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Rubén Amón

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Te Diegum, el fútbol como religión

Maradona no solo ha sido el mejor futbolista de la Historia, sino el dios de una religión pagana que solo podía florecer en Nápoles

Foto: Mural de Maradona en Nápoles. (Reuters)
Mural de Maradona en Nápoles. (Reuters)

Conocí a Maradona. Y puede que no lo hiciera en las mejores circunstancias. Tranquilidad. No coincidimos en un garito de la Camorra ni en los servicios de una discoteca de moda. Fue peor aún. Nos encontramos entre bambalinas de un programa de Raffaella Carrà. Un trágico mito bilateral —ella— que españoles e italianos nos repartimos como hacen los divorciados con sus hijos.

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Tan bilateral es este trágico mito que hasta existen versiones en ambos idiomas de sus canciones. Llamémoslas canciones. Sin olvidar las connotaciones universales de sus coreografías. Ninguna tan absurda, por cierto, como el tuca-tuca, aunque la Carrà se hizo la competencia a sí misma erigiéndose en un fenómeno liberal frente al pudor democristiano (allí) y los remilgos franquistas (aquí), hasta el extremo de que nos incitaba a hacer el amor en el sur o entre las apreturas de un utilitario.

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Queriendo hablar de Maradona, estoy eludiendo el asunto. Le ocurrió a Emir Kusturica. Y a su película del astro albiceleste. Titularse, se titulaba 'Maradona', pero bien podría haberse titulado 'Kusturica', porque el cineasta bosnio hablaba de sí mismo, como hace siempre, subordinando el protagonismo de su modelo.

Les emparenta la concepción dionisiaca de la realidad. También les identifica la irracionalidad, el caos, el instinto, la emotividad, aunque Maradona ha adquirido una dimensión pagana inaccesible para su Pigmalión.

Empezando, claro, por la Iglesia Maradoniana. Una secta enraizada en Buenos Aires que Emir Kusturica nos descubría fellinianamente para demostrar que Maradona era el equivalente posmoderno de un dios heterodoxo, milagrero, provisto de reliquias en su propio cuerpo —la mano de Dios— y convertido en Nápoles en una deidad mesiánica.

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Difícilmente puede concebirse una identificación tan absoluta entre un futbolista y una ciudad como sucedió con Maradona y Nápoles. Como sucedió y como sucede, pues el jugador argentino sustituye muchas veces al niño Jesús en los belenes que jalonan la calle de San Gregorio Armeno.

Allí moran los 'pastorari', es decir, los mercaderes que han asumido la tradición de los pesebres. Un Gólgota invertido, porque la calle empedrada no conduce al martirio, sino a la Epifanía de la Navidad. Y lo hace, además, asimilando la tradición borbónica que aportó el reinado de Carlos III con las obligaciones patrimoniales hacia el paganismo. Que se remontan a la fundación mitológica de la ciudad hace 2.800 años.

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San Gregorio Armeno abre todo el año, reivindicando una fascinante mezcolanza de superstición y devoción, artesanía y arte mayor, ortodoxia y heterodoxia, cristianismo y paganismo. De hecho, la iglesia que otorga el nombre a la calle napolitana se fundó sobre las ruinas de un templo consagrado a Ceres, diosa romana de la fertilidad expuesta con el halo de una diadema. Igual que le ocurre al niño Maradona en la cuna y a su propia iconografía providencial sobre los vivos y sobre los muertos. "Lo que os habéis perdido", escribieron en el cementerio los 'tifosi' del Napoli cuando Diego, o Te Diegum, consiguió el primer 'scudetto'.

Luego sobrevino el segundo, demostrando que Maradona había convertido un deporte colectivo en un deporte individual. Lo prueba incluso el título mundial de México, con el argumento precursor del mejor gol de la historia: por la ejecución, por el momento, por el lugar y porque ha ejercido siempre de contrapeso emocional —el nuestro— cada vez que nos abruman las noticias de los escándalos personales de Maradona o que ahora nos conmociona su muerte.

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Se lo perdonamos todo. Nos identificamos —creo que hablo en nombre de una generación— con la letra de aquella canción hagiográfica de Calamaro. O de aquel padrenuestro alternativo. Que se origina en una rima perfecta: "[Maradona] es una gran persona (el diez)", y que adquiere connotaciones metafísicas antes de llegar al estribillo: "Tiene el don celestial de tratar muy bien al balón, es un guerrero. Es un ángel y se le ven las alas heridas, es la Biblia junto al calefón".

Conocí a Maradona. Y puede que no lo hiciera en las mejores circunstancias. Tranquilidad. No coincidimos en un garito de la Camorra ni en los servicios de una discoteca de moda. Fue peor aún. Nos encontramos entre bambalinas de un programa de Raffaella Carrà. Un trágico mito bilateral —ella— que españoles e italianos nos repartimos como hacen los divorciados con sus hijos.

Diego Armando Maradona