Es noticia
El error que puede pagar caro la izquierda
  1. España
  2. Mientras Tanto
Carlos Sánchez

Mientras Tanto

Por

El error que puede pagar caro la izquierda

La personalización de la política, creando falsos superhéroes, es propia del populismo. La izquierda ha caído en ese error. Sánchez lo ha capitalizado todo y ha oscurecido su gestión

Foto: Pedro Sánchez, en un acto electoral del PSOE. (EFE/Kai Fosterling)
Pedro Sánchez, en un acto electoral del PSOE. (EFE/Kai Fosterling)
EC EXCLUSIVO Artículo solo para suscriptores

La idea de que son las personas y no las condiciones objetivas quienes mueven el mundo tiene legión de seguidores. Muchas escuelas de pensamiento, incluso, consideran que los grandes avances de la humanidad —a veces retrocesos— son fruto exclusivo de comportamientos individuales. Y hay pocas dudas de que en determinadas ocasiones así es. Julio César, Napoleón, Lutero o Alexander Fleming aceleraron el tiempo histórico que les tocó vivir. Hitler, Stalin y otros monstruos políticos, como enseñó Maquiavelo, también lo hicieron, aunque en sentido inverso. Unos y otros, sin embargo, caminaron a hombros de gigantes, como decía Newton. Sin las aportaciones de Copérnico, Galileo o Kepler la revolución científica que impulsó el físico inglés no hubiera sido posible.

Esta percepción individualista de la acción humana —que ignora las aportaciones anteriores— se ha trasladado al ámbito de la política. Hasta el punto de que la cosa pública se entiende como una cuestión de liderazgos. Algo que explica que las campañas electorales, en aras de convertir a las personas en seres superiores e infalibles, tienden a ser cada vez más personalistas. En ocasiones, hasta el ridículo. Llegando al culmen de la estupidez cuando se viste de adanismo. O lo que es lo mismo, cuando la vestimenta consiste en fantasear que el mundo anterior al líder no existe. La nueva política está preñada de ejemplos.

La política se vende como una cuestión de personas, lo que significa despreciar la existencia de unas condiciones objetivas

Es verdad que la personalización de la política siempre ha existido, al menos desde que a principios del siglo pasado se conformó lo que hoy llamamos opinión pública, pero con más fuerza a partir de la aparición de los grandes medios de comunicación de masas, fundamentalmente la televisión. El célebre debate electoral entre Nixon y Kennedy, celebrado en 1960, marcó el camino, y desde entonces la política se vende ante la opinión pública como una cuestión de personas, lo que en la práctica significa despreciar la existencia de unas determinadas condiciones objetivas, que a la postre son las que influyen de forma poderosa sobre las decisiones que se adoptan. No es lo mismo ser presidente del Gobierno en 2008, que es cuando Alemania impuso un duro ajuste tras la explosión de la burbuja, que en 2020, cuando todos los países de la Unión Europea aprobaron políticas fiscales expansivas. No es lo mismo recoger un país en crisis que recibirlo en pleno apogeo. No es lo mismo nacer en Oslo que en Lima.

Guías espirituales

El hecho de que la política se haya personalizado hasta límites impensables hace pocas décadas no es irrelevante. Al contrario, ha producido una mutación de incalculables consecuencias. En particular, porque ha creado el caldo de cultivo idóneo para el populismo y su perfil más oscuro: el caudillismo. Los líderes fuertes, construidos sobre grandes aparatos de propaganda, tienden a convertirse en guías espirituales, y ahí está la famosa frase de Trump cuando declaró que podría pararse en medio de la Quinta Avenida, disparar a alguien, "y no perdería votantes".

