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Cómo dejamos que los imbéciles ganen (o el lado oscuro de las buenas intenciones)
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Héctor G. Barnés

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Cómo dejamos que los imbéciles ganen (o el lado oscuro de las buenas intenciones)

Nos hemos acostumbrado a escuchar los exabruptos de provocadores que ansían sus 15 minutos de gloria. Quizá el problema sea nuestro, por amplificar gustosamente sus berridos

Foto: Amplificando las opiniones que antes habrían pasado desapercibidas. (iStock)
Amplificando las opiniones que antes habrían pasado desapercibidas. (iStock)

Tengo un estómago fuerte, o eso creo. Eso no impidió que el pasado martes se me revolviese como hacía tiempo que no lo hacía. No se trataba de ninguna comida en mal estado, sino de otra clase de putrefacción: la de una serie de mensajes publicados en redes sociales que decían auténticas burradas sobre los hijos seismesinos de Pablo Iglesias e Irene Montero y que no pienso reproducir. Lo llamativo del caso es que no llegué a ellos porque estas personas tengan un gran poder de convocatoria, sino que fue a través de aquellos que se habían sentido indignados ante los mensajes y los habían reproducido en redes. Gracias, amigos. Ya sabía que esa clase de personas existen, no hace falta que me lo recordéis.

Es una dinámica habitual en los últimos tiempos, también en los medios de comunicación (hagamos autocrítica). Alguien, en algún lugar recóndito de una red social, suelta un exabrupto. Esas salidas de tono que en otros tiempos se habrían desvanecido en el aire, se ha convertido en pasaportes dorado a la fama. Perdón, a la infamia. De su mano ha surgido un nuevo deporte consistente en rastrear las declaraciones públicas de todos los españoles esperando encontrar una de estas burradas, hacer la consabida captura y empezar a darle voz por todos los medios posibles. De repente, estos adláteres de la vergüenza han encontrado un aliado con el que nunca habrían soñado toparse: el de la indignación ajena.

El comentario malintencionado, el insulto, el improperio y la opinión controvertida sin ninguna base son el camino más corto para hacerse oír

Ocurrió algo semejante cuando, el pasado domingo, un aficionado llamó "guapa" a la presentadora María Gómez, con una adecuada respuesta de la periodista. Lo que quizá en otro momento habría quedado en la categoría de anécdota desafortunada, fue elevado primero a noticia, luego a debate en redes y, por último, a cuestión nacional. La gran duda es si ello de verdad mejora nuestra convivencia, o simplemente contribuye a alimentar la espiral del odio. Tengo mis dudas de que consiga que los hombres machistas comprendan que sus actitudes son equivocadas, o que el protagonista reciba un escarmiento. Como mucho, lanza a los quince minutos de gloria cuñada a alguien que en otras circunstancias habría pasado desapercibido.

La gran pregunta es por qué, de repente, la actualidad parece haberse llenado de personajes anónimos haciendo gala de comportamientos despreciables. La respuesta obvia sería que la indignación razonable causada por estas expresiones de inhumanidad lleva a la furia, que nos empuja a actuar, buscando desesperadamente la catarsis. Y ese algo suele exponer a esas personas al escarnio público. "Que no les salga gratis", pensamos. Pero quizá sea eso precisamente lo que buscan, pues la realidad nos muestra una y otra vez que el comentario malintencionado, el insulto, el improperio y la opinión controvertida sin ninguna base son el camino más corto para la fama. Lo sabemos perfectamente los periodistas, que hemos visto cómo el periodismo se frota las manos hoy ante la rentable polémica que se olvidará mañana.

Es posible que, más allá de la indignación, haya otro mecanismo en funcionamiento cuando se señala al bárbaro del pueblo. Aun a costa de darle cancha, es una buena manera de posicionarnos ante lo intolerable. Mira lo que dicen, mira cómo piensan, mira, mira, mira. Es una forma de resaltar que nosotros nunca seremos como ellos. Algo identitario: ellos, los monstruos, contra nosotros, los defensores de la moral. Pero quizá todos —los primeros, los medios de comunicación— deberíamos plantearnos si bajo esas buenas intenciones no estamos difundiendo un odio, que por mucho que nos pueda parece amenazante, no deja de ser minoritario. Por eso me identifico más, en el famoso vídeo del aficionado bocazas, con ese señor que miraba a su compañero con cara de "¡pero hombre!" y resoplaba. Ante ciertas cosas, poco se puede añadir.

