No es no
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La miserable reyerta de Ayuso y Sánchez
La presidenta madrileña y el líder socialista esconden en el otro su responsabilidad y estimulan el cainismo celtibérico en una calle de Madrid como reflejo agotador de las dos Españas
Era solo una cuestión de tiempo que reapareciera la ferocidad de Goya con la riña a garrotazos y la metáfora celtibérica del cainismo. Sánchez contra Ayuso, Ayuso contra Sánchez, espoleados la una y el otro por el bramido de sus huestes políticas y mediáticas, remarcando el territorio en una calle de Madrid como si fuera el Ebro. Tenía que llamarse Núñez de Balboa, legendario conquistador de ultramar cuyas proezas excitan el imaginario de la ultraderecha. Nadie mejor que Abascal para colocarse la armadura y castigar a los infieles, aunque el estrépito del metal no provenga de los sables, sino de las cacerolas que crepitan en el barrio de Salamanca.
Los ricos también lloran. Ya se ocupan Rufián y Echenique de exagerar la “lógica” de los bandos. Señoritos contra proletarios. Fachas contra humildes. Poco ha tardado en desplomarse la expectativa de un país maduro. Más muertos se amontonan, más cunden la irresponsabilidad y la simplificación. Ni siquiera Ayuso y Sánchez libran su miserable reyerta a campo abierto, como ocurre en el cuadro de Goya. Tienen ambos las pantorrillas enterradas en el barro, a semejanza de los protagonistas del lienzo, pero el resacón político de la crisis se desangra en una calle de Madrid, llevando al extremo la alegoría de las dos Españas. ¿De qué lado estás?
Abochorna y conmueve el descaro con que Sánchez esconde su negligencia en los faldones de Ayuso. Y la obscenidad con que Ayuso pretende escurrir su gestión desastrosa recreándose en la retórica de la persecución. Habla de Madrid como una presidenta de la Generalitat. Presume de representar a los madrileños como un pueblo unívoco y mancillado. Solo le falta decir “Madrid nos roba”, aunque el mayor despropósito consista acaso en incitar las manifestaciones, no ya por la temeridad que supone convocar al virus en las aglomeraciones sino porque ella misma pretende sustraerse a los gravísimos errores de su mandato. No el apartamento, sino las residencias de ancianos, la gestión del material sanitario, la precariedad de los médicos y los enfermeros en los servicios de Urgencias, la frivolidad de las campañas de alimentos, la tensión política con Ciudadanos y los estigmas de Madrid en la zona cero del coronavirus.
De momento, Ayuso se ha transformado en la bicha de la progresía mediática. Ella misma explora todos los límites del victimismo, de la polarización
Es la perspectiva desde la que Pedro Sánchez ha pretendido convertir Madrid en la gran batalla política de España. Aspira a demostrarnos no ya que Díaz Ayuso es la culpable de la catástrofe sanitaria colectiva, sino persuadirnos de que una sola calle, Núñez de Balboa, representa simbólicamente la dialéctica entre el bien y el mal. El monstruo del PP ha enseñado los colmillos en la zona nacional del barrio de Salamanca. Por eso han acudido a espantarlo los matones de Durruti. Y por la misma razón proliferan los quinta-'columnistas' que protegen a Díaz Ayuso como una mártir de la España genuina y una Virgen que ahuyenta a los rojos. No podían ser más premonitorias las fotos de 'El Mundo' en la iconografía de la 'mater dolorosa'. Ni más elocuentes respecto al fanatismo que ya anida en los dos bandos. Le conviene a Sánchez la división porque rehabilita el principio fundacional de la legislatura y porque el antagonismo arcaico le permite subordinar el debate real de la pandemia. También le conviene a Ayuso porque consolida su reputación de baronesa de España. A quienes no les conviene es a los presidentes moderados —Feijóo, Moreno— ni tampoco a Pablo Casado. Ayuso se ha convertido en el gran ariete de la oposición, es verdad, pero ya veremos qué sucede cuando ella misma reclame más sitio. Y cuando el 'hooliganismo' que jalea sus discursos estimule una expectativa sucesoria.
El lendakari Urkullu ha logrado prerrogativas y privilegios a cambio de la adhesión al estado de alarma
De momento, Ayuso se ha transformado en la bicha de la progresía mediática. Ella misma explora todos los límites del victimismo, de la polarización. Y proclama que Sánchez ha impuesto a Madrid una suerte de estado de sitio, de tal manera que la capital permanece en la fase cero porque el presidente del Gobierno quiere escarmentar a todos los madrileños en nombre de su presidenta. La teoría, como diría Chirac, es 'abracadabrantesta', no ya porque existen razones técnicas que justifican una semana de prórroga en la situación actual —la más evidente es el déficit de atención primaria— sino porque la mera idea de castigar a la población de Madrid implicaría un desgaste político del líder socialista, más allá del folclorismo con que los vecinos de Núñez de Balboa exhiben sus banderas y su resistencia. Otra cuestión es que Sánchez contribuya al equívoco de la discriminación. Primero, porque el Gobierno nunca administra una información suficientemente transparente y pormenorizada. Y en segundo lugar, porque sí ha existido un trato de favor hacia las comunidades 'sensibles'. No solo donde ondea la bandera socialista, sino particularmente Euskadi. El lendakari Urkullu ha logrado prerrogativas y privilegios a cambio de la adhesión al estado de alarma. ¿Qué hubiera sucedido si Urkullu fuera el presidente de la Comunidad de Madrid? La pregunta la planteaba Nacho Cardero ayer en El Confidencial. Y podemos imaginar la respuesta. Pero me gusta la idea de que Urkullu fuera el presidente de los madrileños. Por mucho que Vasco Núñez de Balboa no fuera vasco, sino extremeño.
Era solo una cuestión de tiempo que reapareciera la ferocidad de Goya con la riña a garrotazos y la metáfora celtibérica del cainismo. Sánchez contra Ayuso, Ayuso contra Sánchez, espoleados la una y el otro por el bramido de sus huestes políticas y mediáticas, remarcando el territorio en una calle de Madrid como si fuera el Ebro. Tenía que llamarse Núñez de Balboa, legendario conquistador de ultramar cuyas proezas excitan el imaginario de la ultraderecha. Nadie mejor que Abascal para colocarse la armadura y castigar a los infieles, aunque el estrépito del metal no provenga de los sables, sino de las cacerolas que crepitan en el barrio de Salamanca.