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La 'operación Illa' ha triunfado: ¿y ahora qué?
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La 'operación Illa' ha triunfado: ¿y ahora qué?

Sin instituciones federalizantes, en particular el Senado y el propio Consejo de Política Fiscal y Financiera, personajes como Puigdemont marcan la agenda pública, lo que dice muy poco en favor de la democracia española

Foto: Salvador Illa toma posesión como nuevo president de la Generalitat. (Europa Press)
Salvador Illa toma posesión como nuevo president de la Generalitat. (Europa Press)
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"Votar a favor de esta ley", sostenía Ernest Lluch, entonces diputado socialista, el 17 de abril de 1980 durante el debate en el Pleno del Congreso sobre la LOFCA, "no significa creer que va a ser eterna (…), que va a durar toda la vida. Esto no es así por una razón muy simple, porque (…) nunca una ley tan difícil como la actual se ha dictado de una vez para siempre, sino que se han tenido que ir formando y reformando".

Lluch, en esa misma sesión, quiso dejar claro que "lo que distingue si hay o no autonomía es, precisamente, el que se pueda gestionar, recaudar, liquidar e inspeccionar impuestos”, ya sean cedidos parcial o totalmente, como proclama la propia LOFCA (artículo 10.3). Y para rematar su discurso tiró de un término que hoy el presidente del Gobierno ha sacado del olvido. "En este Consejo de Política Fiscal y Financiera toma plenitud la expresión de que la Constitución no es una Constitución de autonomías, sino de autonomías federalizantes; es decir, que este Consejo de Política Fiscal está plenamente encarnado en la tradición del catalanismo político", aseguró el exministro asesinado por ETA.

En ese mismo debate —aquí las actas—, el portavoz de la Minoría Catalana, el diputado Carles Gasòliba, explicó las razones de la oposición de los nacionalistas catalanes a la LOFCA. "Señorías", dijo, "mi grupo ha votado en contra por dos razones fundamentales. La primera, porque la mayoría no ha querido reconocer de forma explícita, clara y contundente la preeminencia de los Estatutos de Autonomía sobre la misma (…) y la segunda, es que la ley contiene dos figuras que tienden a perpetuar el poder del centralismo más puro. Me estoy refiriendo al Consejo de Política Fiscal y Financiera que, al despojarle de un carácter ejecutivo y convertirlo en un organismo puramente coordinador y consultivo, no tiene en la práctica otro objeto que retrasar los urgentes procesos de transferencia (…) y la segunda es el Fondo de Compensación Interterritorial, que no contiene los prerrequisitos mínimos para tener unas garantías mínimas de objetividad en los criterios de captación y distribución de los recursos que lo integran".

Presión fiscal

La respuesta a ambos vino del ministro de Hacienda, Jaime Garcia Añoveros, quien después de reconocer que la LOFCA se había inspirado en los estatutos de autonomía del País Vasco y Cataluña, por entonces los únicos vigentes, quiso aclarar que a la luz de la LOFCA "cada comunidad autónoma decidirá el grado, y la tendencia de la presión fiscal adicional que, en su caso, quiera establecer de acuerdo con sus modelos de organización pública, dentro de los límites de esta ley y del correspondiente Estatuto". Ahora bien, añadió "es imprescindible delimitar con suficiente claridad las competencias entre la comunidad autónoma y el Estado (…) y cuando se trate de impuestos cedidos, la regulación normativa sigue correspondiendo al Estado, mientras que la gestión, en sentido amplio, es competencia de la comunidad con la colaboración del Estado". Si hay diferencias entre comunidades autónomas, concluyó Añoveros, "en ningún caso pueden afectar a los criterios de suficiencia, compensación y justicia que para la financiación de las comunidades ha establecido la Constitución".

Ernest Lluch, 1980: "lo que distingue si hay o no autonomía es que se pueda gestionar, recaudar, liquidar e inspeccionar impuestos"

44 años más tarde de aquella discusión, la LOFCA, que, de alguna manera, supone el marco constitucional en el que se desenvuelven las relaciones financieras entre comunidades autónomas y el Estado, el debate sigue abierto. Obviamente, por la presión de los independentistas catalanes, pero también por las propias insuficiencias de un modelo autonómico construido a golpe de mayoría parlamentaria y, por qué no decirlo, a golpe de sentencia del TC, que durante décadas ha hecho el trabajo que no ha querido hacer el sistema político para cerrar el Título VIII. González (1993), Aznar (1996), Zapatero (2006) y Sánchez (2024) son víctimas de lo que ha pasado, pero también coguionistas del desaguisado.

Probablemente, por un problema de origen que tiene que ver con lo que Rubio Llorente denominó ya en octubre de 2004, durante una conferencia llena de sentido común en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (CEPC), "ausencia de constitucionalidad" de las comunidades autónomas en la propia Constitución. Se refería a que casi medio siglo después de su aprobación, el nombre de las regiones ni siquiera aparece reflejado en la Constitución.

