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Un atropello contra la seguridad jurídica (y no es la amnistía)
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Un atropello contra la seguridad jurídica (y no es la amnistía)

El sistema político se ha acostumbrado a aprobar los presupuestos del Estado cuando lo decide el Gobierno de turno y no cuando lo dice la Constitución. Es un caso clamoroso de inseguridad jurídica que daña a los agentes económicos

Foto: María Jesús Montero junto a Pedro Sánchez. (EFE/Chema Moya)
María Jesús Montero junto a Pedro Sánchez. (EFE/Chema Moya)
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El artículo 9.3 de la Constitución proclama sin tapujos que el Estado garantiza, entre otros principios, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables de derechos individuales y la seguridad jurídica. No es un artículo cualquiera, aunque todos son relevantes, en la medida en que se sitúa en el centro del Estado de derecho. En particular, el principio de seguridad jurídica, que es la clave de bóveda de todas las democracias.

Fue el propio Tribunal Constitucional, en una sentencia de 1981, quien definió la seguridad jurídica como la "suma de certeza y legalidad", mientras que en una resolución posterior, de 1990, precisó que el principio de seguridad jurídica "implica que el legislador debe perseguir la claridad y no la confusión normativa", huyendo de "provocar situaciones objetivamente confusas". En definitiva, añadió el TC, "hay que promover y buscar la certeza respecto a qué es derecho y no provocar juegos y relaciones entre normas como consecuencia de las cuales se introducen perplejidades difícilmente salvables respecto a la previsibilidad de cuál sea el derecho aplicable".

Existen pocas dudas de que la norma más relevante que se debate anualmente en el parlamento es la ley de Presupuestos Generales del Estado, como lo demuestra el hecho de que goza de preferencia en su tramitación con respecto de los demás trabajos de la Cámara al tratarse de una ley especial. Esto es así porque la propia Constitución, artículo 134.3, obliga al Gobierno de turno a presentar ante el Congreso de los Diputados los Presupuestos Generales del Estado "al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior". Es decir, antes del 1 de octubre de cada año.

Discrecional y arbitraria

Esta ha sido, de hecho, la práctica habitual desde la recuperación de la democracia hasta que el sistema político vigente desde la Transición, el célebre bipartidismo imperfecto, saltó por los aires tras la crisis financiera iniciada en 2008. Desde entonces, lo más frecuente, debido a la inestabilidad política (cinco elecciones generales desde 2015), ha sido que cada Gobierno haya presentado los Presupuestos cuando lo ha considerado oportuno, de forma discrecional y algunas veces arbitraria, liquidando por la vía de los hechos el mandato constitucional que obliga a entregar el proyecto de ley antes del 1 de octubre de cada año.

En esto, hay que decirlo, tanto el Partido Socialista como el Partido Popular han seguido idéntico camino, por lo que ya no sorprende que los presupuestos entren en vigor cuando el año está muy avanzado, lo cual quiebra no solo la naturaleza del debate político, sino también el principio de seguridad jurídica que dibuja la Constitución, que va más allá del principio de legalidad, y que tiene que ver también con la previsibilidad en la aprobación de una norma tan sustantiva. Entre otras razones, porque los agentes económicos, empresas o particulares, tienen derecho a conocer —y el Gobierno a satisfacer– cuándo entrará en vigor una norma que les afecta y cuyos plazo de tramitación está perfectamente tasado en la Constitución.

Tanto el PSOE como el PP han seguido idéntico camino, por lo que ya no sorprende que los PGE entren en vigor con el año avanzado

No solo eso, sino que en la jerga de los hacendistas se habla de "ciclo presupuestario". O lo que es lo mismo, la aprobación de la ley debe seguir determinados pasos que necesariamente hay que cumplir a partir de la publicación de una Orden Ministerial que dicta las normas para su elaboración. Es más, la propia Ley General Presupuestaria, sin matices, habla de que “el ejercicio presupuestario coincidirá con el año natural”.

El disparate de los últimos años, sin embargo, ha alcanzado su máximo esplendor en esta legislatura. El Gobierno, como se sabe, tiene, al menos, una doble dificultad para aprobar los PGE. Por un lado, debido al ejercicio de filibusterismo político que está haciendo en el Senado el PP, donde tiene mayoría absoluta, rechazando unos objetivos de estabilidad pactados con Bruselas y acordados en el seno del Consejo de Política Fiscal y Financiera; y, por otro, por sus problemas para llegar a un acuerdo con los independentistas de Junts, que lo vinculan a la marcha de la aprobación de la amnistía, aunque en público digan lo contrario.

El legislador no puso el plazo del 1 de octubre por capricho, sino porque al tratarse de una ley prolija requiere mucho estudio

El resultado, en el mejor de los casos y dada su complejidad, será que los PGE que está diseñando el Gobierno, y siempre que cuente con los votos suficientes, no entrarán en vigor hasta el mes de junio, lo que significa que apenas tres meses después la ministra Montero debería presentar un nuevo texto para que esté aprobado antes del 31 de diciembre y entren en vigor el primer día de 2025.

