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Mientras Tanto
Por
La inmigración y la luminosa ceguera de la derecha europea
El problema no es de los inmigrantes, sino de un sistema que ya no es capaz de proveer los bienes y servicios que demanda la comunidad, y que, paradójicamente, ha alimentado con políticas erróneas los flujos migratorios.
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Lo decía hace pocas semanas Gonzalo Fanjul, uno de los mayores expertos en política de migraciones: "Nuestros gobiernos han puesto tanto empeño en gestionar la movilidad humana como una amenaza que la sociedad ha terminado viéndola como el problema que no es". Es decir, una especie de profecía autocumplida. Fanjul se refería al aumento de las preocupaciones por la inmigración detectado por algunos estudios demoscópicos. Y lo que le sorprendía es que al mismo tiempo que Europa busca inmigrantes para cubrir las vacantes que tienen las empresas, incluida España, ha convertido la llegada de extranjeros en una de las cuestiones centrales de la agenda pública. Obviamente, porque ya hace mucho tiempo el populismo y la extrema derecha, que siempre han estado ahí, descubrieron que la inmigración da votos.
El ejemplo más reciente es la carta —aquí el texto— enviada esta semana por la presidenta de la Comisión Europea a los socios, y que viene a certificar el giro a la derecha en política de migraciones. Si antes eran algunos gobiernos nacionales quienes habían endurecido tanto la acogida como la repatriación de inmigrantes, ahora es la propia jefa del ejecutivo comunitario quien abandera la nueva posición al calor del supuesto éxito de Italia. Supuesto no solo por revés judicial sufrido por Meloni a las primeras de cambio, sino porque el hecho de subcontratar una parte esencial de la política de migraciones a terceros países a cambio de dinero en establecimientos que más se parecen a una prisión que a un centro de acogida, es una derrota sin paliativos para los valores que inspiraron el nacimiento de la Unión Europea.
Subcontratar la política de migraciones a terceros países es una derrota sin paliativos para los valores que inspiraron el nacimiento de la UE
Este cambio de posición, como contaba Nacho Alarcón en esta crónica, tuvo un gesto anterior algo más que simbólico cuando Von der Leyen eligió al actual ministro de Finanzas austríaco, Magnus Brunner, como futuro comisario de Interior y Migración. Austria, cabe recordar, es uno de los países más duros, y pese a ello, el partido de extrema derecha FPÖ (Partido de la Libertad) ganó las elecciones. El movimiento de la presidenta de la Comisión Europea es coherente con el giro a la derecha que ha dado el Partido Popular Europeo (PPE), donde ha aumentado la preocupación por el auge de partidos antiinmigración en Francia y Alemania, que, quiérase o no, son el eje de la construcción europea.
Partidos devorados
Este cambio de opinión no está exento de riesgos. Lo que ha demostrado la historia en innumerables ocasiones es que cuando los partidos pierden la identidad política con la que nacieron y copian estrategias ajenas por razones electorales son devorados por las nuevas fuerzas emergentes. Siempre se prefiere el original a la copia. Les pasó a los partidos socialdemócratas, que cuando olvidaron el ecosistema tradicional en el que se habían hecho fuertes: jóvenes, trabajadores de manufacturas o la industria de la cultura, comenzaron a perder su hegemonía, hasta el punto de que en algunos países son hoy la sombra de lo que fueron. En lugar de intentar comprender por qué la extrema derecha había penetrado en sus territorios, optaron en muchas ocasiones por acercarse a ellas (algunos países del centro y norte de Europa) o por renunciar a la batalla ideológica, lo que a la postre les ha llevado a una crisis sin paliativos.
La derecha conservadora liberal se encuentra hoy en una situación similar. Es verdad que el PPE sigue siendo el partido más votado, pero su pérdida de influencia es evidente. Del 37,4% que lograron en las elecciones de 1999, han pasado al 23,1% en los recientes comicios, lo que da idea de su evolución. En ese mismo periodo, los socialdemócratas han pasado del 29,4% al actual 17,3%. Ni que decir tiene que ese hueco lo han ocupado, en su mayoría, nuevos partidos o formaciones que antes eran irrelevantes, que han hecho de la inmigración su santo y seña en la medida que es uno de los instrumentos más útiles para ganar elecciones.
Desde 1970, la población que no ha nacido en EEUU ha pasado de 12 millones a 51 millones, y nadie diría que le ha ido mal a la economía
No se trata, siquiera, de un movimiento autónomo de los partidos conservadores europeos. Hasta Kamala Harris se ha plantado en Arizona para hacerse una fotografía junto al muro que separa a México y EEUU, consciente de que Trump, en materia de seguridad fronteriza, le saca 21 puntos, según una encuesta de NBC News. Y Arizona, hay que recordar, es uno de los estados clave para ganar la Casa Blanca. Lo cierto es que el muro que levantó Trump, aunque no fue el primero, sigue ahí, pese a lo cual los flujos migratorios no han cedido. Obviamente, porque se trata de un fenómeno mucho más complejo que desde luego no se frena ni con subcontratar el trabajo sucio a países terceros ni con levantar muros, sino con atacar las causas que explican el auge de las migraciones en determinados territorios.