Rubio Llorente no se detuvo en una cuestión nominal y ya hace dos décadas —tampoco era el primero— manifestó la necesidad de afrontar "una reforma en profundidad del Título VIII". El argumento que dio es fácil de entender. "La reforma constitucional", sostuvo, "no es respuesta a una situación patológica, sino a un hecho fisiológico. La Constitución se reforma porque la reformabilidad es un componente necesario de las Constituciones". Entre esas reformas estaba, lógicamente, la función del Senado, que lejos de ser una Cámara de representación territorial, como proclama el artículo 69, es completamente inoperante, salvo momentos excepcionales, como la aplicación del célebre artículo 155. Lo que proponía Rubio, uno de los letrados que asistieron a la Ponencia constitucional, era "abrir un cauce eficaz a la relación conjunta de las comunidades con las instancias centrales del Estado (…) acentuando la multilateralidad sin excluir por completo el mantenimiento de las relaciones bilaterales".

La paradoja autonómica

Poco o nada se ha hecho desde entonces, lo que explica, en parte, la enorme capacidad de presión de algunos territorios sobre el conjunto del Estado. Eso sí, con una particularidad, y aquí está la paradoja. Nunca una región inicialmente recelosa a aceptar los cambios normativos ha renunciado posteriormente a alcanzar los máximos niveles de autogobierno. El guerrista Rodríguez Ibarra encabezó en su día la oposición a la cesión del 15% que aprobó Felipe González, mientras que el PP alertó en aquel tiempo del riesgo de ruptura de la caja única. Hoy, sin embargo, ninguna comunidad autónoma renunciaría a la corresponsabilidad fiscal, que en el fondo es lo que se pretendía con la actual cesión del 50% de la recaudación del IRPF con una capacidad normativa limitada.

Rubio Llorente: "La reforma constitucional no es respuesta a una situación patológica, sino a un hecho fisiológico"

Lo singular —ahora que se utiliza tanto este término— es que todas las reformas hayan tenido su origen en la capacidad de presión de unas minorías, en lugar de haber emprendido en su día una reformulación global del Estado autonómico o, como se prefiera, una puesta al día a la luz de la experiencia de casi medio siglo. Entre otras razones, porque cuando se aprobó la Constitución —en las Actas de la ponencia Constitucional se hablaba de 'regiones autónomas'— ni siquiera se sabía cuántas comunidades autónomas se crearían ni, por supuesto, sus competencias, más allá de algunos enunciados generales.

El resultado, como no podía ser de otra forma, es que la desidia por las reformas ha llevado a la actual situación. Ahora, sin embargo, con una sustancial diferencia. El acuerdo entre el PSC y ERC, que tras la elección de Salvador Illa como presidente de la Generalitat ya va más allá que un simple pacto de investidura, aunque se diga lo contrario, amenaza con inaugurar un bilateralismo incompatible con el marco constitucional y con la propia LOFCA, que diseña un modelo de vasos comunicantes (no es el caso de los regímenes forales), en línea con el carácter unitario de la nación española (artículo dos) que proclama la Constitución, lo que no es incompatible con la existencia de nacionalidades y regiones.

Dos alternativas

Es evidente que la 'operación Illa', a quien Sánchez sacó del ministerio de Sanidad en un momento especialmente relevante, como fue la pandemia, ha resultado un éxito para sus intereses, aunque con un coste político en el resto del país de enorme envergadura. Sánchez tiene ahora, al menos, dos alternativas. La primera, profundizar en el bilateralismo, lo cual sería un error estratégico para su partido y para la propia gobernabilidad del país en la medida que rompería un equilibrio territorial que es la base de buen funcionamiento del Estado autonómico.

Sin instituciones federalizantes, en particular el Senado y el Consejo de Política Fiscal, personajes como Puigdemont marcan la agenda

La otra opción, ahora que ha rescatado el término federalizante, sería hacer caso a lo que proponía hace más de un siglo Valentín Almirall, considerado el padre (para muchos el abuelo) del catalanismo político de izquierdas. Almirall, en línea con Francisco Pi i Margall, proponía avanzar en la idea de una España federal, aun sin saber que más de un siglo después la Constitución de 1978, más por una razón práctica que previamente planificada, iría en esa dirección.

El camino, desgraciadamente, se interrumpió por la deslealtad del independentismo catalán, pero también por la incapacidad de los grandes partidos por cerrar un cambio histórico, lo que en definitiva ha hecho posible esta especie de subasta autonómica en la que quien se lleva el gato al agua es quien cuenta con mayor capacidad de presión sobre el Gobierno de turno. Lo cierto, sin embargo, es que sin instituciones federalizantes, en particular el Senado y el propio Consejo de Política Fiscal y Financiera, personajes tragicómicos como Puigdemont marcan la agenda pública, lo que dice muy poco en favor de la democracia española. Pónganse de acuerdo los dos grandes partidos, con el mayor respaldo posible del resto de fuerzas políticas, y el sainete habrá terminado.

"Votar a favor de esta ley", sostenía Ernest Lluch, entonces diputado socialista, el 17 de abril de 1980 durante el debate en el Pleno del Congreso sobre la LOFCA, "no significa creer que va a ser eterna (…), que va a durar toda la vida. Esto no es así por una razón muy simple, porque (…) nunca una ley tan difícil como la actual se ha dictado de una vez para siempre, sino que se han tenido que ir formando y reformando".

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