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Las personas que pagan para no tener que verte la cara
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Héctor G. Barnés

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Las personas que pagan para no tener que verte la cara

Hay gente capaz de pagar un poco más para que la aplicación le diga al taxista que no te apetece hablar. Esa gente eres tú

Foto: Conduce y calla. (Reuters)
Conduce y calla. (Reuters)

Uno de esos recuerdos de infancia que se resisten a desaparecer de mí son las excursiones dominicales a Alcalá, visita obligada a las monjas de las Clarisas de San Diego. Las almendras garrapiñadas estaban bien, pero el torno era legendario. Como lector de tebeos, pensaba que los que como Spiderman ocultaban su rostro lo hacían para salvar el mundo, no para repartir dulces. El torno, el dichoso torno, del que salía una voz, entraba dinero y salía azúcar, era un umbral mágico entre un universo misterioso y el cotidiano y alegre del fin de semana.

Lo que no sabía entonces era que las monjas estaban señalando el consumo del futuro. Las franciscanas son las primeras Uber, Glovo, cualquier cadena de comida rápida o supermercados, añada el que quiera a la lista. Los buzones automatizados de Amazon son la versión moderna del viejo torno. En una dirección opuesta, eso sí. Las monjas se clausuraban voluntariamente en un mundo que abrían para vender; hoy, somos nosotros los que nos cerramos durante el consumo. Por fin hemos conseguido vivir en esa distopía en la que uno puede hacerlo todo —trabajar, comprar, soñar, incluso charlar o ligar— sin abrir la boca.

No hay ejemplo que lo resuma mejor que la opción "quiet mode" anunciada por Uber hace unos meses: por un poco más de dinero, el servicio 'premium' te ofrece la posibilidad de decirle al conductor que se calle, que no quieres hablar con él. Bueno, si se lo dices tú, te sale gratis. Lo que permite la app es que no tengas que molestarte y que sea ella, por ti, la que pase el mal trago. Hay gente que paga por no verte la cara, sí, pero esa persona eres tú.

La subcontratación de marrones ha democratizado la posibilidad de ser los que elijamos cómo, cuándo y por qué nos relacionamos con los demás

No me malinterpreten. No es otro artículo de "qué mala es la tecnología—esto es Black Mirror—¡penitenciagite!". Es más, sospecho que en más de un caso, con la de brasas que hay por ahí sueltos, no tener que darle a la lengua es una bendición para muchos conductores, que bastante tienen con lo suyo. Más bien, debemos preguntarnos qué oscuro deseo cumple esta fantasía de aislamiento. Y, sobre todo, qué es lo que está ocultando realmente.

La incomunicación siempre ha sido un lujo. Una de las prebendas de la riqueza siempre fue poder ocultarse a los ojos de los demás y, ante todo, eliminar las fricciones, las ambigüedades y los conflictos que genera el contacto humano. Tener dinero es poder decirle a alguien que cocine por ti, que limpie por ti, pero también, que solucione los problemas en tu lugar o que dé las malas noticias que tú no quieres dar. La servidumbre, los secretarios, los asistentes son avatares que hacen el trabajo sucio.

placeholder Los nuevos tornos de las clarisas. (Reuters)
Los nuevos tornos de las clarisas. (Reuters)

La nueva economía de subcontratación de marrones, como la he denominado en alguna ocasión, ha democratizado la elitista aspiración de poder ser nosotros los que elijamos unilateralmente cómo, cuándo y por qué nos relacionamos con los demás. El que paga, elige. A cambio de un pequeño sobrecoste, podemos apagar o encender al conductor del taxi, convertirlo en un mero autómata con piel y huesos ("¿desea agua?" "¿está bien el aire?") o enviar a un desconocido a que nos haga un recado. Un intercambio de bienes y servicios sin la sucia mácula de lo humano.

Una cuestión de clase

El contacto humano siempre es potencialmente violento, porque pone de manifiesto las diferencias que hay entre unos y otros. Diferencias, no: jerarquías. Lo que se elimina cuando se sustituye a una cajera de supermercado por un puesto de autocobro o cuando el dependiente de un establecimiento de comida rápida deja de tomar el pedido es todo signo que desvele que no somos iguales.

