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España se baja de la nube a golpe de tragedia
La política —a merced de la opinión publicada y de un ruido mediático ensordecedor— hace tiempo que ha olvidado el concepto de realismo. Algo que explica que la agenda pública rara vez coincida con los intereses de los ciudadanos
Aunque es un término de origen alemán, la Real Academia define la entrada realpolitik (sic) como una política basada en "criterios pragmáticos, al margen de ideologías". Otras definiciones, sin embargo, lo relacionan con políticas modestas, sin falsas retóricas. Son aquellas que buscan resolver problemas concretos a los que se aplican políticas de sentido común. Sin apriorismos ideológicos o basadas en marrullerías intelectuales para favorecer un interés particular.
El origen del término se achaca al periodista alemán Ludwig von Rochau, quien a mediados del siglo XIX escribió un libro, célebre en su día, en el que reivindicaba la política práctica para atender la situación de los Estados alemanes antes de la unificación. Su máximo exponente fue el canciller Bismarck, un nacionalista autoritario, a quien se suele ver como ejemplo de pragmatismo en la medida que su posición estratégica pasaba por proteger los intereses de Alemania por encima de todo. La realpolitik, posteriormente, se ha llegado a situar en el centro de las relaciones internacionales, en las que el idealismo es a menudo desplazado por los intereses de cada país. "El realismo mantiene que los principios morales no pueden ser aplicados a la acción de los estados", llegó a escribir Hans Joachim Morgenthau, uno de los principales teóricos de la política internacional.
La política española —a merced de la opinión publicada y de un ruido mediático ensordecedor— hace tiempo que ha olvidado el concepto de realismo. Algo que explica que la agenda pública rara vez coincida con los intereses de los ciudadanos. No es que España y sus políticos se hayan convertido en seres idealistas, como tampoco lo fue nunca Bismarck, aunque fuera alemán, al contrario. Lo que sucede es que el sistema político tiene serias dificultades para identificar problemas concretos y encontrar soluciones. En la mayoría de las ocasiones, por una dinámica de acción-reacción que tiene a los medios de comunicación y a las redes sociales como protagonistas de la praxis política, lo que provoca discusiones absurdas y sin enjundia que no van a parar a ningún sitio, como las comisiones de investigación o la última polémica provocada por la incontinencia verbal del bocazas de turno.
Una cuestión esencial
El ejemplo más cercano es la vivienda, que sólo se ha convertido en un asunto prioritario, al menos es lo que se dice, cuando millones de ciudadanos están con el agua al cuello. Ningún partido fue capaz de identificar que ahí había un problema hasta que jóvenes —y no tan jóvenes— mostraron su rebeldía por la incompetencia de los distintos gobiernos en sus diferentes niveles administrativos para resolver una cuestión esencial en la vida de las personas.
La DANA, como antes fue la pandemia, ha vuelto a situar la política a ras de tierra. Y el resultado es verdaderamente desolador
Los ejemplos son innumerables, y basta recordar que este país descubrió en febrero de 2020, al comienzo del covid, y pese a que las epidemias estaban identificadas como una cuestión de seguridad nacional, que carecía de mascarillas o respiradores para atender una situación de emergencia. La agenda pública, se debió pensar, estaba para otras cosas más importantes. Tampoco nadie –o casi nadie– observó que el envejecimiento o el fuerte aumento de la población pondrían al límite los sistemas sanitarios, lo que explica el creciente descontento con el funcionamiento de los servicios públicos, creando un caldo de cultivo propicio para la demagogia.
Ni siquiera la política de transporte, con millones de ciudadanos desplazándose cada día de un lado a otro en las grandes ciudades, ha merecido una discusión amplia sobre la política de inversiones en redes públicas, lo que también explica el creciente malestar de muchos usuarios sobre el funcionamiento de servicios esenciales. Lo importante, parece ser, es si el presidente del Gobierno viaja en Falcon, las últimas andanzas de Puigdemont o si Ayuso o Puente dicen algunas de sus bravuconadas, aunque la primera es insuperable.
Es ahora la DANA que ha asolado la Comunitat Valenciana —como antes fue la pandemia— la que ha vuelto a situar la política a ras de tierra. Y el resultado es verdaderamente desolador. Años y años de incuria en materia urbanística, junto al mal funcionamiento de los servicios de alerta por emergencia, han contribuido a aumentar los daños producidos por una catástrofe natural de indudable dimensión que tiene, paradójicamente, nefastos antecedentes. Y que probablemente volverá a ser una realidad dentro de equis años. No se sabe cuándo volverá a producirse, pero hay sobradas razones para pensar que volverá con sus terribles consecuencias.
No es un asunto menor teniendo en cuenta, como escribían recientemente Pierre Magontier, Alberto Solé-Olle y Elisabet Viladecans-Marsal en Nada es Gratis, que el 44% de la población española —aproximadamente 20 millones de personas— vive a menos de cinco kilómetros de la costa. Y el Mediterráneo, con sus altas temperaturas, es uno de los centros del calentamiento global. No estará de más recordar que el desarrollo urbanístico ha aumentado a lo largo de la costa española de forma casi exponencial. Un 36,5% de los primeros 500 metros desde la orilla ya están urbanizados, especialmente en puntos clave como Valencia y Marbella, donde las tasas de urbanización alcanzan hasta un 90%.
La agenda pública
Lo singular es que ni el desastre urbanístico en que se ha convertido un buen número de ciudades españolas costeras, construidas en muchas ocasiones sobre cauces naturales de los ríos, o los sistemas de alerta en caso de fuerza mayor, nunca han merecido un debate en profundidad en la agenda pública. Como tampoco la penosa situación de las inversiones públicas en infraestructuras, todavía afectadas por los recortes posteriores a 2008. Ni, por supuesto, hay noticias de que se haya emprendido una actualización de los mecanismos de coordinación y colaboración de las diferentes administraciones en un país complejo por razones constitucionales. Y en el que la lealtad entre instituciones en un contexto de elevada descentralización es necesariamente imprescindible.
