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Esos tíos que solo tienen amigas, ¿qué es lo que pretenden?
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Héctor G. Barnés

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Esos tíos que solo tienen amigas, ¿qué es lo que pretenden?

Somos muy progresistas y avanzados, pero la amistad entre hombres y mujeres sigue viéndose como sospechosa. Ellas se aprovechan, y ellos son unos pagafantas. Ya está bien

Foto: ¿Pero este de qué va? (En versión original: 'charming young couple on a vacation in Spain taking selfie'). (iStock)
¿Pero este de qué va? (En versión original: 'charming young couple on a vacation in Spain taking selfie'). (iStock)

Toda cena de amigos termina degenerando a una velocidad inversamente proporcional a las cosas que tienen en común los reunidos a lo que yo llamo conversaciones basura, que son como hablar sobre el tiempo en el ascensor para evitar incómodos silencios pero durante horas. La cuestión catalana, la cuestión monárquica, la cuestión política, la cuestión de moda (si Rosalía mola o no, si Tarantino mola o no, si Operación Triunfo —¿se acuerdan de Operación Triunfo?— mola o no) o la gran sima de la curiosidad humana: ¿pueden los hombres y las mujeres ser amigos?

Siempre hay dos posiciones tan claras como el bipartidismo turnista de Cánovas. Por un lado, el "a mí no me engañas, entre un tío o una tía siempre hay un rollito sexual". Por el otro, el amigo aliado que dice "¡pues yo he tenido amigas y no me las he querido tirar!", para acto seguido mirar a los comensales esperando un aplauso tan hinchado como Aníbal tras cruzar los Alpes.

Iba a decir que yo, ni una cosa ni la otra, aunque siendo sinceros he sido más bien de los del segundo grupo. En las conversaciones basura, la versión de andar por casa del corrillo de tertulianos que asola nuestros televisores, hay que tomar partido, crear un poco de polémica y, sobre todo, quedar bien. Así que ahí voy: nadie me la ha pedido, pero aquí tienen Mi Experiencia Personal Sobre La Amistad Entre Mujeres Y Hombres. Y aviso: lo voy a hacer desde el punto de vista masculino, que es con el que me he tenido que conformar los últimos 34 años.

Tener pareja no me ha impedido mantener amistades con el otro sexo, sino que ha eliminado las suspicacias sobre la relación hombre-mujer

Le he dado vueltas porque esta semana se ha publicado otro de esos artículos patafísicos, esta vez en las páginas del 'Journal of Relationships Research' , que concluye que las personas con una pareja de larga duración tienen peores opiniones sobre las relaciones entre sexos que los solteros, los casados y los que están empezando, y que son más propensos a enfadarse por esa razón.

Me ha llamado la atención porque mi experiencia es más o menos la opuesta. Tener pareja nunca me ha dificultado mantener mis amistades con el otro sexo, sino más bien, lo ha facilitado. Me refiero a la suspicacia que suele rodear la relación hombre-mujer por parte de los demás, que ya se sabe que son el infierno.

placeholder Por el bulevar de los sueños rotos. (iStock)
Por el bulevar de los sueños rotos. (iStock)

Cuando uno tiene pareja, hay menos posibilidades (aunque las hay) de que piensen que está ahí para ver si cae algo, que es un sujetavelas, una mariliendre o un caso irrecuperable de pagafantismo (a ellas le dirán cosas peores, para qué negarlo). Porque ahí está la cuestión. Para muchas miradas —de hombres, sí, pero también de mujeres— la amistad es el fracaso del macho en busca de presa, un premio de consolación, un estado innatural que tarde o temprano o se rompe o prospera. Ella se está aprovechando, mírala que lista; y mira a él, qué pánfilo, si se le ven las intenciones a la legua.

Sorprende que ahora que estamos todos revisando milímetro a milímetro las relaciones de género, la amistad entre hombres y mujeres haya quedado fuera de la imagen. Es posible que se deba a que, a diferencia del amor, la amistad es menos dada al drama y al colapso; se trata, más bien, de un zumbido continuado a lo largo del tiempo que puede extinguirse o amplificarse, un tipo de relación donde los términos son más fáciles de negociar en sus diferentes fases. Entre hombres y mujeres, la amistad tiene algo de confesionario a lo largo del tiempo, y exige un respeto mutuo en el que es fácil compartir experiencias que quizá serían más difíciles de contar a alguien de tu mismo sexo.

El prejuicio que no cesa

Durante mi infancia y adolescencia, tuve más amigas que amigos. O quizá sería mejor decir que tuve menos amigas que amigos, pero más cercanas. No es excepcional; aunque no lo confesasen, creo todos los chicos tenían una mejor amiga (y viceversa). Sospecho que puede deberse a que a esas edades era más fácil encontrar comprensión ahí que en los círculos de chicos. La jerarquía masculina se establecía en función de a quién elegían antes en tu equipo de fútbol, y a mí me pillaban el último.

