraciones e, incluso, los avances tecnológicos, que derriban fronteras y crean un nuevo ecosistema económico que debilita la acción de los estados, que tradicionalmente han sido los movilizadores del cambio político.

Un mundo, en definitiva, cada vez más interdependiente e incompatible con soluciones nacionales o, incluso, en forma de bloques geopolíticos. Hay razones poderosas para entender que el país agredido, Ucrania, tiene derecho a prolongar la guerra todo el tiempo que sea necesario, pero también las hay para que la política de seguridad en Europa no dependa exclusivamente del presidente Zelenski. Lo conveniente sería una decisión compartida a cambio de una especie de Minks III con el control de la comunidad internacional, y en particular de Naciones Unidas, promoviendo algo parecido a un proceso de descolonización del Donbás dando la palabra a sus habitantes, pero esta vez sin consultas ilegales.

Es en este contexto en el que hay que situar la solución a la crisis derivada de la invasión. Básicamente, porque lo que ha saltado por los aires no es solo la legalidad internacional, sino, también, lo que significó el Acta final de Helsinki (1975), firmado por 35 países (entre ellos EEUU y la URSS), que inauguró, junto a la Carta de París, un nuevo marco de seguridad europea que hoy, en plena guerra, puede verse como algo irrelevante, pero que se selló en un contexto incluso más difícil que el actual.

Guerras locales

Al igual que hoy, también se firmó en medio de la retórica nuclear y en plena guerra fría —la de hoy va camino en convertirse—, lo que alimentó una formidable escalada armamentista. Por entonces, como ahora, las dos superpotencias peleaban en guerras locales que no eran muy distintas a la que ahora se desarrolla con brutalidad en Ucrania: Vietnam, Angola, Mozambique e, incluso, Nicaragua.

El Acta de Helsinki salió adelante y cambió el rostro de Europa, lo que facilitó un nuevo clima que acabó por desmoronar al bloque soviético

Ese escenario, sin embargo, no fue óbice para que George H. Bush, durante una conferencia de prensa que celebró el 3 de junio de 1990 con el presidente soviético, declarara: "El presidente Gorbachov y yo hemos celebrado los acontecimientos en Europa que cambian su fisonomía, acontecimientos que en los últimos cuatro decenios nos ofrecen la posibilidad de ver una Europa unida y libre". Se consiguió. Si EEUU y la URSS hubieran mirado exclusivamente a los conflictos regionales, es muy probable que el Muro hubiera tardado más años en caer. La fisonomía de Europa no habría cambiado.

Hoy no es 1975, pero Helsinki salió adelante y cambió, años después, el rostro de Europa, lo que favoreció un nuevo clima que acabó por desmoronar al bloque soviético, que, por entonces, aparecía mucho más sólido que la actual Rusia. Continuar ayudando a Ucrania no puede ser incompatible con empezar a pensar en el mundo que de forma absurda parece renunciar al multilateralismo. La paz en Ucrania no resolverá los problemas entre Rusia y Occidente, pero es una piedra en el camino insalvable si no se ahoga —en el sentido metafórico del tiempo—, en un contexto geopolítico más amplio. Un nuevo orden mundial. No solo están en disputa 100.000 kilómetros cuadrados.

"Donetsk es Ucrania, Lugansk es Ucrania, Jersón es Ucrania, Zaporiyia es Ucrania, al igual que Crimea es Ucrania", dijo el viernes el secretario general de OTAN, Jens Stoltenberg, nada más conocerse la anexión ilegal de un vasto territorio de alrededor del 15% del país, equivalente a una extensión un poco menor de lo que representa Andalucía para España.

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