Sería interesante conocer cuántas iniciativas parlamentarias se han presentado sobre cómo mejorar los mecanismos de alerta
Algunos estudios académicos, por ejemplo, han encontrado evidencias de que una gobernanza descentralizada puede llevar a resultados ambientales negativos, ya que los gobiernos locales carecen de incentivos para coordinar políticas que tengan impactos en el conjunto de la comarca o de la región. Obviamente, por razones partidistas. Y en este sentido, sería interesante conocer, por ejemplo, cuántas iniciativas parlamentarias se han presentado en las últimas legislaturas sobre cómo mejorar los mecanismos de alerta y coordinación en caso de catástrofes naturales, cuando son tan recientes tragedias como el volcán de La Palma o el terremoto de Lorca.
La ausencia de una previsión planificadora —partiendo de que ningún sistema es perfecto— no ha caído del cielo, sino que tiene que ver con una vieja tradición de los gestores públicos, más preocupados por lo que ocurrirá al día siguiente (y lo que dirán los medios y la opinión pública) que por prever el futuro. Esta obstinada procrastinación, evidentemente, no es gratis, y tiene su origen en la incapacidad del sistema político para aprender del pasado. De hecho, ni siquiera han sido capaces de transmitir la necesaria responsabilidad individual para amortiguar catástrofes naturales, como sucede en otros países, donde todo el mundo sabe que hay que disponer de una pala por si nieva de forma copiosa. Por el contrario, el país, y en esto tienen mucha responsabilidad los medios de comunicación, están en otra cosa, lo que explica que cualquier hecho extraordinario pille con el pie cambiado.
Gobierno y oposición
Ni la oposición hace su trabajo detectando las insuficiencias del Gobierno es asuntos capitales (ahí están las deplorables sesiones de control de los miércoles, que son un insulto a la inteligencia), ni el propio Ejecutivo es capaz de imponer una agenda pública razonable. ¿Cuándo fue la última vez que preguntó Feijóo sobre la prevención de catástrofes naturales? ¿O cuando Sánchez ha planteado una actualización del sistema autonómico que vaya más allá que Cataluña? ¿Y qué decir de Abascal, metido en sus guerras culturales para ganar votos y sin hacer una propuesta sobre cualquier asunto relevante? Tal vez merezca la pena recordar que las primeras medidas pactadas entre el PP y Vox en la Comunidad Valenciana fueron los cambios en la Agencia Antifraude, el control de la Radiotelevisión Pública Valenciana y la ley de Plurilingüismo. Como se ve, asuntos trascendentales. Incluso el primer punto del pacto, sí, el primero, era "la defensa de la identidad valenciana". Seguro que habrá servido de mucho en estos días aciagos.
Las primeras medidas pactadas entre el PP y Vox fueron los cambios en la Agencia Antifraude, la RTV valenciana y la ley de Plurilingüismo
Es curioso, en este sentido, que en un país en el que proliferan las comisiones de investigación sobre los más variopintos asuntos (la mayoría de las veces para no investigar nada si no para tirarse unos a otros los trastos a la cabeza) no se hayan analizado con rigor las causas que explican que los desastres naturales (que son inevitables) se hayan amplificado por malas decisiones políticas, como permitir construir sobre ramblas, esquilmar el subsuelo para obtener agua, con lo que se alienta la desertización, o favorecer la especulación urbanística para obtener réditos a corto plazo. Estamos hablando de un país que desde 1957, también en Valencia con el desbordamiento del río Turia, ha vivido tragedias como la de Ribadelago (144 muertos), Vallès (257 muertos), presa de Tous (38 muertos) o Biescas (87 fallecidos). Lean esta crónica de Alfredo Pascual para entenderlo.
La DANA, de hecho, o la gota fría, como se prefiera, es una vieja conocida, pero lo que se ignora es el interés del sistema político en situar las grandes cuestiones en el centro de la agenda pública. Probablemente, porque lo más fácil, y se está viendo estos días, es acusarse unos a otros de los errores cometidos, cuando lo más pragmático —la realpolitik— es atender primero a las víctimas y, a continuación, crear una verdadera comisión de investigación, con miembros independientes y no políticos profesionales, que audite lo que ha pasado. No con ánimo inquisitorial, que siempre es lo más recurrente, sino para aprender del pasado. O lo que es lo mismo, para impulsar un desarrollo sostenible que al menos sirva para calmar la fuerza de la naturaleza cuando se despereza de su letargo.
No se hará. La política española, siempre abonada al oportunismo, está tan enferma de política (de la mala política) que los problemas reales tienden a marginarse. Tampoco es gratis este comportamiento. Como señalaba en este periódico Ángel Villarino, cuando el sistema no funciona o deja entrever carencias groseras (como la gestión de la catástrofe) la tentación es pensar que los sistemas autoritarios son más eficientes, con todo lo que eso conlleva. Y en los próximos días una legión de vendedores de crecepelos dirá que con ellos no hubiera pasado.
Aunque es un término de origen alemán, la Real Academia define la entrada realpolitik (sic) como una política basada en "criterios pragmáticos, al margen de ideologías". Otras definiciones, sin embargo, lo relacionan con políticas modestas, sin falsas retóricas. Son aquellas que buscan resolver problemas concretos a los que se aplican políticas de sentido común. Sin apriorismos ideológicos o basadas en marrullerías intelectuales para favorecer un interés particular.
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