Todos amamos al hombre de paja

Hace unos meses, publiqué un artículo sobre los incel, esos célibes involuntarios que se reúnen en la red para, entre otras cosas, insultar a las mujeres, principio y final de todos sus males. Pasó totalmente desapercibido hasta que a finales de abril uno de ellos perpetró un atentado en Toronto. Le siguieron más artículos y columnas. En cuestión de días, parecía que la amenaza incel estaba a la vuelta de la esquina, y el término comenzó a utilizarse en redes para referirse a cualquier comportamiento machista. No creo que sea así, ya que este grupo minoritario responde a unas características muy concretas que son difícilmente exportables a España.

Las opiniones extremas son útiles, especialmente en discusiones políticas, porque nos evitan tener que abordar la realidad con sus grises infinitos

Durante estos últimos dos meses me he preguntado si no habré contribuido en un pequeño grado, precisamente, a crear incels allí donde no los había. Veo hasta posible que alguien, al leer lo publicado, se haya identificado con dicho movimiento, después de que los medios les hubiésemos abierto la puerta. Es uno de los viejos debates del periodismo: ¿y si al intentar denunciar algo lo que conseguimos es darle una difusión que no merece? Pienso en uno de esos vomitivos mensajes que recogí en el primer artículo, y que en condiciones normales no habría pasado de ser leído por un puñado de personas. Me he convertido en su altavoz, en el pregonero de la infamia, en el divulgador de ideas que de otra manera habrían tenido (lógicamente) un alcance limitado.

Como decía, siempre es más cómodo afirmar la propia personalidad a partir de los pecados de los demás. Las opiniones extremas son particularmente útiles, especialmente en discusiones políticas, porque evitan que tengamos que abordar la realidad con sus infinitos grises. Es la famosa falacia del hombre de paja, en la cual se ridiculizan los argumentos del oponente para ensalzar nuestras propias ideas. Lo siento, pero que haya un puñado de personas que le deseen lo peor a los hijos de los dirigentes de Podemos dice muy poco sobre los verdaderos argumentos políticos de sus oponentes. No tiene nada que ver con la política: es puro ruido, personas en busca de su ración de casito del que se alimentan las redes sociales y medios de comunicación. Me gusta pensar que una excepción.

placeholder Cuanto más burdos sean los argumentos del adversario, mejor. (iStock)
Cuanto más burdos sean los argumentos del adversario, mejor. (iStock)

Como se podía leer en un tuit que parodiaba un artículo de 'Vice', "estamos pagando a un periodista autónomo para escribir que algo que te gusta es una mierda porque el duopolio Google/Facebook ha devorado el mercado publicitario digital y ahora el único modelo viable para los medios online es rapiñar clics a través del odio". Algo de eso hay. Es un sentimiento mucho más movilizador que un comentario razonable, más o menos matizado, que al no causar indignación ni oprobio desaparecerá pronto en la infinita corriente de los estímulos del mundo moderno. Mientras tanto, vivimos en un mundo en el que el discurso público ha sido invadido por una nueva horda de vampiros provocadores en busca de su próxima ración de sangre. Antes, se les habría despachado con el silencio o con un desprecio condescendiente. Que vuelvan a aullar en el desierto, por favor.

Tengo un estómago fuerte, o eso creo. Eso no impidió que el pasado martes se me revolviese como hacía tiempo que no lo hacía. No se trataba de ninguna comida en mal estado, sino de otra clase de putrefacción: la de una serie de mensajes publicados en redes sociales que decían auténticas burradas sobre los hijos seismesinos de Pablo Iglesias e Irene Montero y que no pienso reproducir. Lo llamativo del caso es que no llegué a ellos porque estas personas tengan un gran poder de convocatoria, sino que fue a través de aquellos que se habían sentido indignados ante los mensajes y los habían reproducido en redes. Gracias, amigos. Ya sabía que esa clase de personas existen, no hace falta que me lo recordéis.

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