El hecho de que la política se haya personalizado ha creado el caldo de cultivo para el populismo y su perfil más oscuro: el caudillismo

Esto es posible, básicamente, porque la demagogia, que está fundamentada en noticias falsas y consideraciones equivocadas, se nutre del lenguaje simbólico, que por su propia naturaleza vive de las emociones y del desgarro sentimental, lo que explica que se usen de forma nauseabunda frases como "que te vote Txapote". O expresado de otra manera, los símbolos ayudan a construir sociedades maniqueas: el pueblo contra la casta o la gente frente a las élites.

En definitiva, categorías morales —como el poner en el centro del debate público una especie de patriotismo de hojalata— frente al ámbito de la lógica, del razonamiento y de la persuasión, que es el territorio natural de la política.

Enfrentar a Sánchez y Feijóo como si se tratara de dos mundos radicalmente diferentes se parece mucho a un fraude electoral

Así es como ha nacido lo que llamamos polarización, que en la mayoría de los países avanzados y con democracias más consolidadas ha alcanzado cotas inimaginables hace pocos años. Y que ha sido empujada por transformaciones estructurales de envergadura, como es la mayor individualización de las conductas sociales, articulada hoy a través de las redes sociales. Y no hay polarización política más efectiva, ya que es fácilmente entendible, que enfrentar a dos líderes en televisión dando la falsa apariencia de que representan dos modelos radicalmente distintos, cuando, desde luego en el caso español, la mayoría de las grandes decisiones se toman en el ámbito de la Unión Europea.

La legislación laboral, las pensiones, la política comercial y, por supuesto, la política exterior están marcadas por Bruselas, además de la política fiscal o la medioambiental, lo que significa que enfrentar a Sánchez y Feijóo como si se tratara de dos mundos radicalmente diferentes se parece mucho a un fraude electoral. El próximo 24 de julio, cualquiera que gane, los problemas seguirán siendo los mismos, y aunque es verdad que los gobiernos disponen de cierto margen de maniobra, no todas las políticas son iguales, es absurdo pensar que se trata de estrategias irreconciliables, como el agua y el aceite.

Un partido bipolar

La personalización de la política no es, desde luego, patrimonio exclusivo del populismo, sino que los partidos centrales del sistema han querido jugar con las mismas armas. Esto explica, por ejemplo, que el PP, prácticamente, desde el primer día, haya hablado de sanchismo como una categoría política destinada a degradar al adversario político. Exactamente, el mismo PP que cuando gobierna busca comportarse como un partido de Estado, pero que cuando está en la oposición se hace gamberro.

La estrategia es, sin duda, eficaz: ya que al hablar de personas no se habla de política, sino de políticos, que es lo que busca el populismo para legitimar la figura del líder o, en ese caso, la deslegitimación del antilíder. Se afirma, como decía Antonio Gala, por la negación del contrario.

El Partido Socialista, y en particular Pedro Sánchez, ha caído en la misma trampa en la medida en que sus asesores —todo empezó con ese despropósito demoscópico que se llama Iván Redondo— le han querido construir (y él lo ha aceptado) un carisma que no tiene. Simplemente, porque se trata de un político que carece de esa cualidad. Se ha confundido, de hecho, el atrevimiento y el arrojo, que sin duda posee, con el carisma, cuya principal característica es la capacidad para fascinar o atraer a los votantes. Felipe González lo tenía, y eso explica que lo explotara políticamente. Incluso Aznar lo llegó a poseer porque representaba justamente lo contrario a González, en aquel momento atrapado por cuestiones gravísimas como el terrorismo de Estado o la corrupción.

El PP cuando gobierna busca comportarse como un partido de Estado, pero cuando está en la oposición se hace ciertamente gamberro

Ambos, sin embargo, tenían algo en común. Pese a su carisma, supieron rodearse de equipos potentes que configuraban una apuesta coral. Hoy, de hecho, décadas después, muchos de sus ministros pueden ser recordados por buena parte de la opinión pública.

No es el caso de Sánchez. Más de la mitad de sus ministros podría sentarse a las dos de la tarde en una terraza de la plaza Mayor de Madrid y a nadie le llamaría la atención ninguno de los comensales. Simplemente, porque son invisibles para la mayoría de los ciudadanos. Todo por el líder.

