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Mientras Tanto
Por
La preocupante trumpización de la política española
La estúpida idea de despreciar lo anterior (una especie de revisionismo revanchista) ha sido históricamente más propia de las democracias precarias que de las consolidadas. Refleja un deterioro de los sistemas parlamentarios
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Ya hay pocas dudas —tan solo una semana después de su toma de posesión— del carácter disruptivo del segundo mandato de Trump. Es probable, incluso, que el primero solo fuera un aperitivo de lo que vendrá. El tiempo lo dirá, pero hay razones para pensar que su presidencia afectará a asuntos de indudable alcance que, lógicamente, tendrán su impacto sobre la política española. No solo en cuestiones geopolíticas que afectan a materias como el comercio, las políticas migratorias, la seguridad y defensa o la cooperación internacional tras la retirada de EEUU de la OMS, sino a la propia forma de hacer política.
Trump, es evidente, ha construido su liderazgo sobre la base de hablar directamente con el pueblo —esta es una característica esencial del populismo nacionalista que representa— y en ocasiones pretende hacerlo incluso como el pueblo, aunque sea en una taberna a las dos de la madrugada después de una copiosa ingesta. Esta estrategia le evita transitar por las instituciones, que son la expresión más genuina de las democracias liberales. Sin instituciones que intermedien en el conflicto social haciendo de contrapeso, las democracias se vuelven autoritarias, como ocurre en Rusia o Venezuela.
El aluvión de órdenes ejecutivas aprobadas por Trump durante los primeros días de su mandato, incluso convirtiendo el acto formal de la firma ante sus seguidores en un espectáculo de televisión, muestra la clara intención de la Casa Blanca, aunque los decretos sean constitucionales. De lo que se trata es de huir de las cámaras de representación en la medida que la legislación estadounidense se lo permita. Ni que decir tiene que la cuestión de fondo que suscita esa estrategia es un choque de legitimidades: el Congreso (Cámara de Representantes y Senado) frente al poder presidencial concedido por las urnas.
En las democracias representativas, esta dialéctica ha sido tradicionalmente resuelta a favor de los parlamentos, incluso en los sistemas presidencialistas, pero en los últimos años (no es fácil situar el origen) ha irrumpido lo que muchos han llamado crisis del parlamentarismo, que es una forma amable de reconocer que los sistemas de representación están siendo devorados por liderazgos fuertes. O por decirlo de otra manera, el Ejecutivo tiende a ocupar el espacio del legislativo. En ocasiones, incluso, el judicial invade competencias del Ejecutivo interpretando decisiones que corresponden a la esfera de la política a la luz de una presunta legalidad.
La personalización de la política
Hay una primera razón de carácter electoral: es más eficaz construir el discurso político en torno a la figura de un dirigente (Trump) que trasladar a la opinión pública mensajes complejos y matizados que difícilmente pueden calar entre la ciudadanía. Es decir, se ha impuesto una especie de democracia binaria —sí o no, blanco o negro— en la que se vota en función de las preferencias por el líder, aunque ese líder vaya contra tus propios intereses: trabajadores de salarios bajos votando a favor de los oligarcas simplemente porque desprecian lo woke.
Las razones son múltiples, pero una de ellas tiene que ver con que los humanos tendemos a creer que detrás de los conflictos siempre hay una motivación personal. Buscar a los culpables o a los inocentes de lo que nos pasa —héroes o villanos— es más fácil que analizar con la precisión de un cirujano un determinado acontecimiento político, lo que explica la obsesión por los nombres. Aquello de la existencia de 'condiciones objetivas' para explicar los avances históricos, que se decía antes, ha pasado a mejor vida. La política es hoy una especie de casting permanente que obliga a hablar de políticos, pero muy poco de política.
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Ni que decir tiene que esta personalización de la forma de hacer política menoscaba la calidad del debate político, ya que se vota o analiza el discurso en función de quien lo exprese. De esta manera, se va vaciando de contenido al propio parlamento, en el que necesariamente se discuten cosas muy concretas que afectan al conjunto de la nación.
Lo sucedido esta misma semana en el Congreso a cuenta de los reales decretos ley enviados por el Gobierno para su convalidación es una muestra más de esa degradación del parlamento como espacio en el que se dirime el conflicto social hasta hacerlo inútil. A raíz de una mala idea del Gobierno de presentar un texto ómnibus donde se recogen medidas de su padre y de su madre, una técnica legislativa simplemente deplorable, la nueva coalición de Gobierno que aparece en el horizonte (PP, Vox y Junts) ha respondido con un 'no' que olvida que el bien a proteger, desde luego en este caso, son los pensionistas, los trabajadores que cobran el salario mínimo o quienes viajan en transporte público. Pocas veces el fondo es más importante que la forma.
