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¿Hay que prohibir también los Juegos Olímpicos?
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Rubén Amón

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¿Hay que prohibir también los Juegos Olímpicos?

La Olimpiada de Tokio, como las antiguas, enfatiza la discriminación del más fuerte en contraste con unas sociedades que aspiran ridículamente a la democratización del mérito y del héroe

Foto: Competición de 'skate' en los Juegos Olímpicos de Tokio. (Reuters)
Competición de 'skate' en los Juegos Olímpicos de Tokio. (Reuters)
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El dogmatismo igualitarista y el oscurantismo progre no se han percatado todavía de los peligros de convivencia y de pedagogía que conllevan unos Juegos Olímpicos. Es el momento de prohibirlos. Y de abatir las estatuas que evocan la grandeza del barón de Coubertin, responsable de haber homologado un lema intolerable en la cultura del promedio: 'Altius, citius, fortius'.

Más alto, más lejos, más fuerte. La olimpiada moderna, igual que la remota, se identifica en el énfasis discriminatorio. Gana el mejor. El más rápido, el más listo. La más audaz, la más resistente. El podio gradúa la diferencia, igual que el color de los metales.

Es la razón por la que unos JJOO se reconocen en antagonismo a las sociedades que abjuran de la meritocracia. Y es el motivo por el que los ayatolás y censores que custodian nuestro bienestar acaso se propongan erradicar un acontecimiento que aniquila a los mediocres. Que diferencia ferozmente entre fuertes y débiles. Y que, por añadidura, predispone al individualismo.

La plata y el bronce son medallas de consolación, la manera de rendir tributo escalonado al héroe, al número uno

Proliferan los deportes de equipo, es verdad. Y es cierto que la Olimpiada se ha convertido en una expresión de fervor patriótico y de repercusión geopolítica —la hegemonía del medallero establece la competencia de las grandes potencias mundiales—, pero la vigencia de las pruebas originales y la relevancia de la natación sobrentienden que los deportes de mayor interés olímpico dirimen la cualificación del individuo y enfatizan el camino de perfección personal.

Nada que ver con los dogmas del igualitarismo ni con la cultura dominante del aprobado general. La bandera olímpica traslada el mensaje del hermanamiento. Y el fuego de la antorcha simboliza una suerte de catarsis civilizadora, pero el misterio de la gran competición consiste precisa y afortunadamente en los rasgos discriminatorios. No por las razas. Ni por los géneros. Sino porque los laureles corresponden al atleta superdotado. La plata y el bronce son medallas de consolación, la manera de rendir tributo escalonado al héroe, al número uno.

Hay utopías que aterra 'imaginar' cumplidas. Por eso conviene celebrar los hitos concretos y tangibles de la humanidad

Y no caben los héroes verdaderos en estas sociedades tan sensibles y proclives a la coronación de los héroes impostores. Cualquiera de nosotros puede serlo. No ya salvando una mascota de una cornisa, sino exhibiendo en Instagram una subida cochinera en 'mountain bike' a un promontorio. Tanto se ha democratizado el heroísmo, tanto observamos con recelo a los verdaderos héroes, olvidando que Filípides pagó con su vida la proeza de Maratón.

El sueño de la civilización cursi y almibarada que nos tiraniza consistiría en una prueba olímpica sin vencedores ni vencidos. Los atletas entrando a la vez. Todos los géneros. Todas las razas. Y todos los espectadores conmovidos, acaso interpretando 'a capella' el himno de 'Imagine'.

Hay utopías que aterra 'imaginar' cumplidas. Por eso conviene celebrar los hitos concretos y tangibles de la humanidad. Los JJOO son un ejemplo categórico. Y las pruebas pueden encontrarse entre las piedras y el polvo de Olimpia. Sobrecoge visitar el 'yacimiento' del Peloponeso, identificar el hallazgo visionario del deporte en cuento expresión ética y estética. Un modelo antropocéntrico que enfatizaba el canon del cuerpo como medida de todas las cosas y que exploraba los límites humanos de la fuerza, de la astucia y de la inteligencia.

Foto: Una saltadora de trampolín durante los JJOO de Barcelona'92. (EFE)

Los JJOO arbitraban los periodos de paz. Trasladaban a la pista y al gimnasio las disputas militares. Estilizaban la ferocidad de los guerreros. Y exponían toda la relevancia de lo superfluo como rasgo civilizador. El erotismo trasciende la noción reproductora del sexo. La gastronomía —la cultura de la mesa— sobrepasa el prosaísmo de las meras necesidades alimentarias. El deporte convierte en arte y en emoción la vulgaridad de la ejercitación física.

Se coronaba en Olimpia a los mejores. Y se levantaban monumentos de escarnio en desdoro de los impostores. Cualquier atleta que transgrediera las reglas, que hiciera trampas, incluso que se dopara —ya entonces—, terminaba inmortalizado sobre un pedestal denigratorio. Se le humillaba en piedra como escarmiento preventivo a quienes tuvieran la tentación de secundarlo.

No hay piedras ni canteros para esculpir la galería de los impostores que nos instruyen y nos educan

No hay piedras ni canteros para esculpir la galería de los impostores que nos instruyen y nos educan. Pero igual pueden obtenerse de los monumentos expuestos a la demolición: las estatuas del barón de Coubertin, los estadios, los gimnasios y todos aquellos lugares remotos y contemporáneos que reivindican la apología del mérito, del individuo y del atleta alado.

No sería la primera vez que se prohíben los Juegos Olímpicos. Lo hizo el emperador Teodosio I en el siglo IV. Se habían celebrado durante 393 veces en casi 1.000 años de historia, pero la adopción del cristianismo discriminó el deporte como una manifestación pagana. Es el momento de tomar medidas, pero esta vez en nombre del fundamentalismo laico y de unos Juegos asamblearios donde nadie gane y perdamos todos.

El dogmatismo igualitarista y el oscurantismo progre no se han percatado todavía de los peligros de convivencia y de pedagogía que conllevan unos Juegos Olímpicos. Es el momento de prohibirlos. Y de abatir las estatuas que evocan la grandeza del barón de Coubertin, responsable de haber homologado un lema intolerable en la cultura del promedio: 'Altius, citius, fortius'.

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