Eso quiere decir que este año se habrán tramitado dos presupuestos. No hace falta pasar por Salamanca para entender el grado de incertidumbre que genera esa hemorragia legislativa es una mala noticia para los agentes económicos habida cuenta de la importancia que tienen los PGE para la actividad económica. Tanto desde el lado de los gastos como de los ingresos, en la medida que la política tributaria se actualiza numéricamente cada año para adecuarla a la inflación.

Planificación fiscal

Ese carácter anual de los PGE, como proclama la Constitución, es importante porque se entiende, salvo casos aislados en algunas actividades económicas que tienen su propia estacionalidad, que la contabilidad empresarial empieza el 1 de enero de cada año y no cuando lo quiere el administrador. Incluso los contribuyentes ajustan sus cuentas con Hacienda a partir de los resultados económicos obtenidos entre el 1 de enero y el 31 de diciembre de cada año, no cuando ellos mismos lo deciden. Entre otras razones, porque la previsibilidad de fechas permite realizar una planificación fiscal.

El principio de anualidad de los PGE, sin embargo, queda sacrificado cuando se aprueban otros sin que se haya ya cumplido ese periodo, como podría ocurrir si una vez aprobados los de este año entran en vigor los de 2025 el 1 de enero tras ser tramitados durante el último trimestre del año. Es verdad que se puede optar por una segunda opción, aprobar los de 2025 ya avanzado el año, pero entonces habría contumacia en el incumplimiento del mandato constitucional, que da una fecha muy precisa: tres meses antes de la expiración de los del año anterior.

Se hurta a los agentes económicos y al conjunto de la ciudadanía de un debate de gran calado que constitucionalmente está tasado

El legislador no puso ese plazo por capricho, sino porque al tratarse de una ley prolija requiere mucho estudio. De ahí que el daño sea mayor, si cabe, si además se tiene en cuenta que para que los PGE se aprueben en el menor tiempo posible, y dado que no se cumple el mandato constitucional, en los últimos años su tramitación se ha hecho por la vía de urgencia, lo que significa que en muchas ocasiones se haya hecho una lectura apresurada de su contenido. Es decir, sin analizar la utilidad económica y social de determinadas partidas que de forma mecánica se reproducen año tras año sin que haya justificación alguna.

Necesidades insatisfechas

No es un asunto menor, habida cuenta de que el presupuesto tan solo del Estado, sin tener en cuenta la Seguridad Social y otros organismos autónomos o las administraciones territoriales, habrá superado en 2023 los 320.000 millones de euros. La consecuencia es evidente. Ante la inexistencia de una Oficina Presupuestaria en el parlamento con capacidad de evaluar la eficiencia del gasto público, se aprueban créditos que carecen de sentido económico, mientras que, en paralelo, no se identifican otras necesidades que quedan insatisfechas. Las leyes de presupuestos, incluso, se convierten a menudo en un totum revolutum de normas que no tienen nada que ver con su mandato original, dando lugar a eso que algunos especialistas han denominado desbordamiento de la norma.

Existe otro daño colateral de indudable trascendencia política. Tradicionalmente, los PGE han significado la capacidad del Gobierno de turno para consolidar su mayoría parlamentaria o, por el contrario, para desmontarla, como sucedió en 1993, cuando CiU los rechazó y obligó a Felipe González a convocar unas elecciones que estuvo a punto de perder.

Eso explica que el debate de totalidad (seguir tramitándose o devolverlos al Gobierno) tuviera una importancia nuclear en la vida del parlamento. Hoy, no la tiene porque esas fechas ya no están marcadas en rojo, sino que dependen de la voluntad del Gobierno de turno y de cómo marcha su política de alianzas, lo que a la postre reduce su impacto político y es un signo de inestabilidad. Lo demuestra el hecho de que antes eran los líderes de los partidos y hoy, de forma frecuente, son los portavoces económicos quienes participan, lo que rebaja su relevancia política. En la historia del parlamentarismo, de hecho, lo que marca la estabilidad de un Gobierno es la aprobación del presupuesto en tiempo y forma, no cuando se hace de forma oportunista.

En definitiva, se hurta a los agentes económicos y al conjunto de la ciudadanía de un debate de gran calado que constitucionalmente está tasado, pero que hoy es uno más en la agenda de los políticos. La mejor noticia sería que Hacienda abortara su interés de presentar unos presupuestos y lo hiciera cuando lo ordena la Constitución, antes del 30 de septiembre. Lo contrario es seguir navegando en la inseguridad jurídica.

El artículo 9.3 de la Constitución proclama sin tapujos que el Estado garantiza, entre otros principios, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables de derechos individuales y la seguridad jurídica. No es un artículo cualquiera, aunque todos son relevantes, en la medida en que se sitúa en el centro del Estado de derecho. En particular, el principio de seguridad jurídica, que es la clave de bóveda de todas las democracias.

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