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La vergüenza del 'indultazo'
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Rubén Amón

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La vergüenza del 'indultazo'

La medida de gracia, lejos de frenar la pulsión soberanista, estimula la euforia del independentismo y puede suponerle a Sánchez una factura electoral muy seria

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (i), y Pere Aragonès, en febrero de 2020. (EFE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (i), y Pere Aragonès, en febrero de 2020. (EFE)
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Sucedió en Moncloa, en octubre de 2019. Y estaba un servidor presente, acaso testimoniando la solemnidad con que Sánchez proclamaba la aversión hacia el indulto de los insurrectos (una medida sobre la que el Supremo se ha pronunciado hoy a mediodía en contra). Prometía incluso que expiarían hasta el último día de prisión. Le resultaba inconcebible cualquier indulgencia o medida de gracia. Y se relamía de los argumentos que las contradecían: el Gobierno no iba a concederlas, los soberanistas no iban a pedirlas.

Fueron las conclusiones que Pedro Sánchez trasladó a Carlos Alsina en la entrevista monclovense y en el contexto de la campaña electoral 'mesetaria'. Impresiona escucharlas unos meses después con la moviola. No ya porque identifican y delatan la impostura enfermiza del presidente, sino porque el manual de resistencia ha incorporado un nuevo epílogo: los artífices del 'procés' van a pedir el indulto y el Gobierno va a concederlo.

Foto: Oriol Junqueras. (EFE)

Escandaliza y avergüenza la naturalidad con que pretende introducirse semejante tergiversación de la palabra. Y abochorna el descaro con que el ministro de Justicia reivindica un anacronismo de 1870 para convencer a la opinión pública de la oportunidad del 'indultazo'.

Se trata de “desinflamar” la crisis política de Cataluña y de tratar con piedad a los protagonistas de la sedición, pero el precario argumentario del Gobierno tanto se resiente de la hipocresía estratégica —el indulto se concede para garantizar el apoyo de ERC a la legislatura— como premia y enfatiza el maximalismo del 'president' Pere Aragonès.

Foto: Pedro Sánchez saluda a Oriol Junqueras. (EFE)

Lo demuestra la arrogancia con que definió anteayer mismo el camino “inevitable” de la amnistía y la autodeterminación. No cabe posición más dogmática ni intimidatoria. Ni manera más evidente de contradecir la apertura y predisposición al diálogo. El soberanismo no interpreta el indulto como una rectificación a la expectativa de la república, sino como un estímulo definitivo a la fantasía independentista. Porque la medida de gracia daría la razón a Junqueras y sus esbirros. Demostraría que la sedición estaba subordinada a un proyecto político legítimo.

Resulta interesante el planteamiento 'indepe', porque ya sobrentiende la reincidencia en el delito. Y porque asesta a la reputación del 'Estado español' un golpe descomunal. El indulto despedaza la separación de poderes, rectifica el veredicto del Supremo, sitúa al Rey en la posición humillante de liberar a Junqueras y estimula el incumplimiento del Código Penal, hasta el extremo de considerarse veniales o superficiales delitos que conllevan 13 años de prisión.

La precariedad parlamentaria de Sánchez le constriñe a deteriorar la decencia del Estado

El ministro de Justicia no va a dejar de explicarnos que la indulgencia gubernamental se justifica porque los indultados están comprometidos al arrepentimiento y al propósito de enmienda. Ningún síntoma lo indica, sino todo lo contrario. El discurso inaugural de Aragonès tanto expone la trama siniestra de Junqueras como las presiones de sus socios de gobierno. Puigdemont sigue urdiendo la ruptura. Y ejerce la coacción del Ejecutivo catalán.

Expuesto a sus propias mentiras y a sus ejercicios de equilibrismo, el Gobierno pretende edulcorar la añagaza introduciendo el masaje y el mensaje del “indulto parcial”. No se perdonaría la malversación, pero se condescendería obscenamente con las posiciones insurrectas. Y se rebajarían las penas a unos tres años cárcel, precisamente para hacerlos coincidir con el periodo ya expiado en prisión y conceder a los delincuentes las convenientes vacaciones estivales.

La debilidad del Gobierno y la precariedad parlamentaria del PSOE constriñen a Sánchez a deteriorar la decencia del Estado de derecho. El Supremo va a oponerse a la concesión de la medida de gracia. Y no se trata de una decisión vinculante, pero sí inequívoca respecto al precio político y electoral que puede y debe pagar el PSOE en proporción a semejante vergüenza.

Foto: El secretario general del PP, Teodoro García Egea. (EFE)

La manera ilusoria de evitar el desgaste consiste en fomentar un nuevo estado de amnesia, aprovechar el mes de agosto para cometer la fechoría, denunciar el ultraderechismo de los partidos que van a recurrir el indulto —PP y Vox— y desenterrar el cadáver de Adolfo Suárez para equiparar los indultos a la legalización del PCE. Se haría por el bien de la desinflamación y de la convivencia. Y por la búsqueda de una 'solución política'.

Ojalá prevaleciera una visión clarividente de los problemas territoriales, pero el estrés y la degradación que conlleva el debate del indulto únicamente responden a la supervivencia de Sánchez, cuya visión de futuro no se concentra en 2023 ni en 2050, sino en la semana que viene y en la siguiente y en la siguiente.

Sucedió en Moncloa, en octubre de 2019. Y estaba un servidor presente, acaso testimoniando la solemnidad con que Sánchez proclamaba la aversión hacia el indulto de los insurrectos (una medida sobre la que el Supremo se ha pronunciado hoy a mediodía en contra). Prometía incluso que expiarían hasta el último día de prisión. Le resultaba inconcebible cualquier indulgencia o medida de gracia. Y se relamía de los argumentos que las contradecían: el Gobierno no iba a concederlas, los soberanistas no iban a pedirlas.

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