Su error ha sido querer capitalizar toda la acción del Gobierno —eso se vio con nitidez durante la pandemia con esas largas peroratas— lo que a la postre puede significar, casi con toda seguridad, su derrota. Ni siquiera tiene un número dos y hoy Ferraz vive en la paz de los cementerios. Probablemente, porque el propio Sánchez quiso convertir la sede socialista en un anexo de la Moncloa, lo que a las postre le ha salido caro.

Sobran los partidos

Es lo que sucede cuando los malos asesores —politólogos o expertos que confunden la política con el marketing o con la venta de pisos— olvidan que históricamente el sentido del voto ha tenido que ver con la ideología, con la pertenencia a una determinada clase social o, incluso, con los valores religiosos, pero menos con la creación artificial de un líder que, incluso, pasa ahora de los mítines electorales, cuya función principal es consolidar el sentido de pertenencia a un grupo.

Es precisamente por eso por lo que intentar vertebrar la sociedad a través de un líder lleva necesariamente a la apatía y al menoscabo de la función de los partidos. A Trump le sobra el partido republicano, como a Erdogan o Netanyahu les sobra el suyo.

Más de la mitad de los ministros podría sentarse a en una terraza de la plaza Mayor y a nadie le llamaría la atención ninguno de los comensales

En el ámbito de la izquierda, Podemos pagó caro esa estrategia dando todo el poder a Pablo Iglesias frente al partido, como si se tratara de un líder mesiánico, y ahora es probable que le pueda pasar a Sumar por su hiperdependencia de la figura de Yolanda Díaz, que ha desplazado el debate ideológico en favor del encumbramiento personal. Su apelación constante a su propia figura en los mítines en los que participa lo deja negro sobre blanco. Ella, dice, es la que garantiza el cumplimiento de las promesas electorales y nadie más. No la confluencia de partidos que han configurado Sumar, cuyos líderes han quedado desdibujados en esta campaña.

Es verdad que la construcción de idearios simples en sociedades cada vez más complejas puede llegar a ser electoralmente lo más rentable a corto plazo. Y de ahí que se haya hablado de la personalización de la política como un atajo cognitivo, y con ese objetivo nada mejor que trazar un liderazgo al que se le quiere dar un carisma del que se carece, pero esa estrategia se esfuma cuando aparece el siguiente megalíder, lo que acaba por construir sociedades políticamente inestables que caen en manos de milagreros.

Y lo que no es menos relevante en el caso español. La personalización de la política es más propia de sistema presidenciales, donde el jefe del Estado cuenta con mayores atribuciones, que de democracias parlamentarias, en las que el jefe del Ejecutivo es votado por el Congreso y no directamente por el pueblo. De esta manera, se estaría produciendo una especie de mutación constitucional que supone convertir unas elecciones generales (o autonómicas o locales) en un plebiscito sobre el inquilino de la Moncloa, sea Feijóo o Sánchez, lo cual es profundamente antidemocrático.

La idea de que son las personas y no las condiciones objetivas quienes mueven el mundo tiene legión de seguidores. Muchas escuelas de pensamiento, incluso, consideran que los grandes avances de la humanidad —a veces retrocesos— son fruto exclusivo de comportamientos individuales. Y hay pocas dudas de que en determinadas ocasiones así es. Julio César, Napoleón, Lutero o Alexander Fleming aceleraron el tiempo histórico que les tocó vivir. Hitler, Stalin y otros monstruos políticos, como enseñó Maquiavelo, también lo hicieron, aunque en sentido inverso. Unos y otros, sin embargo, caminaron a hombros de gigantes, como decía Newton. Sin las aportaciones de Copérnico, Galileo o Kepler la revolución científica que impulsó el físico inglés no hubiera sido posible.

Pedro Sánchez Alberto Núñez Feijóo Yolanda Díaz
El redactor recomienda