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El enemigo invisible de Feijóo y el aliado fortuito de Sánchez
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El enemigo invisible de Feijóo y el aliado fortuito de Sánchez

La inflación derriba gobiernos pero no siempre. Sobre todo, cuando no viene acompañada de altos niveles de desempleo, que es lo que sucedió en otras crisis. Hoy los niveles de paro se encuentran en cotas históricamente bajas

Foto: Sánchez y Feijóo, en el Senado. (EFE/Fernando Alvarado)
Sánchez y Feijóo, en el Senado. (EFE/Fernando Alvarado)
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Ninguna crisis es igual a otra. Pero todas tienen en su ADN algo en común: empeora primero la actividad económica y, posteriormente, lo hace el nivel de empleo al tratarse de un indicador retrasado. Esto, al menos, es lo que dice la historia más reciente. Todas las crisis en los últimos 50 años, desde que EEUU abandonó el patrón oro, han tenido el mismo patrón de comportamiento.

Hay, sin embargo, una excepción: la actual. Mientras el crecimiento económico se desangra por la presión de los precios y la subida de los tipos de interés –se trata en realidad de una contracción del PIB inducida en parte por los bancos centrales para combatir la inflación –el empleo resiste. No solo en España, sino en todos los países avanzados. No es, desde luego, una hazaña lograda por la reforma laboral, sino que tiene causas estructurales de carácter general.

Ningún estudio ha observado que hoy, pese a la elevada inflación, exista una espiral salarios-precios, como sucedió en el pasado

La eurozona (6,6%), EEUU (3,7%) y hasta el Reino Unido con todos sus problemas (3,6%) mantienen unos niveles de desempleo históricamente bajos (un 4,9% en el conjunto de la OCDE), lo que supone un auténtico desafío a algunas de las certezas depositadas en el acervo económico durante décadas. Con bajo o nulo crecimiento, o, incluso, en recesión, como ha sucedido recientemente en EEUU, la economía crea empleo. La estanflación (alta inflación y estancamiento económico) llama a la puerta sin elevadas tasas de paro.

Para valorar la importancia de ese fenómeno solo hay que recordar que a finales de los años 70 (tras dos choques petrolíferos) el paro en EEUU llegó a situarse por encima del 11%, mientras que en la de 2008 alcanzó un máximo del 10%, casi tres veces más que ahora. Lo mismo sucedió en Europa (12%) y, por supuesto, en España. La crisis derivada de la pandemia tuvo unas características propias que impide hacer una comparación homogénea.

Las causas son múltiples: cambios en la pirámide demográfica, intervención más agresiva de los gobiernos para compensar la caída de rentas de familias y empresas, enorme holgura laboral (subempleo o menos horas trabajadas por ocupado), un mercado laboral más ajustado por las restricciones crecientes a la entrada de inmigrantes o, incluso, el menor peso de los salarios en la cuenta de resultados de las empresas, además de la propia eficiencia de la economía a la hora de asignar los recursos tras las intensas reformas económica de los años 80 y 90.

La espiral

Las desregulaciones y la globalización abarataron los salarios reales y desmontaron buena parte de las instituciones laborales (menor presión sindical) que funcionaron durante la edad de oro del capitalismo industrial y no financiero. ¿El resultado? Ningún estudio ha identificado que hoy exista en las economías avanzadas, pese a la elevada inflación, una espiral salarios-precios, como sucedió en el pasado. No hay inflación de segunda ronda. El sistema económico ha asumido que para sobrevivir los salarios deben perder poder adquisitivo.

Sacar al desempleo de la ecuación no solo es trascendente en términos económicos, sino también políticos. Básicamente, por una razón. Las rentas salariales representan el único ingreso para la mayoría de los hogares, por lo que si el nivel de ocupación se mantiene la percepción subjetiva sobre la situación económica del hogar, y, por lo tanto, su influencia sobre el voto, no sufre variaciones significativas.

Esto puede ayudar a explicar una paradoja. La mayoría de la población responde en las encuestas del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) que su situación económica es sustancialmente mejor que la del país, lo que a priori parece una incongruencia. No puede ser coherente que el 73,2% de la población (último trabajo demoscópico) piense que la situación económica de España es mala o muy mala y, por el contrario, que el 63% considere que su situación personal es buena o muy buena.