La supremacía del parlamento
Puede parecer un debate más de los muchos que se producen en el ámbito de la política, pero lo que está detrás es algo mucho más importante: la supremacía del parlamento como espacio de diálogo o, por el contrario, una especie de cuadrilátero en el que únicamente se pueda ganar por KO del adversario. Es decir, solo se puede gobernar con mayorías absolutas.
Al margen de que hoy es un anacronismo pensar en el regreso inmediato de las mayorías absolutas —el fenómeno de la fragmentación del voto es ya un hecho en la inmensa mayoría de las democracias parlamentarias—, parece ignorarse algo esencial.
La gobernabilidad de un país, aunque parezca contraintuitivo, no depende solo de la gestión del Gobierno, sino del conjunto del sistema político. Básicamente, por una razón bien simple. Salvo que todavía se crea que yendo a Lourdes se pueden resolver los problemas, la complejidad social hace que ningún Gobierno en solitario pueda dar solución a las demandas ciudadanas, ni siquiera con mayoría absoluta. Y menos para enfrentarse a los nuevos retos en un mundo globalizado en el que cualquier decisión que se tome en Washington o Pekín afecta directamente a los intereses de España. Aunque muchos crean lo contrario, muerto Sánchez (en el sentido político del término) no se acabó la rabia, aunque de forma abusiva y en ocasiones grotesca se diga una y otra vez. Crear falsas expectativas sólo creará frustración y abrirá la puerta a nuevos salvapatrias.
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Es evidente que tanto la iniciativa legislativa (aunque el Congreso también la tiene) como la mayor responsabilidad política corresponde al Ejecutivo de turno, sea este o cualquier otro, pero también la oposición, como no puede ser de otra manera en una democracia parlamentaria en la que al presidente no se elige de manera directa, tiene su cuota de responsabilidad. Una de las características de las democracias más consolidadas, de hecho, ha sido tradicionalmente su capacidad para reproducirse a partir de un espacio compartido.
Es decir, una suerte de continuidad histórica que no necesariamente debe interpretarse como continuismo en las políticas aplicadas (para eso están las diferentes alternativas). Básicamente, porque existen consensos parlamentarios de largo recorrido que van más allá que los procesos electorales. Entre otros motivos, porque también los avances científicos y las ciencias sociales han ayudado a entender y dar soluciones a cuestiones que hoy se quieren reabrir con fines evidentemente proselitistas pese a que los avances están ya asumidos por la población y no producen conflicto alguno. Es como si alguien, a estas alturas, aunque desgraciadamente lo veremos, quisiera ilegalizar el divorcio o multar por defender los derechos en las calles.
O por decirlo de otro modelo, mientras que las mayorías que apoyan al Gobierno de turno son contingentes por su propia esencia, el parlamento garantiza la continuidad de la democracia. Precisamente, porque es en ese ámbito en el que se construyen los consensos básicos que hacen posible vivir en común. No pasa nada por votar con el Gobierno o votar junto a la oposición, ambas decisiones forman parte de la democracia. Si un país no se pone de acuerdo sobre algunos principios elementales, difícilmente se podrá garantizar la convivencia y necesariamente contribuirá a la decadencia del parlamento.
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Trump, por ejemplo, ya ha anunciado que está decidido a barrer todo el legado de Biden en aras de recuperar un pasado falsamente idealizado, lo que de alguna manera supone una desautorización no solo de la anterior mayoría, sino también del pueblo que eligió democráticamente en su día al antecesor del nuevo presidente de EEUU.
Es verdad que puede parecer una bravuconada, que en parte lo es, pero se trata de un salto cualitativo de indudable trascendencia. La estúpida idea de despreciar lo anterior (una especie de revisionismo revanchista) ha sido históricamente más propia de las democracias precarias que de las consolidadas, lo que refleja un deterioro creciente de los sistemas parlamentarios. Y ya se sabe que lo primero que hacen los líderes autoritarios es prescindir de lo que consideran un estorbo. En este caso, el parlamento.
Ya hay pocas dudas —tan solo una semana después de su toma de posesión— del carácter disruptivo del segundo mandato de Trump. Es probable, incluso, que el primero solo fuera un aperitivo de lo que vendrá. El tiempo lo dirá, pero hay razones para pensar que su presidencia afectará a asuntos de indudable alcance que, lógicamente, tendrán su impacto sobre la política española. No solo en cuestiones geopolíticas que afectan a materias como el comercio, las políticas migratorias, la seguridad y defensa o la cooperación internacional tras la retirada de EEUU de la OMS, sino a la propia forma de hacer política.