Solo en determinados territorios porque en las últimas tres décadas, y en contra de lo que suele creerse, el porcentaje global de migrantes respecto de la población total del planeta no se ha disparado, ha pasado del 2,9% al 3,6%. Lo que ha cambiado, sin embargo, son los flujos hacia determinadas fronteras a causa de conflictos o intervenciones armadas, muchas veces provocados por los mismos países que hoy levantan muros. Pero, sobre todo, lo que ha cambiado es que hasta hace no demasiado tiempo las migraciones eran políticas de Estado asumidas por los partidos centrales del sistema. Obviamente, como no puede ser de otra manera en democracias consolidadas, con sus matices y consideraciones propias, pero finalmente con una estrategia común pensando en el bien global.
El ejemplo canadiense
Canadá, aquí el modelo, es un buen laboratorio. Allí, todas las administraciones colaboran al tratarse de un país federal, y lo que buscan las autoridades es transmitir la idea de que al margen de quien gobierne lo relevante es que el país cubra las necesidades laborales de las empresas. Es más, son las provincias las que compiten entre sí para atraer y retener a los inmigrantes.
También EEUU, su vecino del sur, necesita cubrir vacantes para no ahogar el crecimiento económico, y eso es, precisamente, lo que ha sucedido en las últimas décadas. Cabe recordar que desde 1970 la población que no ha nacido en EEUU ha pasado de 12 millones a 51 millones en 2020, y nadie diría que durante ese periodo (lógicamente con altibajos) que a EEUU —que más que duplica el PIB per cápita de España— le ha ido mal.
Mientras que en Canadá apenas ha penetrado la demagogia por la inmigración, en EEUU se ha convertido en el eje electoral
Hay, sin embargo, una diferencia, y no es pequeña. Mientras que en Canadá apenas ha penetrado la demagogia a cuenta de la inmigración, en EEUU se ha convertido en el eje de las últimas campañas electorales, en particular desde la crisis financiera de 2008 y, sobre todo, tras la irrupción de Trump como candidato republicano.
También en Europa no ha dejado de crecer la preocupación sobre la inmigración desde entonces, lo que revela los vasos comunicantes que hoy conectan a ambos lados del Atlántico. En el caso de España, con una singularidad. La preocupación demoscópica ha ido en aumento —otra cosa es la realidad que se vive en las calles de la inmensa mayoría de las ciudades españolas— pese a que, en contra de lo que sucede en algunos países europeos, los inmigrantes proceden principalmente de Latinoamérica, lo que constituye un colectivo más homogéneo, como reflejaba un reciente informe del Banco de España.
Los gobiernos saludan la inmigración por lo que ayudan al crecimiento económico, pero son rácanos cuando hay que invertir en integración
Es evidente, sin embargo, que cuando los populismos se lanzaron a utilizar la inmigración como argumento central de su discurso político, había agua. Es decir, los perdedores de la hiperglobalización sienten que se han visto perjudicados por la llegada de inmigrantes. En unos casos, por el deterioro de los servicios públicos habida cuenta de que la inversión en sanidad o educación no ha crecido a la par que el número de inmigrantes, y en otros porque ante las dificultades para el acceso a la vivienda, por ejemplo, se echa la culpa a los extranjeros que copan las prestaciones sociales.
Esto está sucediendo, incluso, en Canadá, un país históricamente de acogida para cubrir con población su vasto territorio (uno de cada cinco canadienses ha nacido en el extranjero). Muchas ciudades canadienses, de hecho, se enfrentan a una crisis de accesibilidad a la vivienda y varias provincias tienen sistemas de salud desbordados.
Caldo de cultivo
Es decir, hay un caldo de cultivo que alguien querrá aprovechar para ganar votos. Pero el problema no es de los inmigrantes, sino de un sistema que ya no es capaz de proveer los bienes y servicios que demanda la comunidad, y que, paradójicamente, ha alimentado con políticas erróneas los flujos migratorios. Cuando la economía crecía de forma importante hasta la llegada de la Gran Recesión no se aprovechó la bonanza económica (en parte gracias a la llegada de inmigrantes) para ensanchar las infraestructuras básicas del Estado de bienestar, lo que a la postre es la factura que hoy se está pagando. Los gobiernos están encantados de la importancia de la inmigración para el crecimiento económico, pero a la hora de invertir en la integración de los migrantes la política se vuelve rácana.
En el caso de España, por ejemplo, parece evidente que si desde antes de la pandemia, en diciembre de 2019, el número de trabajadores extranjeros ha crecido en nada menos que en 702.687 (un 32,5%), habrá que invertir en aumentar la oferta de servicios básicos, que son los que afectan a la población, hayan nacido dentro o fuera del país. ¿Las consecuencias? Europa ha caído en un círculo vicioso que, desde luego, no se va a resolver con demagogia.
Lo decía hace pocas semanas Gonzalo Fanjul, uno de los mayores expertos en política de migraciones: "Nuestros gobiernos han puesto tanto empeño en gestionar la movilidad humana como una amenaza que la sociedad ha terminado viéndola como el problema que no es". Es decir, una especie de profecía autocumplida. Fanjul se refería al aumento de las preocupaciones por la inmigración detectado por algunos estudios demoscópicos. Y lo que le sorprendía es que al mismo tiempo que Europa busca inmigrantes para cubrir las vacantes que tienen las empresas, incluida España, ha convertido la llegada de extranjeros en una de las cuestiones centrales de la agenda pública. Obviamente, porque ya hace mucho tiempo el populismo y la extrema derecha, que siempre han estado ahí, descubrieron que la inmigración da votos.