Es una de las primeras lecciones que se aprende de pequeño: hay algo oscuro en las relaciones entre niños y niñas que ellos no ven, pero los adultos sí

Uno de los recuerdos más traumáticos de mi infancia se remonta a septiembre de 1992, mi primer día de clase en mi nuevo colegio en Móstoles. El tiempo habrá transformado la anécdota, pero la memoria es clara: las niñas acercándose a mí, la novedad del día, preguntándome que de dónde venía y diciéndome que podía jugar con ellas y la irrupción de la profesora que me cogió por la mano y me empujó entre los chicos que estaban jugando a pegarse balonazos. "Los niños con los niños", o un comentario parecido.

Desde entonces, sentí que tener una amiga era un tabú, y nunca supe muy bien si porque temían que me terminasen gustando los hombres o porque querían proteger a las niñas; los prejuicios siempre conducen a lógicas insondables. Ignoro cómo será ahora, aunque creo que el retorno de los colegios diferenciados da una pista de que las cosas no han cambiado mucho. Es una de las primeras lecciones que se aprende de pequeño: hay algo oscuro en las relaciones entre niños y niñas que ellos no ven pero los adultos sí. Algo que muy probablemente tenga relación con la peligrosa y cada vez más frecuente sexualización de la infancia.

placeholder 'Los chicos con las chicas tienen que estar' (este pie de foto tiene música). (iStock)
'Los chicos con las chicas tienen que estar' (este pie de foto tiene música). (iStock)

Siempre tuve mejores amigas, en el colegio, el instituto y la universidad, quizá porque la complicidad era más fácil. Me costó décadas comenzar a entender las coordenadas de la amistad masculina, esa mezcla de fanfarronería y competición que en realidad no hace más que ocultar que nosotros tampoco tenemos ni puta idea de qué va la vida. Con las chicas era más fácil: la sensación de vivir en mundos cercanos pero diferentes hacía que fuese divertido comparar experiencias, sobre todo teniendo en cuenta que ellas maduraban emocionalmente antes. Y además, no había podido cumplir uno de mis sueños de infancia, que era tener una hermana mayor como la mayoría de mis amigos.

Eso me permitió entender un poco mejor el mundo femenino, y por contraste, el masculino. Por ejemplo, intentar imaginar cómo es estar en un bar y que tú seas el único hombre que no tiene pretensiones romántico-sexuales con ella; también, saber que en el fondo las dificultades de hacerse mayor (nos hacemos mayores sin parar hasta que morimos) no son tan distintas. Lo peor siempre fue la presión popular, o mejor dicho, ceder a ella y decidir que sí, que tiene que haber algo más (fracaso garantizado). Los "qué buena pareja hacéis, no sé por que no estáis juntos" o los "ya, ya, amigos" de esos que son incapaces de entender la amistad.

He perdido el contacto con muchas de ellas, a menudo reducido a una mera cita anual a la que se han ido incorporando parejas e incluso hijos

Tener pareja alivia esos prejuicios. Lo de los celos, con perdón, es la enésima estupidez inoculada en nuestro ADN gesto a gesto, y sin negar la existencia de ellos ni de las meigas, es probable que peor que dicho sentimiento humano sea el prejuicio social que te susurra al oído que, si tu pareja queda con un amigo del otro sexo, hay que sospechar. La revolución feminista (para hombres y mujeres) también va por ahí.

Supongo que he perdido el contacto con la mayoría de mis amigos, a veces limitándolo a un mensaje ocasional, un "a ver si nos tomamos un café" o la habitual cita anual, a la que se han ido apuntando novias, novios e hijos. Otras, simplemente, se las tragó el tiempo y la vida. Espero haber sido buen amigo, como ellas lo fueron. En eso no hago distinciones de sexo, aunque es cierto que la vida, paradójicamente, me ha arrastrado más a los grupos de amigotes. Ha sido un largo proceso de aprendizaje, pero ya me siento mucho más cómodo con el "hombreeeee", las palmaditas en la espalda en el medio abrazo masculino (plas, plas, plas) y los debates sobre la alineación del Everton. Pero echo de menos esas conversaciones de pupitre, un poco misteriosas, un poco secretas, un poco tabú. Cosas de hacerse viejo.

Toda cena de amigos termina degenerando a una velocidad inversamente proporcional a las cosas que tienen en común los reunidos a lo que yo llamo conversaciones basura, que son como hablar sobre el tiempo en el ascensor para evitar incómodos silencios pero durante horas. La cuestión catalana, la cuestión monárquica, la cuestión política, la cuestión de moda (si Rosalía mola o no, si Tarantino mola o no, si Operación Triunfo —¿se acuerdan de Operación Triunfo?— mola o no) o la gran sima de la curiosidad humana: ¿pueden los hombres y las mujeres ser amigos?

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