La imagen de mujeres inmigrantes limpiando el despacho de alguien que cobra 20 veces más que ellas es una de esas que conviene evitar

Esos buzones donde los mensajeros dejan los productos adquiridos a través de una página de comercio 'online' son como los Reyes Magos. Uno sale del trabajo, lo abre y ahí, misteriosamente, está lo que ha comprado. La magia que envuelve dicho acto cotidiano es una forma de velar la verdadera complejidad de un sistema apoyado en última instancia, en trabajadores cuyas condiciones laborales nos son escamoteadas. No hay posibilidad de intercambio, no hay posibilidad de queja, ambos mundos nunca hablan. Simplemente, cualquiera puede ser el consumidor, cualquiera puede ser el precario. Pero que no nos lo recuerden.

En ocasiones ocurren milagros. Es a esas horas, tempranas o nocturnas, en las que el servicio de limpieza de oficinas se cruza con los trabajadores que llegan o se marchan. Epifanía: no son como ellos. Sería molesto que realizasen su trabajo mientras está la oficina llena, claro, pero la imagen de mujeres o inmigrantes limpiando los despachos de hombres que cobran 20 veces su sueldo es de esas que conviene evitar. Luego vemos a las limpiadoras de TVE y nos cortocircuitamos.

Foto: Un ejército de peones atendiendo los caprichos de los esclavos de la oficina. (Reuters/Yves Herman) Opinión

Otro de esos milagros se ha producido gracias a los 'riders', cuya creciente presencia en las calles de grandes ciudades ha acelerado una extemporánea toma de conciencia, quizá porque el peligro que rodea a su trabajo es manifiesto. "Ahí va, pobrecillo", dice alguien que posiblemente ayer se pidió un poke porque le daba pereza bajar a la calle. Son pequeñas interrupciones, 'glitches' en el tejido de supuesta normalidad de la democracia capitalista, en la que todos somos diferentes pero iguales, nadie manda ni obedece porque todo es consumo. Aun así, la interacción es reducida. Tome el pedido, buenas noches.

Haga la prueba cuando vaya a comer algo, pregúntese por la clase de relación que mantiene con el camarero. Cuanto menos intercambio se produzca, menos roce entre el que paga y el que sirve, más probable será que las condiciones laborales de ese trabajador sean precarias, injustas o asfixiantes. Y, por el contrario, cuanto más natural sea el intercambio, por ejemplo, cuando el cocinero sale a preguntarle a los comensales de un buen restaurante qué les ha parecido su creación, más elitista será el servicio.

Pronto solo habrá creadores y robots, que deberán acatar a rajatabla las condiciones impuestas por sus creadores

¿No habíamos dicho todo lo contrario? No necesariamente: estamos dirigiéndonos hacia dos paradigmas laborales, el del robot y el del creador. Este último es el cocinero, el artista, el productor de "contenidos” —hoy todo es una masa informe de contenido—, el emprendedor o el iluminado de turno, que puede mantener relaciones horizontales con sus clientes, pues son como él.

El robot seguirá luchando por ser más barato que una máquina, pues en ese caso será sustituida por una, más silenciosa, ajena a clases sociales, razas y géneros, con todas las ventajas de lo humano y ninguna desventaja. El robot humano deberá acatar a rajatabla las condiciones impuestas por sus creadores. Las monjitas son creadoras, el robot eres tú.

Uno de esos recuerdos de infancia que se resisten a desaparecer de mí son las excursiones dominicales a Alcalá, visita obligada a las monjas de las Clarisas de San Diego. Las almendras garrapiñadas estaban bien, pero el torno era legendario. Como lector de tebeos, pensaba que los que como Spiderman ocultaban su rostro lo hacían para salvar el mundo, no para repartir dulces. El torno, el dichoso torno, del que salía una voz, entraba dinero y salía azúcar, era un umbral mágico entre un universo misterioso y el cotidiano y alegre del fin de semana.

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