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La gente que aún vive en marzo de 2020 y nunca podrá volver a la normalidad
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Héctor G. Barnés

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La gente que aún vive en marzo de 2020 y nunca podrá volver a la normalidad

Este verano ha puesto de manifiesto que la brecha entre los que han recuperado sus vidas y los que no pueden deshacerse de la sensación de terror es cada vez más amplia

Foto: Foto: Reuters.
Foto: Reuters.

He dedicado parte del último mes al control de daños entre amigos. Una vez se ha asentado el polvo del covid en forma de final del Estado de alarma, era hora de pasar revista a las tropas, contar heridas, hacer inventario, preguntar "¿qué tal?" a toda esa gente que, entre toques de queda, olas y resacas, había desaparecido. Mi conclusión, poco científica, es que la gente se ha quedado picueta. Nos hemos quedado picuetos, todos. Cada uno a su manera, como en las familias infelices de 'Anna Karenina'.

Está el que en un año y medio ha salido una vez a tomar una caña y pasó las dos semanas siguientes analizando cada uno de sus espasmos corporales con la sospecha de que se había contagiado (no lo había hecho). La que tiene que negociar cada uno de sus pasos con su pareja porque se encuentran en sintonías de autoprotección muy distintas o, incluso, se ve obligada a ocultar algunas cosillas. El que dejó un buen trabajo porque no podía más; el que no queda con nadie, pero se siente mal por no quedar con nadie, pero no quiere quedar con nadie por si le pasa algo a alguien. El que parece que está bien el 90% del tiempo, pero en su fuero interno se ha convertido en un gruñón. Puede que yo sea este último.

Este verano es patente que unos han salido adelante mentalmente y otros, no

Digo que es una apreciación poco científica porque el otro día leía a un grupo de psicólogas y profesoras que afirmaban que no estamos peor psicológicamente después del covid-19 y que cada caso debe valorarse de manera individual. Supongo que tienen razón, pero añado: vaya suma más grotesca de individualidades.

Será que me ha tocado la china, pero percibo que de esto la gente no está saliendo ni mejor ni peor, sino exhibiendo la versión más exagerada de sus propias manías. El que tenía furia interior ahora la tiene exterior, el miedoso ahora es pavoroso y el paranoico ha creado un blog, ha formado una secta y se ha tirado al monte a explicar por qué el coronavirus lo inventaron los reptilianos. El recto moral se ha convertido en un juez supremo de los actos ajenos, el irresponsable ha pasado a nihilista. En pandemia, como en la casa de Gran Hermano, todo se magnifica.

placeholder Foto: Reuters.
Foto: Reuters.

La maldición (y la ventaja) se encuentra en que estos malestares no siempre son patologías mentales, aunque no les falte mucho para ello. No es ni depresión ni ansiedad ni TOC aunque lo parezcan enormemente, sino un cúmulo de inquietudes, miedos e incertidumbres que en conjunto pintan un mapa preocupante. Olvídense de la polarización política, la polarización de este nuestro segundo verano de pandemia es entre aquellos que han salido adelante y los que no lo han hecho, los que han vuelto a poner el contador a cero y los que siguen en marzo de 2020.

Gente que ha decidido que esto no se acaba hasta que se acabe. Del todo. Es decir, posiblemente nunca. Gente para la que el verano de la normalidad está siendo una tortura de brotes mallorquines, quintas olas, variantes asesinas y alarmismo para rellenar diez minutos en los telediarios. Gente que se encontraba ante su última oportunidad de recobrar algo de cordura y le han dado la puntilla.

Foto: Foto: Reuters/Enrique Calvo. Opinión

No hay nada peor para un paranoico que la realidad le dé la razón, y la realidad (es decir, la tele) se la está dando. A mí me ha tocado lo de enfadarme y soy de los que se enfadan cada vez que escucho por la calle un "va a haber una quinta ola como la primera, ya te lo digo yo", "las vacunas no evitan que te contagies así que para qué", "es que todos los jóvenes son unos irresponsables" o "mira a ese sin mascarilla por la calle". Todas estas personas empiezan a asomarse a la realidad de que ni siquiera habiendo superado la última frontera, la de la vacuna, es posible recuperar sus vidas. Y si ni siquiera el último horizonte nos permite volver a la buena vida, a la vieja vida, ¿qué les queda?

Un paso adelante, dos para atrás

El coste psicológico de introducir nuevos toques de queda y nuevas limitaciones como ha ocurrido en Cataluña o la Comunidad Valenciana, que cada vez se perciben más desproporcionadas y de soporte legal más dudoso, no es únicamente el de "un último esfuerzo". El coste incalculable es el de sugerir a una población doblemente vacunada y aun así aterrorizada que la famosa vacuna no era la última frontera, que hay tribus urbanas de jóvenes esperando detrás de la esquina con jeringuillas contagiadas de covid, que para ellos la vida se ha acabado mientras el mundo real es tomado por hordas de irresponsables.

