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Ni sangre ni vino en los 'antisanfermines'
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Rubén Amón

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Ni sangre ni vino en los 'antisanfermines'

Pamplona celebra unas fiestas sin fiesta, un luto, una tregua al hedonismo que destrona a Hemingway en favor de una distopía de Huxley

Foto: Unos sanfermines sin toros en las calles de Pamplona. (EFE)
Unos sanfermines sin toros en las calles de Pamplona. (EFE)

El luto asumido consiste en evitar ponerse el uniforme pamplonica. Algunos locales y turistas deambulan a deshora vestidos de blanco y de rojo, pero la mayoría de la ciudadanía observa con disciplina el escrúpulo del duelo. La mascarilla sustituye al pañuelo rojo. Y la ciudad se despierta extraña, sin talanqueras en las calles ni afluencia de corredores ni de mirones en el repecho adoquinado de la Estafeta. La calle sagrada del encierro la ocupan los camiones de reparto. Y las ocho de la mañana no son las ocho de la mañana en los sanfermines esterilizados del año 2020.

Permanece erguida y rotunda la escultura granítica de Hemingway en la explanada de la plaza de toros, pero el patriarca del hedonismo se resiente de la estampida de los feligreses. No hay rastro de americanos ni de australianos. La psicosis y la rutina profiláctica han transformado la promiscuidad de la “Fiesta” en la asepsia de “Un mundo feliz”.

Foto: Inicio de los 'no Sanfermines' este lunes en la plaza consistorial de Pamplona. (EFE)

De Hemingway a Huxley, los sanfermines inodoros, incoloros e insípidos representan el sueño de los moralistas que años atrás -no digamos en 2019- recomendaban medidas coercitivas y reguladoras al desorden. Se pusieron de acuerdo la progresía y el antiguo régimen en moderar los excesos. Proliferaron las medidas paternalistas. Y llegó a proponerse la prohibición de las corridas de toros, recelando de la eucaristía que pervierte la mezcolanza del vino y la sangre. No hay fiesta más hiperbólica que San Fermín ni, por la misma razón, expresión lúdica más devaluada ni comprometida por las normas de higiene social. Los sanfermines abjuran de los pecados capitales. Y se convocan el 7 de julio para transgredirlos, de tal manera que en 2020 estamos celebrando los 'antisanfermines'. No hay aglomeraciones en las calles. La capacidad hotelera se encuentra al 45%. Y puede encontrarse mesa en los restaurantes más reputados de la ciudad, razones todas ellas que explican la depresión de los ingresos: cien millones de euros de pérdidas cuantifican la contradicción de las fiestas sin fiestas.

Que se lo digan a Jokin. No ha dejado correr los encierros desde 1978. Y no acaba de acostumbrarse a la frustración que supone recorrer la Estafeta en condición de transeúnte. Recurre a imágenes de Youtube como si fueran metadona. Y no terminan de consolarse las imágenes de archivo con que TVE evoca estos días los mejores encierros de ediciones anteriores.

No hay fiesta más hiperbólica que San Fermín ni, por la misma razón, expresión lúdica más devaluada ni comprometida por las normas de higiene social

“He estado a punto de marcharme de la ciudad. Porque es muy angustioso estar en Pamplona en estos días de julio sin poder echarme a correr delante de los toros. Los encierros son para mí una manera de vivir. El estímulo por el que me preparo todo el año. Me siento profundamente desorientado”.

Un millón de visitantes tenían costumbre de acudir a los sanfermines, del mismo modo que muchos vecinos de Pamplona aprovechaban la invasión para marcharse. Se explica así la satisfacción compensatoria de Mirem, profesora universitaria de 37 años. “Es la primera que me quedo en la ciudad desde que vivo aquí. No me gustan las aglomeraciones ni el jaleo. Huía de la ciudad como si vinieran a invadirla los bárbaros”.

Es una manera bastante genérica, “bárbaros”, de clasificar a los extranjeros que recalan masivamente en Iruña y Gomorra la segunda semana de julio. No hay manera de identificarlos estos días de extrañeza y castración. Ni siquiera a los franceses, cuya aprensión sanitaria y concienciación del turismo patriótico han restringido los desplazamientos transpirenaicos.

placeholder Una mujer coloca el pañuelo de los Sanfermines en la ventana de su vivienda. (EFE)
Una mujer coloca el pañuelo de los Sanfermines en la ventana de su vivienda. (EFE)

“Dependemos como nunca del turismo local, regional, nacional”, matiza José Francisco en la barra de uno de los bares más populares del centro. “La pandemia ha abatido nuestros negocios. Varios han tenido que cerrar. Y muchos otros esperábamos que San Fermín sería nuestra salvación. Durante las fiestas de julio, la hostelería recauda la mitad de la caja de todo el año. Por eso es dramático que estos sanfermines se hayan paralizado”.

El 'Pobre de mí' clausura tradicionalmente las fiestas de Pamplona, pero bien podría haberse entonado el pasado 6 de julio con ocasión del chupinazo 'interruptus'. Pobre de nosotros. Lo demuestra el aspecto espectral de los tendidos de las plazas de toros. No han podido celebrarse las corridas ni congregarse los peñistas en los tendidos de sol.

Ni siquiera hace calor en la Pamplona distópica de 2020. Se ha instalado un estado de mansedumbre y de resignación que excita al clero tradicional y que complace al clero laico de la progresía. La razón de semejante castración consiste en el coronavirus y en la responsabilidad colectiva con que debe combatirse la pandemia, pero estamos viviendo y sufriendo un experimento social inquietante. Así sería Pamplona si se prohibieran los sanfermines, una ciudad apacible cualquiera, un lugar civilizado y sereno. Y unas fiestas inocuas que sepultan las pulsiones dionisiacas.

Foto: Los controles para evitar que se salte de Navarrería son cada vez mayores. (Efe/Daniel Fernández)

Llegará el momento en que el vino se convertirá en agua. Sobrevendrán la misa sin eucaristía y la chistorra vegana. Terminará imponiéndose el encierro virtual, restringiéndose, por nuestro, bien todos aquellos comportamientos que escapan a la disciplina del mundo feliz y ordenado.

La pretensión inconfesable —y experimentada accidentalmente en 2020— acaso consista en prohibir San Fermín en cuanto fiesta visceral, descomunal, irracional, etílica, orgiástica, pagana, desquiciada, anacrónica, inmoral, eucarística y pecuniaria —y también familiar, diurna, pacífica—, pero se diría que todas esas razones no son motivos para prohibir la fiesta, sino para conservarla y protegerla. Puede entenderse mejor así las ilusiones que congrega el reloj de la Casa del Libro. Se ubica en la calle de la Estafeta. Y descuenta los meses, las semanas, los días, las horas y los segundos que restan para convocarse el 6 de julio de 2021.

El luto asumido consiste en evitar ponerse el uniforme pamplonica. Algunos locales y turistas deambulan a deshora vestidos de blanco y de rojo, pero la mayoría de la ciudadanía observa con disciplina el escrúpulo del duelo. La mascarilla sustituye al pañuelo rojo. Y la ciudad se despierta extraña, sin talanqueras en las calles ni afluencia de corredores ni de mirones en el repecho adoquinado de la Estafeta. La calle sagrada del encierro la ocupan los camiones de reparto. Y las ocho de la mañana no son las ocho de la mañana en los sanfermines esterilizados del año 2020.

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