No es lógico que el 73% piense que la situación económica es mala o muy mala y que el 63% opine que su situación es buena o muy buena

En la evaluación de la situación económica hay, por lo tanto, un sesgo de carácter subjetivo que tiene que ver con la ideología de cada uno o, incluso, con la información que llega al ciudadano a través de los medios de comunicación o a las redes sociales, y que en muchas ocasiones no se corresponde con la realidad. Al fin y al cabo, el estado de ánimo de la opinión pública o los juicios políticos predeterminados –al margen de los datos reales– influyen de forma intensa sobre la percepción del momento. Walter Lippmann, que estudió a fondo el comportamiento de los estereotipos, llegó a la conclusión de que nuestras opiniones son una mera reconstrucción de lo que otros han narrado y nosotros nos hemos imaginado. Entre otras cosas, porque nos movemos en un pequeño círculo de amistades, lo que hace que nuestra capacidad para observar acontecimientos trascendentes y complejos sea muy limitada.

Los perjudicados

Es verdad que la elevada inflación erosiona la renta de los hogares, pero es mucho peor perder el empleo. Entre otras razones, por sus consecuencias sobre la morosidad, tanto la personal como la empresarial, y que es exactamente lo que sucedió en la anterior crisis en España. Entonces, la tasa de paro alcanzó un estratosférico 26,94% en 2013, lo que era en realidad la manifestación evidente de que se había producido una metástasis en el conjunto del sistema económico, mientras que la tasa de dudosidad de los créditos se situó ese año en el 13,6%. En agosto de 2022, ya con un crecimiento del PIB claramente a la baja y una inflación desbocada, la mora de la banca no llega al 4%. Fundamentalmente, como bien saben los banqueros, porque lo último que deja de pagar una familia por razones obvias es la hipoteca, lo que explica la baja tasa de morosidad, muy influida por la tasa de paro y menos por la inflación.

Este escenario es completamente nuevo, y si no hay cambios sustanciales derivados de la marcha de la guerra en Ucrania, es muy probable que será el mismo que exista en 2023, un año en el que, como todo el mundo sabe, se concentran todas las elecciones, lo cual, dicho sea de paso, es un sinsentido. Básicamente, porque la acumulación de elecciones en un corto periodo de tiempo enfanga la naturaleza de cada comicio.

En un país cuasi federal lo razonable sería que las elecciones locales y autonómicas tuvieran su propia dinámica y se alejaran de las generales

En un país cuasi federal como es España, lo razonable sería que tanto la elección de los alcaldes como la de los presidentes de comunidad autónoma (salvo los que tienen un ciclo propio) tuvieran su propia dinámica y estuvieran alejadas de las generales por una simple razón. Muchos alcaldes o presidentes de comunidad autónoma serán castigados o, incluso, desalojados injustamente por la gestión de Sánchez, mientras que otros lo serán por su percepción sobre el liderazgo de Feijóo en la oposición, lo cual tiene poco o ningún sentido.

El desgaste

El hecho de que el nivel de desempleo esté contenido en medio de un contexto exterior tan difícil (aunque todavía sigue siendo casi el doble que el de la UE) no es irrelevante. Significa que la economía no tendrá un peso tan decisivo sobre el resultado electoral como a menudo se percibe. Entre otras razones, porque la inflación, tras tocar techo, tenderá a suavizarse –todavía en niveles muy altos– a medida que el endurecimiento de la política monetaria (que tarda varios trimestres en transmitirse a la economía real) se materialice.

Esto hace que 'haya partido' y explica los continuos cambios de estrategia de Feijóo en su labor de oposición. Unas veces, centrando su discurso en la economía y otras en cuestiones institucionales, pero sin una musculatura programática suficiente por ausencia de ideas propias más allá de bajar impuestos. A ver si va a ser cierto que desgasta más estar en la oposición que en el Gobierno.

Foto: Foto: EC.

A Sánchez, por el contrario, le ha salido un aliado inesperado gracias a cambios estructurales en la economía que no tienen nada que ver con sus aciertos o fracasos en la labor de Gobierno. Y solo hay que recordar que los laboristas británicos fueron arrumbados por Thatcher a medida que avanzaba la estanflación. Y lo mismo le sucedió al demócrata Carter o, incluso, a Zapatero. De hecho, sería una anomalía que un país plenamente integrado en el contexto europeo se comportara de forma diferente: para lo bueno y para lo malo. Su principal problema, por el contrario, sigue siendo reputacional derivado de sus pactos con Bildu y ERC, y eso le ha arrastrado durante toda la legislatura. También lo hará a lo largo de 2023, con la penalización que ello supone en términos electorales.

En definitiva, un escenario singular que pone de relieve la distancia entre la realidad y el deseo. O lo que es lo mismo, la influencia de factores estructurales que van mucho más allá que las cuitas nacionales.

Ninguna crisis es igual a otra. Pero todas tienen en su ADN algo en común: empeora primero la actividad económica y, posteriormente, lo hace el nivel de empleo al tratarse de un indicador retrasado. Esto, al menos, es lo que dice la historia más reciente. Todas las crisis en los últimos 50 años, desde que EEUU abandonó el patrón oro, han tenido el mismo patrón de comportamiento.

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