La factura mental de los pasos atrás y la mala comunicación es abultada

Estos pasos atrás, que han dejado de estar acompañados por explicaciones políticas (no vayan a desgastar) para quedarse en la zona gris de la burocracia de tribunales y boletines oficiales, son escuchados por muchos como un "esto no se ha acabado, esto nunca va a acabar". ¿Cómo se va a acabar, si el mensaje en la misma semana que el número de muertos en algunas comunidades ha descendido a cero era el de volver a introducir limitaciones, basándose en magnitudes de incidencia acumulada que quizá ya no tengan el mismo sentido que hace unos meses? El exceso de celo, pasado por el filtro del paternalismo político y la indignación moral, está pasando una factura mental cada vez más abultada que pronto deberemos pagar.

La gente está bien, eres tú el que está mal

Lo paradójico es que hay mucha gente que, en cambio, sí ha salido adelante, adelantísimo. Hace poco presencié un episodio revelador: una conversación telefónica entre alguien que está viviendo no como si estuviésemos en el año 2019, sino más bien como si esto fuesen los felices años 20, y otra persona que mostraba sus dudas ante la peligrosa posibilidad de salir de casa para tomar algo en un restaurante. La distancia cognitiva entre ambos era impactante, cuando hace no tanto, apenas unos meses, habían estado en la misma sintonía mental. Hoy viven en dos mundos distintos.

Si se nos está pasando por alto quizá sea precisamente porque lo estamos reduciendo a lo individual. Si cada caso debe analizarse por separado, es cada persona la que tiene que encontrar sus herramientas —en otras palabras, gastarse su dinero en un psicólogo y como dicen los americanos, 'get their shit together', o callarse y no quejarse—, cambiar de chip, aprender a dejar de un lado el miedo, la furia o la tristeza, aprender a adaptarse como si fuese un emprendedor de Silicon Valley. La gente no está mal. El que está mal eres tú.

Foto: La escritora Barbara Ehrenreich, natal de Cleveland (Ohio). (Alamy)

Lo escribió Barbara Ehrenreich en 'Causas naturales: cómo nos matamos por vivir más', una buena aunque tal vez no muy fresquita lectura para estos últimos compases de pandemia. "Todas las muertes pueden ya entenderse como un suicidio. Seguimos sometiendo a los que se mueren a una edad temprana a una autopsia biomoral: ¿Fumaba? ¿Bebía mucho? ¿Consumía demasiada grasa y poca fibra? En otras palabras, ¿se le puede culpar de su propia muerte?". Algo semejante puede aplicarse a nivel psicológico. Si alguien está triste, cansado, furioso o aterrorizado hasta el punto de no querer salir de casa, como aproximadamente un 15% de los consultados reconoce en el CIS, es su problema. El discurso político ha optado por un optimismo ciclotímico que aparenta que todo ha terminado mientras pierde los nervios ante cualquier mal indicador. Sonreír al turismo mientras no se da respiro al local.

¿Qué hacemos con toda esa buena gente? Tal vez, mostrar algo más de comprensión, suavizar los titulares, informar correctamente, relativizar los mensajes apocalípticos, dejar de señalar al irresponsable y parar de buscar culpables. Reconducir nuestra indignación moral hacia algo más productivo, dejar de prestar micrófonos a quien solo busca protagonismo a través del terror y apagar la tele. Eso, y preguntarles a nuestros amigos qué tal están, no presionarlos para no hacer lo que no quieran hacer, intentar que recuperen su vida poco a poco, al ritmo que ellos deseen.

Llevamos más de un año sobreviviendo, es hora de empezar a vivir

En definitiva, recuperar la "buena vida". "Buena vida" entendida como una vida que merezca la pena vivir, en la que uno se cuide y se proteja, pero también disfrute, comparta, se realice, vaguee, se sienta bien, no tenga ni miedo ni odio, coma y duerma bien, se relaje con lo que más le apetezca, tenga la suficiente autonomía para preocuparse por los demás y dejar que los demás se preocupen por él. O, como lo definía el filósofo canadiense Charles Taylor, una vida en la que los sujetos guíen sus acciones y decisiones a partir de su propia concepción, consciente o no, de lo que es una buena vida. Llevamos un año y medio sobreviviendo, es hora de empezar a vivir.

He dedicado parte del último mes al control de daños entre amigos. Una vez se ha asentado el polvo del covid en forma de final del Estado de alarma, era hora de pasar revista a las tropas, contar heridas, hacer inventario, preguntar "¿qué tal?" a toda esa gente que, entre toques de queda, olas y resacas, había desaparecido. Mi conclusión, poco científica, es que la gente se ha quedado picueta. Nos hemos quedado picuetos, todos. Cada uno a su manera, como en las familias infelices de 'Anna Karenina'.